miércoles, 5 de abril de 2017

Derechos, beneficios y otros versos que creemos saber

Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)

Ahora que se estila tirarnos por la cabeza con cuánto sabemos de educación, estaría bueno que pusiéramos determinados parámetros a la hora de opinar. Primero, no está mal que cualquiera opine, de hecho es nuestro eslogan patriótico y un juramento que hacemos junto con el de la bandera: Juráis a la Patria, seguir constantemente su bandera y defenderla hasta perder la vida y, ya que estamos, decir lo que antoje en gana, sin importar si tenéis alguna remota idea de la materia sobre la que estáis opinando.

Sin embargo, ninguno de nosotros puede zafar de la interpretación de lo que tengamos para decir. Y eso es algo que en un país en el que 5 de cada 10 personas no tienen comprensión de texto, es algo a tener en cuenta. Por ejemplo: si tenés el poder de expresión escrita de un abogado de Mangeri o de uno de Cristina, sería aconsejable no opinar sobre el nivel educativo del argentino promedio. Sobre todo porque notamos que la educación ya era una mierda hace décadas y en todos los niveles.

Luego de años en los que las estadísticas eran estigmas que hacían sangrar las palmas de los pobres de la Patria a quienes se invisibilizó de manera supina, blanqueamos el número. Pero el gobierno que partió afirmó que la pobreza era de la gestión actual. Al no haber registros históricos, la refutación queda dentro de una pelea imposible de dar: números vs. capricho.

La evaluación general de la educación, en cambio, es más difícil de someter a la posverdad, ese invento que nos impusieron como palabra pomposa para resumir lo que en el barrio llamamos “hablemos sin saber, pero con énfasis”. Convengamos que algo veíamos venir cuando al momento del examen pulularon en las redes sociales las fotos de las pruebas con leyendas del tipo “Macri gato”, “evaluame esta” y “vamos a volver”, en un claro ejercicio de no comprender que no pueden volver a donde nunca estuvieron por el sencillo hecho de ser menores de edad.

Pero al igual que no es lo mismo saber que en algún momento moriremos que tener la certeza del día y la hora en que pasaremos a tocar el arpa, no es igual dar por sentado que la educación argentina es un desastre que ver el diagnóstico.

El drama de una educación deficiente es que la padecemos todos. Por cuestión de derechos, todos votamos. Ahora, de ahí a saber qué votamos y por qué, hay un largo trecho. Parte de la educación cívica consiste en enseñar a los alumnos a ejercer sus derechos y, en el camino, a quién reclamar su cumplimiento. Un presidente tiene obligaciones distintas a las de un gobernador y a las de un intendente. Lo mismo sucede entre un diputado nacional, uno provincial, un senador, un concejal y un largo listado de funciones que pocos saben qué se le puede exigir. Cuando un habitante de Isidro Casanova aplaude al presidente de la Nación por la inauguración del asfaltado de una avenida, demuestra que no tiene idea de que lo están estafando en la cara y que sus impuestos nadie sabe a dónde fueron a parar, como así tampoco sabe qué hizo con el dinero recaudado el señor intendente.

El sistema es perverso. Cuanto más falla la educación, más inútil resulta la democracia. Al igual que el planteo del árbol que cae en una isla desierta, si nadie ejerce la democracia, la misma no existe. En la larga debacle fuimos testigos de cómo una generación mal educada educa peor a sus vástagos. Hoy atravesamos el punto de la educación mantra, mediante la cual se repiten conceptos poéticos como “al protestar estamos enseñando a defender derechos”, algo que implicaría un aplazo en cualquier examen de educación cívica, instrucción ciudadana, ERSA o cómo sea que se llame hoy en día esa materia en la que te enseñan las bondades del sistema tripartito del Poder, para qué sirve cada uno, la diferencia entre legal y legítimo, cómo se puede reclamar la satisfacción de derechos sin estropear los derechos de los demás, y el sistema de derechos del hombre, entre los que figuran en igualdad de condiciones el derecho al salario digno y el derecho a la educación.

