martes, 24 de abril de 2018

Occidente ante sus dilemas

Por James Neilson
Todo sería más fácil si sólo fuera cuestión de la conducta caprichosa de Donald Trump que un buen día se afirma resuelto a sacar a las tropas norteamericanas de Siria, donde están luchando contra lo que queda del Estado Islámico, y el siguiente ordena el bombardeo de fábricas de armas químicas en las cercanías de Damasco, pero la ambivalencia es característica de la mayor parte del establishment occidental.

Aunque los preocupados por lo que está sucediendo en el resto del mundo no quieren lavarse las manos del Oriente Medio, África y otras regiones en que se libran guerras atroces, tampoco están dispuestos a intervenir de manera decisiva.

A su modo, son imperialistas morales; lamentan la resistencia ajena a respetar los valores que imaginan deberían regir en la “comunidad internacional” sin animarse a hacer mucho más. Pueden derribar regímenes que son célebres por su crueldad, como los de Saddam Hussein y Muammar Kaddafy, pero se niegan a administrar por mucho tiempo los territorios que dicen haber liberado; en nombre de la democracia, prefieren dejar que los sobrevivientes se las arreglen como puedan, lo que sólo beneficia a los más feroces, comenzando con los yihadistas.

La irresponsabilidad principista así manifestada se debe a factores internos. Los dirigentes políticos de los países más ricos y, en teoría por lo menos, más poderosos, quieren resultados inmediatos; piensan en términos de semanas, no de años o, lo que sería más realista, décadas. Asimismo, para regocijo de sus enemigos, en Europa y América del Norte a muchos les gusta rasgarse las vestiduras atribuyendo a sus antecesores la responsabilidad por los horrores que a diario llenan las pantallas televisivas, como si creyeran que los cartógrafos de un siglo atrás pudieron haberlos impedido trazando las fronteras de forma diferente, pero los debates apasionados en tal sentido nunca tienen consecuencias concretas.

En ocasiones, los tres países occidentales, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, que aún están en condiciones de proyectar poder militar más allá de sus propias fronteras, se movilizan para castigar a un infractor que a su juicio ha cometido un delito aún peor que los que ya son rutinarios. Es lo que acaban de hacer luego de un presunto ataque químico contra los pobladores de la localidad siria de Duma por el régimen del dictador Bashar al-Assad, pero saben que la advertencia no servirá para modificar el curso de una guerra civil que ya ha durado más de siete años. Merced a la ayuda de Rusia e Irán, Al-Assad está a punto de ganarla; el consenso es que procurar prolongarla sería perverso.

Con todo, puede considerarse legítimo el pretexto que aprovecharon Trump, Emmanuel Macron y Theresa May para asestar un golpe simbólico al dictador sirio y su aliado ruso Vladimir Putin; a nadie le convendría que se eliminara el tabú en contra del uso de armas químicas que ha imperado desde la Primera Guerra Mundial. Para alivio de muchos, Putin no reaccionó, como habían amenazado los voceros de Moscú, hundiendo algunos destructores estadounidenses o disparando misiles contra una base militar británica en Chipre. Se entiende; no es del interés de un país pobre como Rusia correr demasiados riesgos.

De todos modos, para que las potencias occidentales desempeñaran un papel menos pasivo en lo que, mal que les pese, ha resultado ser su propio patio trasero y una fuente de una multitud de problemas, les sería necesario hacer mucho más que asestar algunos rapapolvos balísticos a quienes han aprendido a despreciarlas por su falta de espíritu guerrero. En el mundo musulmán que se extiende desde el Océano Atlántico y el Mar de China, son muchos los que, con razón o sin ella, creen estar asistiendo al ocaso definitivo del Occidente que en su opinión es decadente, materialista y estéril.

Puede que exageren, pero no se equivocan por completo cuando comparan el pacifismo de la generación actual de líderes con la belicosidad de sus antepasados recientes. Es que, para muchos norteamericanos influyentes y casi todos los europeos, la implosión de la Unión Soviética mostró que en última instancia, lo que llaman “el poder blando” – la producción de cantidades enormes de bienes de consumo, una cultura popular comercializada muy seductora, etcétera – valía mucho más que el “poder duro” de tiempos menos esclarecidos. No se les ocurrió a quienes festejaban el triunfo asombrosamente pacífico sobre “el imperio del mal” que en otras partes del planeta la soberbia, compartida por progresistas y conservadores, así reflejada se vería resistida por elites comprometidas con valores tradicionales que son radicalmente distintas.

