jueves, 28 de diciembre de 2017

PERFILES / OCTAVIO PAZ

La búsqueda de la libertad

Octavio Paz: El diálogo como herramienta civilizatoria pero sin renunciar a la rebeldía.
Por Francisco Martínez Hoyos 

Las ideas pueden cambiar mientras los valores se mantienen. Es lo que sucede con la obra del Nobel mexicano Octavio Paz (1914–1998), articulada alrededor de la idea de libertad, aunque para él no se trataba de algo teórico sino práctico, que existe al ejercitarse con un sí o con un no. Éste es el hilo conductor de una biografía apasionante marcada por la tensión permanente entre la belleza y la realidad mundana, tal como puso de manifiesto Guadalupe Nettel en Octavio Paz. Las palabras en libertad (Taurus, 2014).

Su nacimiento lo predestinó hacia la izquierda. No en vano su padre, Octavio Paz Solórzano, fue escribano, abogado y amigo de Emiliano Zapata, el mítico revolucionario, al que sirvió como agente en Estados Unidos. Más tarde sería diputado por el Partido Nacional Agrarista. Su compromiso político le permitió dar a conocer al futuro poeta a algunos importantes revolucionarios. Uno de ellos, el célebre libertario Antonio Díaz Soto. Comenzó así el interés del pequeño Octavio por el pensamiento anarquista.

Pasión por España

Con poco más de veinte años nuestro hombre simpatiza con la República en la guerra civil española y escribe un poema de evidente compromiso político, No pasarán. Donará su usufructo al Frente Popular Español en México. En esos momentos aspira a unir, como Malraux, la modernidad estética y el compromiso político. Porque no le convencen los que sacrifican la estética a las ideas ni los que se encierran en una torre de marfil, de espaldas a la realidad. La suya es una vía media entre ambos extremos. Como toda vía media, tiene el defecto, o la virtud, de dejar a todo el mundo descontento. En esos momentos la revolución soviética todavía constituye su punto de referencia. Se niega, sin embargo, a dar el paso de afiliarse al Partido Comunista. Tal vez porque intuye el peligro de aceptar la disciplina férrea de una organización.

En 1937 le encontraremos en Valencia, dentro de la delegación mexicana del Congreso de Escritores Antifascistas. No olvidemos que en esos momentos el presidente de su país, Lázaro Cárdenas, era uno de los pocos apoyos exteriores con que contaba el gobierno legítimo de España. En la capital del Turia lee un texto sobre la poesía mexicana contemporánea, en el que afirma que, aunque existe un acento nacional en las letras de su país, eso es lo contrario del nacionalismo. Porque lo mexicano no es una identidad fija sino una realidad cambiante, como corresponde a todo lo que está vivo.

Para Octavio, como para tantos otros mexicanos, la guerra civil española simboliza el combate entre el bien y el mal, entre la libertad y el totalitarismo. Con la Segunda República ha descubierto una España diferente, la que emprende el camino de la modernidad.

El comunismo le parece la única fuerza capaz de cerrar el paso al fascismo. No obstante, observa comportamientos sectarios que le desagradan. En Valencia los escritores de izquierda condenan a André Gide. Aunque es partidario de la República los estalinistas lo tachan de enemigo del pueblo. Ha cometido el pecado imperdonable de criticar a la Unión Soviética. Eso basta, a ojos los guardianes de la ortodoxia, para convertirlo en un reaccionario.

Mexicano cosmopolita

A su regreso a América se alejará del comunismo después de que la URSS firme con la Alemania nazi el pacto de no agresión. Poco después el asesinato de Trotsky a manos de un agente soviético le reafirmará en esta revisión de sus lealtades, no sin pagar un precio personal. Porque esta evolución contribuirá a que se vaya al traste su amistad con Pablo Neruda, un protector que había favorecido su carrera literaria. El gran poeta chileno se mantenía dentro de la fidelidad al camarada Stalin y cultivaba una literatura que, según Paz, estaba “contaminada por la política” (véase Nettel). Más tarde, a finales de los setenta, el mexicano criticará en El ogro filantrópico la frivolidad moral de unos intelectuales progresistas que no eran mejores que los gobernantes de Occidente: siempre dispuestos, con muy contadas excepciones, como las de Albert Camus o George Orwell, a aclamar a los inquisidores con tal de que fueran rojos.

