viernes, 24 de agosto de 2018

Jazz, martinis y sombreros blancos

Por Manuel Vicent
Nueva York fue el lugar donde a inicios del siglo XX se instalaron los nuevos dioses con sus modernos cacharros, el automóvil Ford T, la radio, el cinematógrafo y el aeroplano, los cuatro destinados a anular el tiempo y el espacio bajo la música de jazz y el fervor del Martini seco, el trago que agitaba el barman como unas maracas detrás de la barra. El alcohol prohibido por la Ley Seca era el espejo en el que los escritores hermosos y malditos se miraban.

Scott Fitzgerald era entre todos el más guapo, el más borracho. Con los primeros dólares que le pagaron por uno de sus cuentos en una revista de modas se compró unos pantalones blancos de tres pliegues y un sombrero de ala blanda, dispuesto a comerse el mundo que no era sino la aceituna verde que flotaba en la copa cónica de ginebra con vermú y unas gotas de amargo de angostura. Scott Fitzgerald, sobrio o bebido, consiguió dotar de intensidad y consistencia a la pompa de jabón que se estableció en el Nueva York, París y la Costa Azul de entreguerras dentro de la cual bailaban y bebían criaturas vanas en fiestas que eran la cima de todos los sueños. Más allá no había nada, salvo la derrota.

Existe un Nueva York de Scott Fitzgerald y otro de Dorothy Parker, enhebrados con un mismo hilo del alcohol del Martini seco. “Bebe y baila, ríe y miente, ama, toda la tumultuosa noche, porque mañana habremos de morir”, había escrito Dorothy Parker, aunque ella no conseguía morirse pese a haberlo intentando dos veces: una cortándose las venas con una cuchilla de afeitar de su marido y otra con una sobredosis de Veronal. Era la reina de un grupo de exquisitos y privilegiados intelectuales, periodistas, críticos literarios y actores neoyorquinos que en los años veinte tenía asiento en la Mesa Redonda del hotel Algonquin, en el 59 de la calle 44, Oeste, en un almuerzo diario seguido de una tertulia hasta media tarde, donde ella hizo famosa su lengua mordaz. Parker terminó por vivir allí en una suite en la que sus amantes entraban y salían como si se tratara de una oficina de Correos. No tanto sufrir como dejar de disfrutar, se decía viendo el final reflejado en el fondo de la copa. “¿Qué va a tomar?”, le preguntó el camarero de un garito. “No más catástrofes, por favor”, respondió ella.

Existe también el Nueva York de Truman Capote, de Dashiell Hammett, de Andy Warhol, de Tom Wolfe, de Woody Allen. Después de todo Nueva York es una ficción, un género literario que se adapta a cualquier estado de ánimo del viajero. En 1979 se estrenó la película Manhattan, en blanco y negro, con la que Woody Allen convenció a muchos cuarentones de que aún podían enamorar a una adolescente como Mariel Hemingway. Bien es cierto que en ninguna ciudad de España había un banco para contemplar el atardecer sobre el puente de Brooklyn. Pero bastaba con soñar que uno paseaba en Nueva York con un botellín de agua mineral y una manzana al lado de una chica molona por Central Park, por una galería de arte del Soho, entrando y saliendo en pequeñas tiendas de vitaminas y comida macrobiótica con una música de swing al fondo. Los viajeros más iniciados sabían que Woody Allen tocaba el clarinete con unos amigos los lunes en el Michael’s Pub. Siempre había alguien que juraba haberlo visto y escuchado allí en persona. A los demás nos sucedía que, si de paso por Nueva York, te acercabas al 211 de la calle 55, Oeste, y preguntabas por él, precisamente ese lunes Woody Allen no estaba, te decía el conserje. El fracaso se repetía cuando años después el grupo se trasladó al café del hotel Carlyle. Para compensar, no pude resistir la tentación de tomarme un Martini en el River Café, como Woody, contemplando el skyline de Manhattan. Era el rito ineludible que había que cumplir para ser moderno.

En cada viaje encontrabas un Nueva York distinto, unas veces limpio, otras sucio, unas veces violento y peligroso, otras seguro, sofisticado e íntimo. Recién llegado llamabas a los amigos y en un restaurante de moda frente a una ensalada macrobiótica cada uno se inventaba una experiencia neoyorquina distinta, galáctica o esotérica. Por mi parte en uno de los viajes solo pude aportar a la mitología de Nueva York que en el bar Polo del hotel Westbury donde me hospedaba había visto a Gregory Peck tomándose un Martini mientras se tamborileaba con los dedos una rodilla. Y en otra ocasión desde el hotel Chelsea vi salir de una alcantarilla a un hombre rata. Poca cosa.

© El País (España)

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