domingo, 10 de diciembre de 2017

Crimen moral y traición a la democracia

Por Jorge Fernández Díaz
Asistimos a un nuevo episodio en la larga serie de desavenencias conyugales entre el peronismo y el Código Penal. El manual de toda la vida indica, en esta clase de apuros, que garpa más ser el payador perseguido que el reo en regla. Y la experiencia enseña que en una sociedad con síndrome de Estocolmo, donde cada paisano se considera una víctima, siempre hay gente predispuesta a identificarse con el caído y a comerse el amague; a clamar lastimeramente contra la impunidad y a derramar a los cuatro vientos que en la Argentina es imposible avanzar sobre los culpables, y cuando por fin alumbra un fallo, a reaccionar con temor, desconfianza y gataflorismo intelectual. 

Hacemos campaña por la nieve y después nos quejamos del frío. Nos pasa a casi todos, y me pongo a la cabeza de esa lista: sólo quiero un juicio justo, y la cadena de preventivas, los precedentes que siembran y la cantidad de ex funcionarios presos sin sentencia firme me caen muy mal al hígado, independientemente de las antipatías que los ilustres convictos me provocan. Eso no me habilita para devaluar la investigación del juez, ni para involucrar al Gobierno en las imperfecciones del proceso.

Vamos por el principio, y que el árbol no tape el bosque. El titular de la DAIA definió la magnitud histórica de esta resolución: "Se ha demostrado que lo que decía Nisman era verdad". Los arrestos son, por supuesto, harina de otro costal, aunque hay en esto dos bibliotecas jurídicas en pugna. ¿Puede el instructor de un expediente reservarse para sí la prerrogativa de analizar el concepto general de un individuo y evaluar si este debe esperar su juzgamiento en una celda? Elemental: la respuesta surge afirmativa, cualquiera sea el teórico que opine. ¿Existen antecedentes como para pensar que este grupo de personajes obstruyó la Justicia precisamente en este trámite tan grave, y que sus miembros mantienen además logias en los juzgados, aliados en el Parlamento, contactos en los servicios de inteligencia y potencias extranjeras interesadas en ayudarlos? Aquí la respuesta flaquea, aunque prevalece la dudosa idea de que las bestias encubridoras de paladar negro ya han perdido las uñas. Puede ser, no estoy seguro, pero Dios quiera. Y en todo caso, ¿cuál sería la actitud que debería adoptar Mauricio Macri en el terreno? ¿Llamar por teléfono a Comodoro Py y torcer sus criterios, citarlo al presidente de la Corte Suprema y exigirle que cancele la "doctrina Irurzun", o directamente advertirles a los magistrados a través de la prensa los sesgos y jurisprudencias que deberían adoptar? Si diera cualquiera de esos pasos, le caeríamos encima con nuestros puñales de pureza por violar la independencia de poderes. Mientras no lo haga, se lo acusará de cómplice. Así es el juego. Por eso tal vez del laberinto se pueda salir únicamente por arriba, consensuando en extraordinarias una modificación al Código Procesal.

Otro problema político que se discute, aquí y ahora, es si corresponde que aquellas decisiones gubernamentales adoptadas por Cristina Kirchner sean judicializadas. Ella, por supuesto, afirma que no: el memorándum no se llegó a materializar y "fue un acto de política exterior aprobado por el Congreso argentino". También en este punto anidan controversias leguleyas (a pesar de algunos delitos obvios), pero en todo caso una vez más nos distraen de lo más relevante: la gran tragedia radica precisamente en que las tentativas y los tristes sucesos se consumaron cuando una presidenta tuvo en un puño a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Esa abominable anomalía, que propició desvaríos autoritarios y un imperdonable seguidismo justicialista, es la que precisamente permitió el giro copernicano en las posiciones internacionales, un escandaloso intento de exculpación para imputados de terrorismo, la convalidación legislativa automática de todo este dislate, la protección judicial de los autores ideológicos de la movida, el acoso y tal vez el asesinato del fiscal que los denunciaba, la posterior operación de descrédito del muerto que se llevó a cabo de manera sistemática desde aquella ominosa Jefatura de Gabinete y el encubrimiento de los hechos que tuvo socios y amigos fundamentales en los rincones más poderosos de la burocracia, el poroso fuero federal y el inframundo del espionaje. Este virtual crimen de fondo y de Estado, quizás incluso más moral que jurídico, se perpetró con el concurso de todas las instituciones de una república hundida. Porque esas instituciones se habían transformado en meros instrumentos domésticos de una emperatriz. Quizás la figura de "traición a la patria" resulte en efecto insostenible desde un punto de vista penal, pero no lo es desde una idea más amplia, ética y filosófica. Porque ciertamente el kirchnerismo traicionó a la democracia. Y todo este repugnante festival nos refresca la patología que nos gobernó durante años, el espeluznante consenso social que tuvo y la complacencia progre que justificó toda aquella traición.

Ahora bien, ¿resulta posible juzgar con las leyes y las razones republicanas actos de un Estado populista encubridor y autolegitimado? Y este enigma nos lleva a otro argumento que sobrevuela el país: ¿alguien puede creer con seriedad que "el populismo ya pasó"? La verdad es que la ciudadanía y sus representantes operan sobre un populismo que sólo en su variante más extrema fue parcialmente derrotado en las urnas, pero que permanece como un pulpo de múltiples tentáculos y como un magma de cultura, estructura, costumbre, servidumbre, privilegios, mafias y secuelas múltiples. Para citar sólo un caso: la hipoteca económica heredada es el explosivo que todavía Cambiemos no puede o no sabe desactivar, y que sigue pendiendo con su espada de Damocles sobre nuestras cabezas asustadas, donde después de décadas de accidentes macroeconómicos y desilusiones, cualquier petardo de fin de año nos parece el principio de la guerra del Golfo. El pasado no pasó; está presente y palpitante, y el mundo se da cuenta. Por más entusiasmo que exista en algunas naciones desarrolladas -aquellas que a cambio de inversiones perennes nos reclaman seguridad jurídica y voluntad de normalización- nadie puede allí creer que los argentinos hayamos sepultado por fin nuestra vocación suicida. De lejos, los últimos acontecimientos pueden hacer pensar que no escarmentamos: submarinos que desaparecen y rumores de viejas corrupciones (imagen rediviva de nuestra impericia y decadencia), mapuches baleados por la espalda (para fortalecer a Prefectura y responder a la demanda de orden no hace falta cerrar filas apresuradamente con ningún uniformado que haya protagonizado una turbia reyerta) y una sucesión de "opositores" detenidos a velocidad del relámpago (por más que se trate de los sospechosos de siempre). El peronismo, a su vez, le va mostrando al mundo sus miserias y venalidades, y confirmando en los tribunales el prejuicio universal: no es la primera vez que cobija entre sus filas a notorios antisemitas ni a aliados de fundamentalistas islámicos; la comunidad judía mundial tiene memoria. Nisman fue ejecutado, según indican las pericias, en la estela de toda esta basura impune. Y Pepe Elisaschev fue basureado día y noche desde la administración pública por atreverse revelar la infamia que se estaba cocinando. Tanto si se relativizan alegremente los fallos, como si estos malogran la búsqueda de la verdad última y la sanción efectiva de los responsables, habremos perdido. Una vez más.

© La Nación

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