Gracias a una beca Guggenheim puede desplazarse a San Francisco, donde trabaja cerca de dos años. En 1944 ingresa en el cuerpo diplomático, con lo que inicia una trayectoria que se extenderá durante más de dos décadas. Asiste, como corresponsal de la revista Mañana, a la conferencia que dará a luz a las Naciones Unidas. Afirma entonces con optimismo que el nacionalismo agresivo es cosa del pasado, convencido de que se puede firmar ya el acta de defunción del Estado nación. A los pueblos, recién concluida la Segunda Guerra Mundial, no les preocupa tanto la identidad como la buena distribución de la riqueza y una organización internacional idónea.

Instalado en París, disfruta de una etapa de efervescencia cultural. Sartre ejerce una especie de monarquía dentro del mundo de los intelectuales, pero sus teorías no acaban de seducirlo. Rechaza su espíritu intransigente y su desconfianza hacia la poesía por volver equívocos los significados. Frente a esta postura dogmática se decantará por el surrealismo, en el que ve no una teoría sobre la libertad sino el ejercicio de la libertad misma.

Será a principios de los cincuenta cuando conozca a Albert Camus, en un acto en memoria de Antonio Machado. La pasión por España contribuirá a forjar una amistad, en la que el mexicano se beneficia de la “palabra cálida” de un hombre tan atento como el autor de Calígula. Para Paz lo importante del francés no son tanto sus ideas sino su calidad humana.

El hechizo de Oriente

Los sesenta coinciden con su consagración literaria a escala mundial, que se inicia cuando el Festival Knokke–le–Zoute, de Bélgica, le concede el Gran Premio Internacional de Poesía. No es un galardón conocido más allá de unos círculos selectos, pero es justamente ese público el que le importa a Paz. Ahora pertenece a un club que antes había admitido a figuras de la talla del francés Saint–John Perse o del español Jorge Guillén.

A partir de 1962 será el embajador mexicano en India, un país que le parece una gigantesca contradicción, donde conviven la modernidad y la tradición, la pobreza más espantosa y el lujo desaforado, el ascetismo y la sensualidad del kamasutra. Allí pasará una de sus etapas más felices. En lo personal, porque contrae matrimonio con María José Tramini. La relación, para él, viene a ser un segundo nacimiento. Entre tanto, escribe libros mientras se interesa con avidez por todos los detalles de la cultura oriental: literatura, arte, religión… Su condición de mexicano le permite entender mejor un país que también ha vivido de manera conflictiva su búsqueda de la modernidad.

Plasma sus impresiones sobre el país en Ladera este, donde recoge los versos escritos a lo largo de una estancia de seis años. Uno de los poemas, “El balcón”, da cuenta de sus sentimientos ante una gran metrópoli, Delhi, esa ciudad fétida que le inspira imágenes desoladoras: “corral desamparado”, “mausoleo desmoronado”, “cadáver profanado”. La urbe come las sobras de sus dioses, en medio de una desigualdad alucinante, que le hace decir a Paz que los templos “son burdeles de incurables”.

Una figura incómoda

Tras la matanza de estudiantes en Tlatelolco, en 1968, renunciará a su puesto de embajador como protesta contra la represión gubernamental. Este gesto le convertirá en un héroe. En un héroe solitario, porque ningún otro intelectual prestigioso con un puesto oficial tendrá arrestos para hacer lo mismo. Frente al autoritarismo de partido oficial, el PRI, apostará entonces por la democracia. En ella verá la herramienta capaz de permitir al país superar sus “extravíos históricos” tanto en el plano político como en el económico y el cultural. La auténtica democracia no se reduce, desde su óptica, a una simple aplicación de la voluntad mayoritaria. Para que el sistema funcione deben respetarse las leyes constitucionales, así como los derechos del individuo y de las minorías.

Su sentido democrático le llevará a enfrentarse con un sector dominante de la izquierda. En 1984 pide que se celebren elecciones en la Nicaragua sandinista, demasiado para los que aún cultivan el mito de la revolución. Por todas partes se le demoniza, cual lacayo del imperialismo. “Reagan rapaz, tu amigo es Octavio Paz”, gritan sus detractores. Se produce así la paradoja de que un escritor ampliamente respetado sea objeto, dentro de su país, de una animadversión igualmente extendida en razón de sus principios políticos. Porque viene a ser como la china en el zapato que cuestiona los consensos establecidos.

El caso de Paz es análogo al del peruano Mario Vargas Llosa, con el que comparte un camino hacia el liberalismo desde posiciones de izquierda. ¿Un regreso parcial, tal vez, al pensamiento anarquista por el que se interesó en su juventud? A fin de cuentas, liberales y libertarios comparten una crítica radical al Estado a partir de una ideología antiautoritaria, la que impulsa a nuestro hombre a una crítica fuerte de la modernidad. No puede aceptar sin queja una sociedad en la que se estandariza, bajo capa de individualismo, al ser humano. La suposición de que el ocio contribuiría a la emancipación resulta falsa: en la práctica, la gente, más que cultivarse, opta por las distracciones vulgares.

