miércoles, 23 de mayo de 2018

Gracias por todo, señor Roth

El gran novelista convencido del poder 
de la ficción

Philip Roth: el magnífico freudiano de la literatura norteamericana.
Por Daniel Gascón

“A diferencia de aquellos de nosotros que llegamos al mundo aullando, ciegos y desnudos, el señor Roth vino al mundo con uñas, pelo y dientes, hablando con coherencia”, escribió Saul Bellow en la reseña de Goodbye, Columbus, el libro con el que debutó Philip Roth en 1959.

El volumen contenía una novela breve –la historia de amor de verano de Neil Klugman y Brenda Patimkin– y cinco relatos que causaron escándalo: en “La conversión de los judíos”, un niño obligaba a los adultos a arrodillarse como los católicos; en “Defensor de la fe”, unos soldados chantajeaban a su superior apelando a la solidaridad judía. “A los 26 años –escribía Bellow– es diestro, ingenioso y enérgico y practica como un virtuoso.”

Philip Roth (Newark, Nueva Jersey 1933 - Nueva York, 2018) ha sido uno de los grandes escritores de la literatura estadounidense del siglo XX. Obtuvo todos los premios importantes en su país: dos veces el National Book Award y el National Book Circle Award; tres veces el PEN Faulkner; ganó también el Pulitzer. Fue, con Eudora Welty y Saul Bellow, uno de los tres escritores vivos que vieron su obra recogida en la Library of America. Su producción novelística es espectacular. Era uno de los “grandes judíos” –como Bellow o Malamud, mayores que él– que cambiaron la literatura estadounidense, que –como escritores negros como Ralph Ellison– hicieron suyo un territorio inicialmente WASP. Durante mucho tiempo habló de esa comunidad y de su relación con los gentiles y la historia, pero también se propuso hablar de la experiencia estadounidense. Que no obtuviera el Premio Nobel de Literatura no dice nada de su obra: solo habla mal de la Academia sueca.

La suya fue una carrera larga y ambiciosa. Era el gran freudiano de la literatura norteamericana: el sexo, el trabajo, la familia y la muerte son quizá los temas centrales de un autor que supo incorporar nuevos registros formales y nuevas preocupaciones temáticas. Jugó con la distinción entre realidad y ficción y con asuntos vinculados con la identidad judía y la memoria del siglo XX, así como con los traumas y la psique nacional.

Era, como escribió Martin Amis, un genio cómico. Ese genio cómico, transgresor e iconoclasta, se puede apreciar particularmente en libros como El lamento de Portnoy o El teatro de Sabbath.

Era un novelista convencido del poder de la ficción, algo que parece cada vez menos frecuente. En alguna ocasión dijo que Mientras agonizo, de Faulkner, y Las aventuras de Augie March, de Saul Bellow, eran la espina dorsal de la literatura estadounidense. Muchas de sus obras tienen una cadencia jamesiana.

A diferencia de otros autores anglosajones, estuvo atento a la literatura de otras lenguas. (Amis, en un ejemplo de provincianismo particularmente elocuente, decía que Roth leía las novelas como manuales de conducta humana y que por eso tenía la extraña costumbre de leer libros traducidos.) Cuando le preguntaron si en el humor salvaje de El lamento de Portnoy se notaba la influencia de stand up comics como Lenny Bruce, respondió que era más importante la de sit down comics como Franz Kafka.

Reivindicó a escritoras como Edna O’Brien, una de cuyas citas encabeza El animal moribundo: “El cuerpo contiene la biografía tanto como el cerebro”. El mundo de Roth -tan propenso a la autodenigración como al narcisismo- es un mundo fieramente secular, y en él el cuerpo es esencial: el cuerpo propio y el cuerpo de los demás: como vehículo de deseo y placer, como motor de ansiedad, insatisfacción y culpa, como escenario de la enfermedad y la muerte. En sus libros aparecen transformaciones en órganos, masturbaciones estajanovistas, cánceres de pecho y próstata, estreñimiento y polio, impotencia y orgasmos, tratamientos médicos y psicoanalíticos, o el hijo que limpia las heces de su padre enfermo y se da cuenta de que ese es su patrimonio.

También en sus obras el lenguaje es algo físico, que se moldea y se imita: Zuckerman se describe a su vecina (y novia) Maria, en La contravida, como “soy el hombre que se enamoró de una oración de relativo”.

Tuvo un éxito polémico con El lamento de Portnoy, un libro hilarante sobre la culpa, la familia y el deseo, de una ejecución extraordinaria. Este largo monólogo de Alexander Portnoy, con títulos freudianos, obscenidades abundantes y un amplio vocabulario en yiddish, dirigido a un psicoanalista que solo responde en la última página, era también una liberación tras obras más contenidas y clásicas como Deudas y dolores y Cuando ella era buena. Pero huyó del estancamiento. En los setenta practicó la sátira. De esos años son Nuestra pandilla, sobre la administración Nixon y su corrupción. Pero también El pecho, una nouvelle kafkiana donde David Kepesh (protagonista también de El profesor del deseo y El animal moribundo) se transforma en un seno.

