sábado, 11 de agosto de 2018

El ateo específico

Por Martín Caparrós
El mediodía no tenía piedad. El termómetro había pasado los cuarenta, el sol se regodeaba, el aire rebosaba de fueguitos. El muecín llamaba a la plegaria —gritos a un dios en todos los espacios— y yo escuchaba como si. En la mezquita de Al Muayad, cinco o seis siglos, inmensa, casi vacía en un barrio muy viejo de El Cairo, los fieles llegaban apurados, sudorosos, se lavaban los pies y las cabezas, se postraban ante un dios —y yo miraba.

Entonces me pregunté si mi conducta —mi distancia, mi mugre, mi malicia— merecería la cólera de un dios, y entonces tuve esa revelación menor: el ateísmo es una solución de facilidad, pura pereza. Cualquier ateo dice “no creo en dios”, como si eso bastara.

La libertad de culto, como decimos ejercerla, es incompleta, perezosa: se elige, se supone, en qué dios uno cree; no se elige en qué dios no. Tiene lógica: hubo tiempos en que cada cual nacía, vivía y moría dentro de una misma tradición, y por lo tanto su decisión de no creer, si la tomaba, se refería claramente a un solo dios, el verdadero de su barrio. La mixtura, la globalización acabaron con esa sinecura. No alcanza con no creer en dios; hay que elegir —deberíamos tener la chance de elegir— en qué dios no creemos. Lo más fácil es decir que en ninguno, pero es hipócrita: creo que cualquier ateo no cree en uno de los dioses más que en los demás.

La elección no es fácil: hay exceso de oferta, dioses para tirar para arriba. Aunque allí también hay, faltaba más, un orden. No vale, por supuesto, no creer en dioses de cotillón como Zeus o Juno o Júpiter o Hera, Quetzalcoatl o la Pachamama o Amón Ra, que ya dijeron que son puro cuento. Y está claro que, por propia decisión, Buda no califica como dios y que los indios son tantos y tan peleados que ni se creen entre ellos. Tampoco vale Mao Tsé Tung —y el caso de Maradona se discute. Vivimos, mal que nos pese, en la órbita de los tres grandes dioses monoplaza; para nosotros, no creer es no creer en ellos.

Así que, por supuesto, podría no creer en el dios de los judíos; al fin y al cabo, la mitad de mis ancestros lo siguieron. Tiene la ventaja de que es fácil y la desventaja de que es fácil: no promete grandes castigos a los que no lo sigan, pero también es cierto que para un judío creer en su dios es pelearse con él, así que no creerle es casi un truco en la pelea.

O podría no creer en el dios de los musulmanes; es, sin duda, ahora mismo, el más pujante, el más prometedor, y sus promesas de castigos para incrédulos no siempre son en la otra vida. Así que los que viven de amenazarnos aprovechan: llevan años diciendo que es la peor amenaza, el retrógrado, el fundamentalista. O sea que, a su lado, el dios de los cristianos sería un abuelo bueno.

Pero al dios de los cristianos se le cae esa careta todo el tiempo. O quizá no le gusta llevarla, pobre diablo. En cualquier caso hace todo lo que puede —dicen que es todopoderoso— para mostrar que sigue siendo el rey. Para eso contraataca con sus prelados, sus políticos, publicitarios varios. Y lo consigue: en estos últimos días argentinos, por ejemplo, la campaña despiadada de curas y más curas y un papa contra la legalización del aborto —que permitiría que las mujeres pobres que no pueden pagar uno clandestino tengan los mismos derechos que las ricas que sí— terminó de convencerme de que el dios en que no debo creer es el suyo. Lo siento por Alá, Jehová y compañía limitada: yo elijo no creer en ese dios que no tiene piedad, que no tiene vergüenza, que, por no tener, no tiene ni siquiera un nombre propio —porque se cree que los tiene todos.

© El País Semanal

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