Para los islamistas, los nacionalistas chinos, sus equivalentes rusos y otros, el pacifismo bien intencionado de occidentales tan confiados en la superioridad a su parecer indiscutible de su propia cultura que suponían que se impondría en todas partes sin que tuvieran que hacer nada más que esperar, es un síntoma de debilidad. Con cinismo apenas disimulado, pronto aprendieron a sacar provecho de las divisiones propias de sociedades democráticas al fingir tomar muy pero muy en serio toda la retórica de moda en torno a los derechos humanos, las leyes internacionales y la dignidad de las personas para usarlos en contra de los países más avanzados, de ahí el protagonismo de dictaduras como Arabia Saudita, Sudán y Cuba en las comisiones formadas por Naciones Unidas a fin de defenderlas.

Para indignación de muchos progresistas, Trump no quiere permitir que la ONU siga siendo un foro dominado por quienes se dedican a vapulear a Estados Unidos e Israel, pasando por alto el comportamiento de otros países, en especial los islámicos. Puede que las advertencias en tal sentido formuladas por la embajadora estadounidense Nikki Haley ante la ONU hayan impresionado a algunos delegados, pero en el clima imperante, cualquier iniciativa del gobierno de Trump suele motivar el repudio de miembros destacados de la “comunidad internacional” aun cuando se trata de una que, en otras circunstancias, muchos encontrarían razonable.

Así y todo, parecería que no sólo en Estados Unidos –donde, antes de ordenar Trump el ataque a Siria, sus adversarios demócratas se preparaban para criticarlo con vehemencia por no querer castigar a Al-Assad y, de manera indirecta, a su supuesto amigo Putin–, sino también en Europa, está difundiéndose la conciencia de que los conflictos que están devastando otras partes del mundo plantean una amenaza cada vez más grave a los países democráticos, por bien armados que algunos estén, y que por lo tanto sería inútil limitarse a mantener cruzados los dedos y rezar para que no ocurra nada realmente malo. Así piensa el presidente francés Macron, que está procurando convencer a Trump de que sería de su interés reforzar la presencia de Estados Unidos en el Oriente Medio, y May que, a pesar del Brexit, comprende que el Reino Unido continuará siendo un país europeo.

De confirmarse, el incipiente cambio de actitud de los europeos frente al avispero musulmán, combinado con la voluntad de Trump de no parecer tan débil como Barack Obama, significaría que las potencias occidentales procurarían desplazar a Rusia en la región, además de enfrentarse con los iraníes, pero es poco probable que opten por ir tan lejos. Hoy en día, ni los norteamericanos ni los europeos quieren participar de aventuras costosas de resultados inciertos. A veces, algunos políticos hablan de lo ventajoso que sería consolidar grandes zonas seguras en Libia, Siria y otros países para millones de refugiados, pero vacilan en emprender los operativos militares que serían precisos.

Asimismo, aunque a menudo parecería que la mayoría coincide en que a los países ricos les corresponde “hacer algo” para que mujeres, niños y otros inocentes no caigan víctimas de la brutalidad extrema de las despiadadas facciones armadas que abundan en el Oriente Medio y, no lo olvidemos, en el África subsahariana, el que la intervención humanitaria requeriría una dosis sustancial de violencia por parte de los occidentales es más que suficiente como para intimidar a quienes se aseveran deseosos de ayudar.

Según Macron y May, pudo justificarse el ataque a Siria porque están en juego los intereses nacionales de sus países respectivos; temen que yihadistas locales o importados adquieran armas químicas que no titubearían en emplear contra la población civil. Por lo demás, poco antes de acompañar a Trump y Macron en la brevísima expedición punitiva a Siria, la británica había acusado a Putin de estar detrás del envenenamiento, con una sustancia tóxica desarrollada en un laboratorio militar soviético, de dos rusos, uno de ellos un ex espía que había trabajado para MI6, en la hasta entonces tranquila ciudad inglesa de Salisbury.

No sólo en el Reino Unido sino también en otros países europeos y Estados Unidos, se ha afianzado la convicción de que Rusia está librando una guerra no convencional, una mayormente propagandística, contra las democracias. Todos dan por descontado que Rusia sería vulnerable a sanciones económicas pero Angela Merkel y, a veces, Trump son reacios a colaborar por miedo a las eventuales repercusiones electorales de una nueva guerra comercial.

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