domingo, 26 de marzo de 2017

Las caras de un espectáculo que mete miedo

Por Jorge Fernández Díaz
El jumbo se venía en picada, la cabina permanecía tomada por jihadistas y los pasajeros se disponían al infierno del final. De pronto Macri y sus muchachos derrotaron a los mujahidines, tomaron el control, evitaron que la nave se estrellara y comenzaron a estabilizar el vuelo: en ese instante los viajeros del "círculo rojo" se quejaron porque el pollo de la cena estaba frío.

El chiste circula en Balcarce 50, y describe la amarga ironía con que capean las "críticas descontextualizadas" del momento. No parece anidar en esos despachos el sentido trágico de la política, según el cual si un gobierno no peronista cae diez puntos en las encuestas le incendian la calle, y si pierde una elección de medio término, le preparan el helicóptero.

Todo esto sería impensable en las democracias de Chile o Uruguay, pero claro: allí no tienen un sistema político caníbal ni un partido dominante que es adicto a la antropofagia. Donde los veteranos articulistas divisamos a la corporación peronista afilando sus dientes, los jóvenes de la Casa Rosada ven a distintas tribus desconcertadas y de peso relativo. Y cuando detectamos escasez en las argumentaciones oficiales y errores en la gestión y en el timing, ellos ven cuestionadores injustos y miradas viejas. Si recuperan la economía nos taparán la boca. Si no lo hacen, a todos nos tapará el agua.

Asevera Juan Llach que la culpa de los problemas actuales presenta estos porcentajes: 60% herencia, 30% Brasil y 10% Macri. Pero coincide en que el error más grande del Gobierno consiste en carecer de un ministro único para la macroeconomía: si no hay un chef, cada cocinero va sazonando con los ingredientes de su gusto y siguiendo su propio librito; entonces una cosa desarregla la otra y la cena sabe mal y a poco. En el Ministerio de Producción se defienden: Mauricio es el chef in chief. En la Fundación Pensar se plantó frente a veinte economistas experimentados y les dobló el brazo: apostó a que se podía levantar el cepo en 24 horas. Y se pudo. Se trata del mismo chef que contando hoy con herramientas para recalentar el consumo con emisión inflacionaria, como hizo Cristina después de devaluar en 2014, ordenó atarse las manos y vadear el río: no quiere crear un falso veranito ni un consumo insustentable para ganar las elecciones, a costa de tener que lidiar luego con una nueva quiebra financiera. Es una decisión histórica, cuya efectividad sólo podrá verificarse la noche de las urnas.

Si aun con estas restricciones arriesgadas y virtuosas logra salir triunfante, se cumplirá la peor pesadilla del cristinismo, que no consiste, como se piensa, en la guillotina judicial, sino en que el pueblo vuelva a darle una oportunidad a una coalición de valores demonizados: republicanismo y economía competitiva.

El espejo más temido es la ciudad de Buenos Aires: el oficialismo aguantó un asedio salvaje, y luego les fue infligiendo derrotas tremendas. Por eso están tan apurados; no pueden permitir que se repita esa malformación, esa afrenta a los manuales del pueblo peronista.

La aceleración produjo quince días de marchas multitudinarias, borró del escenario al peronismo racional y provocó una inesperada autocrítica en alguien infalible: la Pasionaria de El Calafate tiró a papá del tren; sugirió por fin que se equivocó al elegir a Aníbal Fernández, mancha venenosa y gran mariscal de la derrota que merodea todas las manifestaciones como si quisiera desligitimarlas y que le hizo el viernes un enorme favor a María Eugenia Vidal entornando, en Plaza de Mayo y a la vista de todos, a esa blanca palomita llamada Baradel. Fue una jornada para la historia universal de la infamia; de nuevo el kirchnerismo manchó una causa sagrada y convirtió un acto por la memoria de los desaparecidos en una soez ceremonia partidaria llena de rencor e intimidaciones, durante la cual circulaban suvenires con helicópteros amarillos en plan destituyente, se relativizaba la necesidad de ser democráticos, se justificaba la lucha armada de los 70 y se señalaba desde el palco a los miembros del gobierno constitucional directamente como homicidas. El grito "asesinos hijos de puta" que salió de boca de la oradora principal fue coreado por miles de personas, en un gesto de alienación colectiva que hizo acordar al MTP.

