sábado, 16 de diciembre de 2017

Un peronismo líquido embarra la cancha

Por Héctor M. Guyot

El jueves fue un día de furia en la vida política del país. En medio de las imágenes que se sucedieron sin respiro, hay una muy elocuente: la de los que celebran la conquista obtenida. La foto fue publicada ayer por este diario. Tras provocar el levantamiento de la sesión que iba a convertir en ley la reforma previsional, allí están, confundidos en un abrazo, el diputado kirchnerista Agustín Rossi y José Ignacio de Mendiguren, hombre de Sergio Massa. Al costado, Axel Kicillof comparte alegrías con Facundo Moyano. 

Más atrás, rodeados de otros compañeros exultantes, Felipe Solá conversa (serio, en este caso) con el diputado de izquierda Nicolás del Caño. ¿Qué festeja el grupo? Festeja lo que en verdad fue una de las jornadas más tristes y bochornosas que tuvo el Congreso desde el regreso de la democracia. Una minoría que no acepta perder dinamitó, hasta hundirla, una sesión en la que se iba a tratar y votar una ley con aspectos controvertidos, como el cambio de fórmula de actualización de las jubilaciones. Esa minoría desestimó el debate, despreció la palabra, le dio la espalda a las instituciones de la democracia y mediante actos violentos logró lo que se proponía. Eso festeja ese grupo.

Pero la imagen dice algo más. Los sucesos de anteayer confirman que el problema del peronismo es también el dilema de este gobierno y de todo el país. Fragmentado, sin liderazgo, desorientado por las derrotas electorales que lo alejaron del poder y resistiendo desde los bastiones territoriales que conserva, el peronismo vive en estos días su etapa líquida: hoy adopta una forma y mañana, otra. Del mismo modo, los compromisos que una de sus cabezas firma quedan pronto diluidos en razón de que nada en ese cuerpo de mil rostros adopta por el momento una forma estable y más o menos discernible. Los únicos que saben lo que quieren y apuntan decididos hacia allí son los kirchneristas, encolumnados detrás de la fiebre de su jefa. En ese mundo líquido marcado por el desconcierto y la derrota mal digerida, donde están en peligro privilegios decantados durante décadas, la convicción ciega de la ex presidenta puede confundir incluso a las cabezas más racionales, que junto a los oportunistas de siempre se aferran a Cristina para sentirse al menos un poco más sólidos, olvidando que fue ella la que profundizó durante su gobierno las contradicciones de los hijos de Perón, tanto como su descrédito. Así, aferrados a ella, en medio de la confusión, atentan contra la democracia.

Impelido por la sombra de la prisión que se cierne sobre muchos, incluida la jefa, el kirchnerismo intenta por fuera lo que casi logra desde adentro: quebrar el sistema. La reforma previsional es discutible, como todo, pero el jueves ganaron los que juegan a destruir. La imagen de Leopoldo Moreau, Máximo Kirchner, Andrés Larroque y otros increpando al presidente de la Cámara, Emilio Monzó, e incluso arrebatándole la palabra, era el espejo de la violencia que había afuera del Congreso, protagonizada por kirchneristas y las facciones más extremas del sindicalismo y la izquierda. Contaron con la complicidad de diputados como Victoria Donda y Graciela Camaño, que desde sus bancas también hicieron lo suyo para que todo terminara como terminó.

Tanto se ha devaluado la palabra que la noción misma de hipocresía parece en vías de extinción. En la política y los medios hoy se escucha cualquier cosa. Las falsedades más flagrantes pasan si se sueltan con convicción, un brillo extraviado en los ojos y el puño cerrado en alto. La vida adquirió velocidad y hemos perdido la capacidad de unir causas y consecuencias. En el puro presente de la trama mediática en la que vivimos, el grito impostado de hoy borra el hecho o la evidencia de ayer. Muchos de los que ahora se rasgan las vestiduras por los jubilados son en verdad parte del problema: durante su paso por el poder, el kirchnerismo duplicó la cantidad de jubilados al incorporar al sistema a aquellos sin aportes o con aportes parciales, se apropió de la caja de la Anses para hacer política, congeló durante años los haberes y luego no cumplió con las sentencias de los juicios previsionales que esa medida generó.

Eso no exculpa al Gobierno, que tiene algo más que un problema de comunicación. ¿Por qué no habló a las claras del asunto desde un principio? ¿Por qué no propuso de entrada la compensación que equilibraría los tantos en el empalme de un régimen de actualización a otro? Por detrás de las falencias graves de comunicación asoma un déficit de sensibilidad. Eso quedó de manifiesto, otra vez, en la trasnochada idea de sacar la reforma por la vía de un decreto. Sería un nuevo error. Y más pasto para el club del helicóptero.

© La Nación

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