domingo, 14 de mayo de 2017

Cuidado con las majestades del oportunismo

Por Jorge Fernández Díaz
Persiste el escritor español Javier Cercas en aludirnos sin querer; describe puntillosamente en su última novela la fuerza política que destronaría al republicanismo: "Un partido que, con vocación antisistema, su prestigio jovial de novedad absoluta, su rechazo a la distinción tradicional entre derecha e izquierda, su propuesta de una síntesis superadora de ambas, su perfecto caos ideológico, su apuesta simultánea e imposible por el nacionalismo patriótico y la revolución igualitaria y su demagogia cautivadora, parecía fabricado a medida para abducir a un estudiante". 

¿A quién se refiere Cercas? ¿A los indignados que vienen a instalar "la razón populista" en toda Europa, que leyeron a Laclau, idolatran a Chávez y reivindican a los Kirchner? No, a la Falange Española de 1933.

Leyendo El monarca de las sombras, que acaba de presentarse en la Feria del Libro, uno puede evocar también las palabras paradigmáticas que todavía recuerdan en la Madre Patria el sabor del falangismo: caudillo, movimiento, popular, nacionales e incluso liberación nacional. El nacionalismo social donde germinó Mussolini, el "nacionalsocialismo" de Hitler y la jovial Falange de Franco fueron la salida que encontraron aquellas sociedades para romper con la gris e insatisfactoria democracia republicana. Perón aprendió mucho en la Italia del Duce y eligió la España franquista para su largo exilio mientras coqueteaba al mismo tiempo con el guevarismo y con un centrismo desarrollista. El General y muchos de sus acólitos tuvieron, sin embargo, la buena estrella de no tentarse nunca con un totalitarismo militar y hasta de propender, en eras más modernas aunque sin abrazar nunca el régimen republicano, hacia parodias de ideologías mucho más dignas como el socialcristianismo y la socialdemocracia, antes de entregarse de pies y manos al neoliberalismo más salvaje y en seguida a un populismo de cáscara izquierdosa. Pero si uno se detiene en la antigua crisis europea, la que derivó en las terribles conflagraciones mundiales y en la guerra civil, se advierte que allí quedó certificado el célebre apotegma de Jauretche: muchos se subieron al caballo por la izquierda y se bajaron por la derecha.

Estas tristes peripecias volvieron esta semana a tener plena vigencia: entre Macron y Le Pen, los chavistas franceses no supieron a quién votar. Y esa duda, que equipara al liberalismo político con el neofascismo, es un síntoma siniestro de los nuevos tiempos. Casi en paralelo, la Pasionaria del Calafate se paseó por las ruinas griegas haciendo gala de su progresismo triunfal. Nadie le explicó a los seguidores de Tsipras lo que el kirchnerismo hizo con los pobres: los sometió a un clientelismo feroz, demolió su cultura del trabajo, intentó inocularles el orgullo de la postración, trabajó para su consumo cortoplacista y para que olvidaran toda esperanza de ahorro virtuoso, abandonó su infraestructura básica (cloacas y transporte), deterioró la escuela pública (y los obligó a migrar a sus hijos hacia la privada), replegó al Estado de su función de seguridad y los entregó al narcotráfico. No se me ocurre política más reaccionaria.

Cada que vez que recorro el conurbano devastado pienso en el abuelo materno de Cristina, que era inicialmente lo que la arquitecta egipcia nunca dejó de ser: un conservador popular bonaerense. Los resultados de toda esa ideología de la resignación son estremecedores; los fingimientos posteriores son parte de la dramaturgia y del marketing de la mentira: si se pudiera regalar la luz, el gas, el agua, el tren y el colectivo de manera permanente, y si además el Estado pudiera dar trabajo masivo y perenne para evitar el desempleo, nos encontraríamos ante un milagro del bienestar. Pero como nada de todo eso era sustentable, resulta que ahora nos hallamos ante una obra maestra del timo y del terror. A su pesar, siguen los kirchneristas proclamando que el republicanismo es la "derecha" y que ellos son "la nueva izquierda". Y que Macri es un presidente ilegítimo, reencarnación única de Videla. El zafarrancho del "dos por uno" les dio, durante 48 horas, una mano en ese prejuicio obsesivo. El Gobierno pareció, en esos primeros momentos, el hombre que despierta con un cuchillo en la mano, manchado de sangre y con un cadáver en su alfombra: el sospechoso perfecto. Fue esa administración la que había propuesto a dos de los tres miembros de la Corte que abrieron la jaula de las fieras, y tiene entre sus filas a ciertos negacionistas de analfabetismo histórico evidente; también fue Macri quien denunció el curro de algunos organismos de derechos humanos. Ya está, marche preso. Frente a esa construcción (el despecho crea ficciones monstruosas), el Presidente tardó mucho en dar su palabra. Merkel la hubiera dado en el instante, si acaso algún beneficio a la causa nazi hubiera ensombrecido a la opinión pública alemana.

Resulta ya obvio que el gabinete nacional fue inocente de aquel fallo, pero también que carece de sensibilidad para estos temas delicados. Ha decidido, a su vez, que vivirá de sorpresa en sorpresa frente a las ocurrencias de los jueces y cortesanos: una cosa es la independencia de poderes; otra muy distinta es la indiferencia judicial. Algo falla, y es por eso que se le arman remolinos y paga costos innecesarios. Seguramente, debe andar Durán Barba susurrándoles al oído que estos problemas sólo importan a una parte ínfima del "círculo rojo" y que no mueven el amperímetro. Pero cuidado con los remolinos, a veces crecen y se tragan barcos.

El remolino más grande hace recordar a aquel embudo de 400 kilómetros de diámetro que azotó las costas de Guyana y Surinam. Ese pavoroso fenómeno marítimo es la metáfora perfecta del déficit fiscal, juguete rabioso que empuja la inflación y retarda el despegue. Se está formando un incierto consenso según el cual después de octubre se hará ineludible la generación de un amplio acuerdo para emprender la madre de todas las batallas. Si este punto no se aborda con seriedad y si los argentinos no somos competitivos para interrelacionarnos con el nuevo mundo, sólo nos queda esperar un accidente macroeconómico o hundirnos en la lúgubre decadencia. Dependerá, por supuesto, del resultado electoral, pero también del peronismo. Que por ahora compone dos actitudes: el modo sabotaje y la mediocridad ubicua. En el primer rubro se anotan los cristinistas que sueñan con el helicóptero; basta repasar el reciente episodio en La Matanza, cuando los militantes de Magario se disfrazaron de vecinos para insultar a Macri y la intendenta no logró mantener en buenos términos un mero acto protocolar que la beneficiaba. Estos episodios ocurren todos los días, y en ellos está cifrado el drama: dialogar con quien sólo quiere sabotearte parece hoy utópico, aunque la economía de este país dependa de esa negociación crucial. El otro plano peronista lo ocupan ex kirchneristas de diverso espesor, pero tal vez el prototipo sea Martín Insaurralde; concentra en un solo dirigente toda la tragedia peronista: fue candidato de Cristina, la traicionó, coqueteó con Vidal, se ilusionó con Massa, apuró a Randazzo y ahora regresa a la idólatra de Pericles. Insaurralde, como la mayoría del peronismo, no sabe dónde estuvieron los errores y dónde los aciertos, de dónde viene y hacia dónde va, y su frivolidad vacua hubiera abochornado a Perón. ¿Cómo hacerles entender a las majestades del oportunismo que hay responsabilidades políticas en el horizonte y que el destino de la Argentina está en juego?

© La Nación

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