Como Vargas Llosa, encuentra en el nacionalismo una de sus bestias negras, al identificarlo con una ideología fanática y excluyente, condenable por su carácter agresivo, el que lleva a la defensa de una homogeneidad impuesta. La que lleva a imponer una sola religión, una sola lengua. Todo desde una convicción férrea de la propia superioridad, la que muchas veces conduce a la caída en lo estrafalario. ¿No caen los nacionalistas en la negación de las evidencias científicas cuando contradicen sus prejuicios? (Véase Vislumbres de la India, Círculo de Lectores, 1995, pp. 136 y 137).

Lo más probable es que Paz fuera objeto de mil diatribas por algo más pedestre que lo ideológico, la envidia. Envidia a su indiscutible influencia como maître à penser, un magisterio que ha ejercido tanto en sus ensayos sobre mil y un temas, fruto de su insaciable curiosidad, como en su obra periodística. Nadie le discute que, en ambos terrenos, fue una de las figuras más relevantes de la intelectualidad mexicana del siglo XX.

Un puente a la alteridad

A lo largo de su vida su opción fue siempre hacia la libertad, en la que veía una de las puntas de la estrella que alumbraba el firmamento de los seres humanos. Libertad, tanto en la creación como en la vida pública, en oposición a lo que era habitual en la izquierda revolucionaria. Paz no estaba dispuesto a aceptar que el Partido Comunista le impusiera sus criterios estéticos, aunque esta opción pudiera causarle problemas, sobre todo por el poder del que gozaban en el mundillo intelectual los comisarios políticos.

Esta actitud ajena a las ortodoxias le condujo a involucrarse de lleno en las polémicas de su tiempo, tratando de tender puentes entre su país y el mundo exterior, fuera la Francia de los surrealistas o el Japón de los haikus. Como dice bellamente Guadalupe Nettel, su poesía “constituye un delta en el que confluyen muchas de las culturas y de las tradiciones poéticas del mundo entero”. Precisamente por esta amplitud de miras algunos le tacharían de antipatriota. Para los fanáticos del nacionalismo, admirar lo foráneo implicaba, además de una traición, un complejo de inferioridad.

Precisamente la identidad de México fue el tema de uno de sus grandes ensayos, El laberinto de la soledad, publicado por primera vez en 1950, mezcla audaz de disciplinas como la historia, la filosofía o la antropología. Para Paz, a lo largo de su carrera, su país fue una “idea fija”. No creía en la existencia de cualquier supuesta psicología “nacional”, pero no por eso dejaba de interrogarse sobre el pasado, el presente y el futuro de su pueblo. El hombre mexicano, a su juicio, buscaba sus orígenes, pero corría un peligro: si se encerraba en sí mismo otorgaría una dimensión desmesurada a todo lo que le diferenciaba de otros seres humanos (El laberinto de la soledad, Cátedra, 2015, p. 162).

Tenemos a un gran poeta que quiso escribir versos con la garra de un artículo periodístico y artículos periodísticos con la belleza de un poema. Su compromiso con la actualidad le llevó a fundar y dirigir dos revistas imprescindibles, Plural y Vuelta, enfrentadas a las publicaciones del progresismo oficial. En las pequeñas guerras de los grandes “popes” de la república de las letras no primaba la búsqueda de la verdad sino el divismo.

Paz, por su parte, no intenta ocupar el centro del poder político e intelectual sino mantenerse en los márgenes de la política, como una conciencia crítica de la sociedad. Para realizar esta tarea considera que la independencia era la condición sine qua non. Aunque, como todo el mundo, en la práctica no se vio libre de contradicciones. Tal vez por un exceso de ingenuidad estuvo muy próximo al gobierno de Carlos Salinas de Gortari, en el que vio al Gorbachov que iba a reformar las estructuras corruptas del sistema priista.

Estaba seguro de que un artista podía aportar una palabra más libre que la de los expertos en ciencias sociales, muchas veces mediatizados por el dogmatismo de sus respectivas camarillas. Sabía que el “odio teológico” no pertenecía en exclusiva a los católicos sino que se extendía a las versiones laicas del pensamiento único. De ahí que se impusiera como misión promover el diálogo en tanto que herramienta civilizatoria, aunque no por eso renunciaba a la rebeldía, algo que para él, como para Camus, nada tenía que ver con ideologías revolucionarias que acaban por imponer el asentimiento.

© Revista Replicante

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