Así, en el extremo final de una serie de eventos desafortunados, se construye un ascensor hacia el infierno cívico: mientras te dicen que vienen por tus derechos, te quitaron la educación con la que podías diferenciar qué es un derecho y qué un beneficio.

Y es que ese es un punto jodido: confundir una conquista con un otorgamiento y los beneficios con derechos. Cuando Eva Duarte de Perón afirmó que “donde existe una necesidad nace un derecho” convertimos la máxima de una mujer preparada para la actuación en una frase de cabecera digna de Wiinston Churchill. Estimados: no siempre que hay una necesidad nace un derecho. Puedo tener la necesidad de armar una orgía con quince señoritas, que no se convierte en derecho. Si fuera un cocainómano, nadie pone en duda que el Estado no tiene por qué brindarme acceso a la merluza. Todavía.

Voy al supermercado de la esquina, me acerco a la caja con un paquete de galletitas y un jugo. Me olvidé la billetera, pero me dejan llevarme los productos de todas maneras, con tal que lo pague en la próxima visita. Voy nuevamente, paso con galletitas y un jugo y exijo que me dejen salir sin pagar. El primer caso es un beneficio. El segundo, la imposición de un supuesto derecho adquirido.

Nuestra hermosa Constitución contempla derechos que en buena parte son de una aplicación absolutamente subjetiva: ¿Quién define cuáles son los parámetros de “una vivienda digna”? ¿Y la “protección integral de la familia” que tanto han utilizado para frenar cualquier medida abortista o de igualdad civil de las distintas opciones sexuales? Al presentar favores como derechos hacen del Estado un ente superior. Ya no es Dios el que nos cuida, sólo que al Olimpo de la Casa Rosada sí nos atrevemos a reclamarle.

El caso de la vivienda digna es uno de los puntos que permite explicar el embrollo de la manera más sencilla. El concepto contemplado en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre protege contra los desalojos, los desahucios y las arbitrariedades. O sea: tres casos en los que se puede recurrir al Estado para que los solucione en caso de no ser respetados. En cuanto al acceso a la vivienda, sólo se hace referencia a la igualdad de condiciones. Si partimos de la base de que la vivienda es una propiedad, no hay forma de concebir que es gratuita: alguien pagó por ella. No hay legislación en el mundo que contemple la entrega de viviendas a título gratuito como una obligación del Estado. En caso de que así sucediera, es un beneficio. El derecho es a que no te la quiten, que te garanticen la igualdad de acceso, no a que te la regalen, del mismo modo que el derecho a la vida es a que no te maten, no a que te concedan la vida, y el derecho a la libertad es a que no te priven de ella, nunca a que te obliguen a ser libre. El asistencialismo sin contrapartida va en contra del concepto de “dignidad” que se pretende reclamar en el caso de la vivienda. Siempre es preferible que el subsidio derive en una obligación, aunque el beneficiario (ups, beneficio) se convierta en deudor: nadie dimensionará nunca el valor de integrar una sociedad si no entiende la relación deuda-igualdad de beneficio para un nuevo necesitado.

Los ejemplos se extienden hasta el infinito: la libertad de movimiento es un derecho, el transporte público es un servicio, la información es un derecho, los medios de comunicación estatales un servicio, el acceso a la luz, el gas y el agua es un derecho, los servicios públicos son… bueno, eso: servicios. Un servicio gratuito es un beneficio, un favor. Y ningún favor es obligatorio.

Enciclopedia de párrafos aparte merece la mezcla que se ha hecho con eso de los derechos obligatorios, como el ejercicio del derecho a votar bajo pena de multa, o la obligación impuesta por el Estado para que una persona ejerza su derecho a la identidad aunque no quiera.