Muchas obras de Roth, y especialmente las de esa época, son metaliterarias y reflexionan sobre los efectos que lo que uno escribe tiene sobre otros y sobre uno mismo. Son temas que están en Mi vida como hombre, una puesta en abismo, o en algunas de las piezas de la primera trilogía de Nathan Zuckerman, trasunto de Roth y autor de un best-seller escandaloso, Carnovsky, que recuerda a El lamento de Portnoy (también traducido como El mal de Portnoy). Mi novela preferida de Zuckerman Bound es la primera de la serie, que cuenta la visita del joven Zuckerman a E. I. Lonoff, una especie de Bernard Malamud o Henry Roth, un viejo escritor judío con una vida conyugal torturada y una hija misteriosa que Zuckerman sospecha por un momento que es Ana Frank.

Impulsó que se tradujeran autores de Europa del Este en Estados Unidos, y ayudó a que se conociera mejor la obra de Bruno Schultz. Realizó entrevistas admirables a Milan Kundera, Ivan Klima, Primo Levi o Aharon Appelfeld. Están recogidas en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. Si la preocupación por el Holocausto y su legado estaban presentes en muchas de sus obras, la situación de los escritores en regímenes comunistas aparece en La orgía de Praga, el fantasmal epílogo de la primera serie de Zuckerman.

La suya sería, a primera vista, otra tradición. Pero Philip Roth también escribió novelas posmodernas que jugaban con las distintas posibilidades y los trampantojos, y que mostraban su riqueza de registros. Una de las mejores es La contravida, también de la serie de Zuckerman, que incorpora la cuestión de Israel. Este tema también aparece en otra novela disparatada, Operación Shylock, donde Philip Roth, enloquecido por un tratamiento antidepresivo (algo que sucedió en realidad) se entera de que hay un impostor que aconseja a los judíos que abandonen el país. En esta novela hábil y disparatada, situada sobre el telón de fondo del juicio a Ivan Djemanjuk, aparecen Aharon Appelfeld, Claire Bloom (que fue pareja de Roth) y lo que parece una caricatura de Edward Said (disfrazado como George Ziad). Y también tiene un profundo desafío formal El teatro de Sabbath, que es entre otras cosas una meditación salvaje sobre la lujuria donde el viejo Sabbath va a masturbarse en la tumba de su amante (y descubre que no está solo).

En los años noventa, dijo Roth, amplié mi enfoque. Es una manera de describir lo que quizá sea más admirado de su obra: la trilogía americana de Zuckerman. Está compuesta por tres novelas: Pastoral americana, La mancha humana y Me casé con un comunista. Combinan la elegía y la ira, el retrato de las transformaciones de un país, y tratan temas como la decepción de los padres hacia los hijos, la distancia entre generaciones, la proyección de las aspiraciones de la comunidad judía (en Pastoral americana); el MacCarthysmo y sus persecuciones, el conflicto y el rencor familiar, así como un retrato de una izquierda americana y algo de venganza contra una expareja (en Me casé con un comunista). Quizá la mejor de las tres, y la más actual, sea La mancha humana, donde Zuckerman cuenta la caída en desgracia de su amigo Coleman Silk, profesor de clásicas, en un verano en el que los republicanos hostigaban a Bill Clinton por el caso Lewinsky. Lo que precipita su caída es un caso de corrección política, injustamente evaluado. En esta novela, y esto vale para otras obras de Roth, tenemos un narrador-testigo a la manera de Conrad o el Scott-Fitzgerald de El gran Gatsby; una reflexión sobre la decadencia física, con un Zuckerman impotente e incontinente tras sufrir un cáncer; un artificio narrativo que recuerda a Faulkner, al igual que la ambición demótica de retratar distintas formas de hablar; un análisis indignado e inteligente sobre el puritanismo de la derecha y de la izquierda; una visión de la raza y la clase y su lugar en el país; un recorrido por la historia reciente de su país, con la política del momento o la herida de la guerra de Vietnam.

La conjura contra América era una ucronía donde Roth utilizaba el escenario que sus lectores conocían bien –su barrio de Newark– para imaginar una victoria fascista en Estados Unidos en los años treinta. No era una de sus obras más logradas, pero mostraba potencia y ambición. Escribió un tortuoso retrato conyugal en Engaño (y su expareja Claire Bloom escribió un revenge book, Leaving a Doll’s House), y dos bellas obras autobiográficas: Los hechos y Patrimonio. La resolución de algunas novelas, como El animal moribundo, es chapucera; sus mejores personajes son masculinos; y sus últimas novelas –HumillaciónNémesis o Sale el fantasma, la despedida de Zuckerman– no están a la altura de sus obras más celebradas, escritas cuando superaba los sesenta años.

Pocos escritores han sabido combinar un mundo tan reconocible y definido con la capacidad de añadir capas, estilos y desafíos. Muy pocos han hecho disfrutar a sus lectores como Roth: con su humor y su furia, su perspicacia y su brutalidad, su descaro y su fuerza narrativa. En 2012, dijo que dejaba de escribir. Salió alguna pieza en el New Yorker; hace poco se publicó un volumen con sus textos sobre literatura, Why Write. En una entrevista reciente decía: “Tengo muchos amigos escritores muertos. Echo de menos recibir sus libros en el correo”. Ahora nosotros también.

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