martes, 5 de diciembre de 2017

Una memoria política dominada por la pasión

Por Luis Alberto Romero (*)
La razón y la pasión política conviven en la Plaza de Mayo. En la Casa de Gobierno la razón, más práctica que pura, preside las trabajosas negociaciones entre el Gobierno y cada uno de los sectores representativos de la política y los intereses. En la plaza, la pasión convoca regularmente a los intransigentes, los duros, quizá minoritarios a la hora de votar, pero con un peso no despreciable en las coyunturas conflictivas.

Su paso suele quedar registrado en las paredes del Cabildo, obstinadamente blanqueadas después de cada jornada, para posibilitar la expresión del contingente siguiente. En una de sus últimas versiones, presidida por la "A" de "anarquía", se reclama simultáneamente por Maldonado y Nahuel, y por los "44 menos". Para la razón, esta combinación es imposible. Pero en el terreno de la pasión todo está claro. Todas las consignas intransigentes, perturbadoras, agresivas, cobran sentido en relación con el objeto odiado: el gobierno de Macri, una versión apenas modificada de la dictadura que, como el Minotauro, reclama permanentemente nuevas víctimas.

Mientras una parte de la sociedad, cada vez mayor, marcha silenciosamente por el camino de la razón práctica, otra parte, menor pero muy aguerrida, expresa sus pasiones con voz poderosa y disruptiva. Su núcleo de sentido se encuentra en el llamado "pasado reciente", es decir, los sangrientos años 70, y su complejo e inacabado procesamiento en las tres décadas largas de democracia. Allí está el núcleo del problema, el origen de la brecha. ¿Cómo cerrarla?

Algunos impulsan una reconciliación de las partes que culmine con un abrazo simbólico. Algo parecido propuso en Francia el obispo Lamourette, diputado en la Convención revolucionaria de 1792. Apelando a la fraternidad cristiana y revolucionaria, logró que quienes se enfrentaban con rabia y furia un día se abrazaran y se dieran el beso de la paz. Pero poco después siguieron con lo suyo: la guillotina volvió a funcionar a pleno y una de sus víctimas fue precisamente Lamourette.

Las buenas intenciones no alcanzan para solucionar los males de una memoria dominada por la pasión. Es necesario inyectar en ella una buena dosis de racionalidad y tolerancia, algo en lo que los historiadores pueden hacer una contribución. Su trabajo les exige tomar una cierta distancia de su objeto y consolidar una base sólida de hechos indiscutibles. Sobre todo, deben postergar el juicio, concentrarse en entender lo sucedido y, particularmente, en comprender a cada uno de los actores, sus razones y las razones de sus acciones. Todo esto puede ser muy útil para reparar los males de una memoria social traumática.

En los años 70 la violencia, que dejó un tendal de víctimas hoy lloradas, tuvo dos protagonistas principales: las organizaciones guerrilleras y las Fuerzas Armadas. Hubo un tercer protagonista: el resto de los argentinos que asistieron a la carnicería como espectadores, incapaces de frenarla. ¿Por qué cada uno de ellos, antes personas normales, se convirtió en un asesino en potencia o en un espectador complaciente o indiferente?

Los motivos de quienes se sumaron a las organizaciones armadas han sido muy explicados y salen "de memoria". Se comienza por las circunstancias de aquellos años: el clima revolucionario, Vietnam, el Mayo francés, el Concilio Vaticano y su deriva tercermundista, y, sobre todo, la Revolución Cubana y sus secuelas. Ningún joven idealista podía resistirse por entonces a esa apelación a construir un mundo mejor. ¿Cuáles eran los medios? A sus ojos, en toda América latina la vía de la reforma y la democracia habían fracasado, desnudando la "violencia de arriba". La Revolución Cubana les mostró, de manera incontrastable, que cualquier utopía se construía con el fusil en la mano.

Dadas estas premisas, la conclusión era inevitable: la "violencia de abajo" era lícita, indispensable y hasta caritativa. La nueva sociedad surgiría de la violencia asesina. Fui compañero de estudios de algunos que siguieron este camino; no advertí en qué momento lo decidieron y, cuando lo supe, no lo entendí. Pero visto a la distancia: ¿qué otra cosa podría hacer una persona de buena voluntad que maduró en esos años? ¿Qué otra cosa podían pensar quienes los miraban con simpatía, aun cuando deploraran sus excesos?

Mucho menos esfuerzo se ha puesto en entender las circunstancias y razones por las que militares de profesión, educados en la disciplina y la obediencia, se convirtieron en feroces represores clandestinos. Sin embargo, las claves son conocidas. Desde los albores del siglo XX, los cuadros militares se formaron en la idea de que eran los custodios no sólo de las fronteras territoriales, sino, sobre todo, de los supremos intereses de la Nación. Esa concepción mesiánica se consolidó a partir de 1930 cuando -lo ha mostrado Loris Zanatta- la Iglesia Católica instaló en el imaginario militar la idea de una cruzada en la que la espada y la cruz unidas debían apartar del cuerpo nacional a los elementos extraños a nuestra auténtica nacionalidad.

La Guerra Fría y el compromiso del país con el mundo "occidental y cristiano" endurecieron las posiciones, dentro y fuera de las Fuerzas Armadas. Por entonces se formalizó el concepto de "fronteras interiores" y del "subversivo apátrida", protagonista de una guerra irregular, al que sólo podía combatirse con métodos no convencionales. Los militares franceses enseñaron las técnicas de la contrainsurgencia, elaboradas en Indochina y en Argelia, y los norteamericanos les suministraron el entrenamiento adecuado.

Conocí superficialmente a algunos de estos militares en 1965, cuando hice el servicio militar en la Escuela Superior de Guerra. Los profesores a quienes yo servía eran tenientes coroneles, personas normales y agradables. Algunos incluso comentaban críticamente los excesos del anticomunismo y de las doctrinas de la guerra irregular. Diez años después, muchos de ellos, ya generales, integraron el grupo criminal que sentó las bases de lo que sería la represión clandestina. También ellos tuvieron quienes, desde afuera, aprobaron sus logros, sin pensar mucho en los medios.

Más allá de las diferencias, hay algo que hace comparables las trayectorias de unos y otros. Cegados por la pasión, naturalizaron el asesinato, con la convicción de que el crimen servía a una causa superior. Lo peor fue que, a la larga, sembraron esa pasión. Hoy florece en las nuevas generaciones, que miran el mundo con los ojos de los años 70.

Esta suerte de vidas paralelas debería ayudarnos a entender mejor lo sucedido en aquellos años sangrientos y a sacar una conclusión que nos ayude a transitar el futuro. Más allá del juicio que le corresponde a cada uno, se trató de una tragedia colectiva en la que todos, de alguna manera, fuimos los actores y las víctimas, por acción u omisión, tolerancia o indiferencia. Una mayor comprensión histórica nos ayudaría a asumir nuestro pasado y a encarar con más serenidad la construcción del futuro.

(*) Historiador

© La Nación

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