De todos los libros leídos y debates vividos sobre cuestiones doctrinarias, siempre me llamó la atención la despersonalización con la que se habla del “legislador”, como si fueran seres superiores y lo más lúcido de nuestro ámbito académico. Entiendo que sea preferible no prestar atención a quienes fueron esos legisladores de la reforma constituyente de 1994 porque repasar algunos nombres nos sacarían el curro de analizar cualquier cosa: Eduardo Barcesat, Antonio Bussi, Cristina y Néstor Kirchner, Aníbal Ibarra, Palito Ortega, Evangelina Salazar, Pino Solanas, Aldo Rico y Eugenio Zaffaroni. En aquella ocasión, mientras lo único que importaba era conseguir una reelección y después vemos qué hacemos, se impuso la necesidad de contemplar los derechos sociales. El tema es que fueron planteados de tal manera que en vez de proteger las libertades personales y políticas, nos entregaron una lista de buenos deseos navideños de personas que parecieran no conocer que los regalos de los Reyes Magos los pagan los padres.

Un buen punto de partida sería cambiar nuestras motivaciones. Ya probamos por décadas esto de poner guita para ayudar, cuando el altruismo no está en los genes del ser humano y hasta el cristianismo lo tiene asumido: ayudamos para no quedarnos afuera del reino de los cielos. A esta altura, el único mecanismo que podría justificar que sigamos pagando por lo que no es nuestro es el egoísmo: igualar al otro para que no me cague la vida a mediano plazo, y para que mis hijos paguen menos a largo plazo. No será un pensamiento muy papafrancisco que digamos, pero estaría siendo hora de poner un poco de coherencia, algo que no les es dado a los que prometen el paraíso para los pobres y al mismo tiempo los quieren dejar afuera al exigir que los saquemos de la pobreza.

El problema histórico de los gobiernos de toda la Patria Enorme es que han preferido encargarse de la generalidad que de los individuos que conforman una sociedad. Es lo popular por sobre lo singular, el refugio de la identificación en la masa por encima del riesgo del pensamiento propio. Es la homogeneización que empareja para abajo para no dejar a nadie afuera, por sobre la aceptación de las individualidades que enriquecen a los distintos con sus diferencias.

En toda esta confusión generalizada, no quiero dejar afuera lo que nos toca a los que laburamos en los medios. Dos cositas: pauta y libertad de expresión. La pauta gubernamental no es un derecho, es un beneficio. Y si bien la exigencia de un beneficio no corresponde, tampoco corresponde llamarle pauta gubernamental: si la empresa se va a la quiebra si no recibe pauta, no es pauta, es un subsidio. Y a partir de ahí, no hay objetividad para hablar de políticas de subsidios, como quedó demostrado en los últimos años.

En cuanto a la libertad de expresión, el caso más palpable es el de lo que quedó de Revista Barcelona y el juicio que les inició –y ganó– Cecilia Pando. No existe ningún atentado contra la libertad de expresión si no hubo censura. Lo siento por los colegas, pero dos más dos son cuatro. Es poco serio acusar un atentado a la libertad de expresión en la misma semana en la que pedimos a los gritos que algún fiscal tomara cartas en el asunto por la declaración de Omar Viviani. Si entendiéramos que la libertad es tan libre que uno es responsable de sus propias consecuencias, el mundo sería un lugar muy distinto en el que se reemplazaría a las víctimas aniñadas por adultos responsables de sus actos. Sos libre de hacer lo que quieras y sos libre de privarte de hacer lo que me daña. Cualquiera de las opciones tiene sus consecuencias, algo de lo que sólo quedan exceptuados los niños de verdad, no los que creen que el Estado es un padre condescendiente.

Ejercer la libertad sin bancarse las consecuencias no es un derecho: es un privilegio.

Y de privilegios estamos hasta las tetas.

Mercoledí. Quiero ver de qué nos disfrazamos el día que quienes sólo cumplen obligaciones en silencio se animen a reclamar sus derechos del mismo modo que lo hacen los que sólo exigen beneficios sin cumplir obligaciones.

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