Ese paisaje esperpéntico y ciertamente peligroso, y el mutismo inexplicable del peronismo moderno pueden ser una buena noticia electoral para Durán Barba, pero es un drama para la reconstrucción de todo el sistema político, que es lo verdaderamente importante. Ya la comparecencia de Marcos Peña en la Cámara de Diputados había servido como fotografía penosa de la coyuntura: allí, el jefe del justicialismo terminó siendo Axel Kicillof. Ni el fantasma de Sergio Massa se paseó sobre esas ruinas; parece que el hipotético líder del peronismo republicano quedó atrapado entre el Silicon Valley chino y el Muro de los Lamentos, y sus alfiles (Camaño y Solá) hicieron un pálido papel frente al despliegue del kirchnerismo, algunos de cuyos jugadores parecen dinosaurios surgidos del Museo de Ciencias Naturales.

La oposición insistió en poner contra la pared a Peña, pero la sesión terminó con sólo 87 de los 257 diputados: la mayoría estaban apurados por hacer un discurso, salir en la tele y marcharse a casita. De las 57 veces que hubiese correspondido que el jefe de Gabinete diera explicaciones en ese recinto durante "los doce años de la alegría", sólo en 15 ocasiones los Kirchner condescendieron a semejante incordio institucional. Dos frases se cruzaron allí en el aire: "No ven la realidad" y "Háganse cargo". La primera fue pronunciada por los soldados de Cristina, que ya no citan a Jauretche, sino a Mirtha Legrand; la segunda fue una réplica inusualmente ardorosa del ministro coordinador.

La extrema polarización parece hoy un juego inexorable, que convierte provisoriamente la ancha avenida del medio en una delgada línea roja, y que amenaza terminar con un duelo al sol, a suerte y verdad en la segunda parte del año. Tanto se buscan los duelistas que los demás parecen de palo. Un legendario conductor de redacciones tenía una fórmula infalible para espabilar a un redactor que trabajaba mal; le aconsejaba a su jefe: "Muéstrele el abismo". El oficialismo le muestra el abismo a su electorado más decepcionado cuando se contrapone al espectáculo turbio y radicalizado que monta el carapintadismo kirchnerista. Cuando Máximo anuncia que el Gobierno está fracasando, esconde que el gobierno de su madre ya fracasó, y ésa es la lectura inconsciente que una parte sustancial de la sociedad se hace aun en estas semanas de angustia y dubitaciones.

Dos temibles aliados tiene la arquitecta egipcia: la desatendida clase media baja del conurbano a la que este gobierno no le ha dado más que disgustos y el Estado, esa una nueva clase social que no previó ni Carlos Marx, un cuerpo delirante y engordado por millones de personas de diverso nivel, que consiguieron posiciones inexpugnables cuando el kirchnerismo no podía generar empleo genuino y enmascaraba esa impotencia tomando irresponsablemente agentes públicos. En ese colectivo, obra maestra de la desmesura, hay personas honestas y diligentes, pero también ñoquis, burócratas, mafias, mañas y una rara cultura interna según la cual nadie tiene derecho a evaluarlos ni a exigirles pericia, como si sus salarios no los pagaran los ciudadanos, sino Dios, y como si estuvieran más allá de cualquier análisis humano.

En ese vasto cosmos donde reinan las segundas y terceras líneas que permanecen aun cuando los gobiernos pasan, hay mucha materia prima y mucho tiempo para el ejercicio ruidoso de la paranoia y la protesta. Son un ejército de ocupación, y se sienten amenazados por Macri y por el mundo. Que dicho sea de paso avanza hacia la robotización y hacia una crisis del trabajo. Nosotros estamos en el pleistoceno, mientras el futuro se nos viene encima como un tren.

Tiene razón Santiago Kovadloff: estamos enamorados de las discusiones urgentes, pero no de las interesantes.

© La Nación

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