domingo, 26 de marzo de 2017

Los tiburones huelen sangre

Por James Neilson

La estrategia de la oposición variopinta a la gestión de aquel intruso maligno Mauricio Macri es rudimentaria: su plan maestro consiste en convencer a la gente de que el Presidente no es un macho alfa sino un tipo débil, de origen exótico, que no está en condiciones de gobernar a un país tan díscolo y tan complicado como la Argentina.

Los relativamente moderados creen que, si hacen de la Capital Federal un protestódromo caótico para piqueteros mendicantes, sindicalistas, kirchneristas, izquierdistas y otros que tratan de llamar la atención a sus quejas particulares, en octubre el electorado decidirá que en última instancia sería mejor resignarse a dejar el poder en manos de un populista presuntamente capaz de garantizar un mínimo de orden. En cuanto a los más fogosos, fantasean con provocar un quilombo tan tremendo que Macri ponga los pies en polvorosa. Por suerte, sólo se trata de una minoría.

De todos modos, a juzgar por ciertas encuestas, la obra de demolición que han emprendido las huestes de Cristina, el llamativamente impaciente Sergio Massa y sus muchos aliados coyunturales está surtiendo efecto. Los ayuda el que, para Macri y sus colaboradores, estar dispuestos a dialogar y hacer concesiones no sea un síntoma de debilidad sino evidencia incontrastable de su vocación democrática. Desgraciadamente para el oficialismo, en una sociedad de tradiciones autoritarias que está poco acostumbrada a ver el poder compartido, tanta flexibilidad se presta a malentendidos.

Si sólo fuera cuestión de comparar propuestas, el oficialismo llevaría las de ganar. Con la eventual excepción de los kirchneristas que, por razones comprensibles, sienten nostalgia por el voluntarismo cleptocrático que les hizo mundialmente famosos y no quieren que su jefa termine entre rejas, además de los partidarios agresivamente ortodoxos de una política económica de choque de la clase que, siempre y cuando no se repita lo de 2002, sólo podría intentar una tiranía, ningún opositor ofrece una alternativa genuina al gradualismo tímidamente liberal del macrismo.

Sin embargo, tanto aquí como en muchos otros países, la ideología atribuida a un gobernante importa menos que su imagen. En una época tan desconcertante como la actual que ha visto morir docenas de viejas certidumbres, lo que pide la mayoría es que el jefe de Estado entienda muy bien lo que hay que hacer y que posea la fortaleza mental necesaria para mantener todo bajo control. ¿La tiene Macri? Muchos están comenzando a dudarlo, de ahí la sensación creciente entre las facciones opositoras más belicosas de que, si se esfuerzan un poquito más, su gestión podría truncarse antes de la hora fijada por el calendario constitucional. Juran que nada les gustaría más que permitir que el país rompa con la tradición nefasta según la cual sólo a los presidentes peronistas les es dado completar su mandato, pero opinan que la gestión del gobierno de Cambiemos ha sido tan atroz que no tienen más opción que la de atacarlo para que aprenda lo que es la sensibilidad social.

Los adversarios más resueltos de Macri están procurando hacer pensar que, si no fuera por su apego, propio de un niño rico, a ideas reaccionarias, habría más, mucho más, dinero para los trabajadores de todos los sectores, incluyendo a los estatales, para que todos vivieran bien. Es una ilusión, claro está, pero puesto que los dirigentes de la oposición populista están mucho más interesados en serrucharle el piso al Gobierno que en procurar encontrar el modo de solucionar o, cuando menos, atenuar los problemas planteados por la miseria galopante que les encanta denunciar, tales detalles no les preocupan. Lo que quieren es poder. Si lo consiguieran, culparían a otros –los macristas, los economistas liberales, Donald Trump, lo que fuera–, por las calamidades que a buen seguro desatarían, ya que, por desgracia, el estado nada satisfactorio de la economía nacional se debe a algo más que los errores que habrán cometido el Presidente y sus coequipers.

Frente a la ebullición de la calle, los macristas se hallan en desventaja. No quieren aplicar la ley tal y como harían sus homólogos de otros países democráticos por temor a que se produjeran episodios como aquellos que culminaron con la renuncia de Eduardo Duhalde. Por lo tanto, se creen obligados a rezar para que una combinación de concesiones –es decir, de dinero– y persuasión, además del cansancio de los militantes, sirvan para restaurar cierta calma.

