domingo, 15 de abril de 2018

Airados cuando convenía serlo

Por Arturo Pérez-Reverte
«Si oviera escitores que sopieran ensalçar en escritura los fechos de los castellanos, como ovo romanos que supieron sublimar los de su nación romana…».

Hace unas semanas comenté en esta página que estaba leyendo de nuevo Claros varones de Castilla. Desde entonces, varios lectores se han interesado por ese libro. 

Así que hoy, si me lo permiten, voy a hablarles de esa obra extraordinaria escrita en 1486 por Fernando –o Hernando– del Pulgar, cronista oficial de los Reyes Católicos, seis años antes de la toma de Granada y el descubrimiento de América. El libro, dedicado a Isabel de Castilla, es un repaso fascinante, escrito en una prosa tan limpia y clara como su título, a veintiocho personajes ilustres: un rey, diecinueve caballeros y ocho religiosos, que a juicio del autor y según los puntos de vista y valores de la época, que –detalle importantísimo– no eran los actuales, dieron lustre al reino castellano, en torno al que se iba fraguando en ese tiempo la unidad peninsular, primera en afirmarse de las nacionalidades europeas.

«Se dio a algunos deleites que la mocedad suele demandar e la onestedad debe negar. Fizo hábito de ellos, porque ni la edad flaca los sabía refrenar ni la libertad que tenía los sofría castigar», escribe Pulgar sobre el rey Enrique IV, con reminiscencias de Suetonio, San Jerónimo y Valerio Máximo: –«Allí ay mudanças de prosperidad do ay corrubción de costumbres»–. Y en ésa, como en todas las otras sucintas biografías, combina de modo admirable los retratos morales con las descripciones físicas y los hechos notables, trazando así una asombrosa galería de personajes que, esto es lo más importante, permiten acercarse a la sociedad, la religión y la milicia del siglo XV y mirarla con los ojos de la época, liberándonos de los prejuicios que hoy nos ofuscan la ecuanimidad de la mirada.

«Era deseoso, como todos los ombres, de aver bienes, e sópolos adquirir e acrecentar», dice sobre otro ilustre caballero, el conde de Haro, a quien describe en su muerte «Dando dotrina de honrado vevir e enxemplo de bien morir». Por supuesto, con arreglo a su tiempo, en el que ocho siglos de guerra entre moros y cristianos lo marcaban todo, las virtudes militares de los biografiados constituyen principal motivo de elogio; como cuando, refiriéndose al marqués de Santillana, escribe Pulgar: «Las gentes de su capitanía le amavan. E temiendo de le enojar, no salían de su orden en las batallas», para añadir: «Sin matar fijo ni fazer crueldad inhumana, más con la autoridad de su persona y no con el miedo de su cuchillo, gobernó sus gentes, amado de todos e no odioso a ninguno»;rematando con esta maravilla de elogio medieval: «El caballero que por ningún grave infortunio que le venga derrama lágrimas sino a los pies del confesor».

Los retratos y su penetración psicológica son extraordinarios, y leyéndolos se comprende mejor a los hombres que con sus virtudes y defectos, en la rara paz y en la guerra, sentaron las bases de aquella España moderna que alboreaba. «Tenía la agudeza tan viva que a pocas razones conoscía las condiciones e los fines de los ombres. E dando a cada uno esperança de sus deseos, alcançava muchas vezes lo que él deseaba», cuenta Pulgar del maestre de Santiago, cuyo perfil redondea así: «Tovo algunos amigos de los que la próspera fortuna suele traer. Tovo asimismo muchos contrarios de los que la envidia de los bienes suele criar», para concluir con esta otra joya: «No quiero negar que como ombre humano este caballero no toviese vicios como los otros ombres, pero puédese bien creer que, si la flaqueza de su humanidad no los podía resistir, la fuerça de su prudencia los sabía disimular».

Me falta espacio en esta página para todas las citas que recogería sobre los personajes de Pulgar: «Era hombre airado en los logares que convenía serlo»; «Si tovo fortuna para alcançar bienes, tovo asimismo prudencia para los conservar»; «Si los ombres alcanzan alguna felicidad después de muertos, según opinón de algunos, creemos sin dubda que este caballero la ovo»; «No suelen los fijosdalgos de Castilla quedar en la cámara yendo su señor a la guerra», y la que es tal vez mi favorita: «No es de pelear con cabeça española en tiempo de su ira» –ese española está escrito en 1486–. Y así, con todos ellos, en una prosa cuya metálica belleza todavía estremece, Fernando del Pulgar trazó para siempre, con pulso extraordinario, el retrato fascinante de una época y unos hombres de leyenda que «Ganando el amor de los suyos e seyendo terror a los estraños, gobernaron huestes, ordenaron batallas, vencieron a los enemigos, ganaron tierras agenas e defendieron las suyas».

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