Apuestan a que una proporción significante de la población entienda que sería peor que inútil continuar confiando en esquemas cuyo fracaso difícilmente podría haber sido más evidente, ya que fue merced a ellos que la Argentina se depauperó, y que, dadas las circunstancias desafortunadas, el rumbo previsto por el Gobierno es en términos generales el único viable. Por un rato, pareció que los macristas lograrían su propósito, pero últimamente las dudas se han hecho sentir. Sucede que, a pesar de todo lo ocurrido a partir de la Segunda Guerra Mundial, son muchos los que preferirían aferrarse a lo de siempre a soportar las reformas nada fáciles a las que el país tendría que someterse para hacerse más competitivo. Como Macri y compañía ya se habrán dado cuenta, la sociedad argentina es muy pero muy conservadora.

Liderados en esta ocasión por la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal, algunos macristas han llegado a la conclusión de que la mejor defensa es un buen ataque. Consciente de que no hay forma de resolver la crisis educativa limitándose a aumentar los salarios de los maestros, la estrella de la política nacional insiste en que lo que se necesita en el ámbito educativo es un cambio estructural, uno parecido al concretado con éxito fulminante por los finlandeses, que incluiría la profesionalización de la docencia.

Huelga decir que los sindicatos del sector no quieren saber nada de una propuesta tan inenarrablemente elitista como la sugerida por Vidal. Lo suyo es respaldar con paros cada vez más prolongados a “los trabajadores de la educación”. No se les ocurriría cohonestar reformas que perjudicarían a los afiliados de calificaciones que en otras partes del mundo serían consideradas insuficientes. Acaso convendría que los docentes se agruparan en una asociación profesional, como aquellas de los abogados o médicos, o sea, en un gremio que sistemáticamente alejaría a quienes no cumplan con ciertos requisitos mínimos, pero por ahora es poco probable que lo hagan.

Así las cosas, las perspectivas frente al país distan de ser buenas. En otros tiempos, un analfabeto astuto podría abrirse camino en la vida con facilidad, pero en los que corren le sería sumamente difícil avanzar mucho ya que, en todas partes, la movilidad social depende en buena medida del nivel educativo. Lo mismo puede decirse de los distintos países. A menos que el grueso de la población haya alcanzado un nivel adecuado, tendrán que conformarse con ocupar lugares subalternos en la jerarquía internacional. He aquí un motivo más para sentirse alarmado por los resultados lamentables de las pruebas Aprender que acaban de difundirse. Como los de PISA, confirman la involución de un país que antes se había destacado por la calidad de la educación pública, pero que en la actualidad se encuentra por debajo no sólo de Chile y México sino también de Kazajstán y Albania.

El proyecto macrista se basa en la convicción de que, tanto en el ámbito de la educación como en virtualmente todos los demás, será necesario llevar a cabo una serie de reformas profundas destinadas a favorecer a los más vigorosos, creativos e inteligentes, ya que, caso contrario, la Argentina seguiría perdiendo más terreno en un mundo en que no se verá incluida entre las víctimas inocentes de la maldad ajena que merecen ser ayudadas por la “comunidad internacional”. Por el contrario, es notorio que todas las muchas heridas que sufre hayan sido autoinfligidas, lo que, claro está, hace aún más difícil una eventual recuperación puesto que, cuando de atribuir los gravísimos problemas nacionales a sus adversarios políticos se trata, los responsables de provocarlos son expertos consumados. Después de todo, los kirchneristas no son los únicos que saben muy bien cómo aprovechar los fracasos. Mientras que en Grecia PASOK, el equivalente local del PJ, se ha visto borrado del mapa luego de darse cuenta la gente de la magnitud de su aporte al descalabro nacional, aquí los herederos del general siguen dominando el escenario político hasta tal punto que ni siquiera el PRO puede darse el lujo de prescindir de la obligatoria “pata peronista”.

Dicen que a Macri y a quienes lo rodean, en especial los ex CEO, les cuesta entender lo que está sucediendo en el país, que son demasiado racionales, demasiado proclives a dejarse engañar por los números como para lograr comprender la misteriosa realidad social y política. Estarán en lo cierto tales críticos de la gestión gubernamental, pero una cosa sería comprender mejor cómo funciona la mente colectiva en el deprimido conurbano bonaerense y otra muy distinta tomarla por una fuente de sabiduría popular infalible, como hacen tantos integrantes del elenco político permanente que tienen buenos motivos para oponerse al cambio.

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