domingo, 18 de diciembre de 2016

Primer año de gobierno: neopopulismo Macri

Por Beatriz Sarlo
No es casual que Mauricio Macri venga del fútbol y que, como sucedía con Carlos Menem, se lo vea más seguro, preciso y conocedor cuando se refiere al deporte.

La baja densidad del discurso político puede ser un problema o una virtud. Según como se la considere, Macri estaría siguiendo bien los consejos de sus asesores o, por el contrario, daría pruebas de una indigencia conceptual penosa. Cualquiera de los dos juicios depende más o menos del papel que se atribuya a los medios y a la encuestología.

Si se piensa que los medios y las redes sociales lo deciden todo, el destinatario de los discursos ya no es el pueblo, ni los ciudadanos, sino “la gente”. La competencia electoral se inscribe en un torneo de “buena imagen”, que consiste en no mostrar nada a contrapelo de una opinión definida según encuestas y redes sociales; hablar lo menos posible, poner en escena una proximidad ilusoria con la gente, tocar y ser tocado, mirar y ser visto. Desde la perspectiva del nuevo populismo, la ausencia de convicciones políticas de los dirigentes es un rasgo positivo.

Los políticos exitosos pierden su apellido y se los designa por el nombre de pila, para representar una imaginaria proximidad. Como las estrellas mediáticas, necesitan ser vistos como entes cercanos, aunque la dura realidad indique que son excepcionales e inalcanzables. La fabricación de la proximidad ha tenido dos escenas culminantes. La primera: un viaje de Macri en colectivo, para el cual se montó una filmación y se hizo un casting, como si se tratara de un corto publicitario, aunque el Gobierno lo difundió como “salida espontánea”. La segunda: incorporar a su hija de cuatro años a las visitas dominicales que, acompañado por fotógrafos, realiza a los habitantes de casas en barrios populares, pero no villas miseria, en los distritos del conurbano. Un neopopulismo no sólo cool sino proclive a la manipulación de seres inocentes.

Estos cambios del lugar y la calidad de “lo político” suceden en condiciones económicas desconocidas hasta los años ’90, impuestas por una pobreza de nuevo tipo, que destruyó anteriores lazos comunitarios, barriales, espaciales y familiares. Hoy hombres y mujeres no están en condiciones materiales de pensarse como integrantes de una nación que, a su vez, integra. Este fue tanto el mito como el impulso real de buena parte del Siglo XX en Argentina. A comienzos del XXI, predominan los efectos de una amenaza que, para un tercio de la población, se ha vuelto demasiado real. Quienes no cayeron en la pobreza saben, aunque borrosamente, que un tercio del país ha caído. El paisaje de los condenados es ineliminable. Los “salvados” responden al canto de Miami o sus sucursales.

La escena simbólica de la nación está fracturada. Los “nichos” socio-culturales son verdaderos agujeros de segregación. En estas condiciones es casi ilusorio hablar de un espacio público nacional. Basta consultar los datos educativos de Argentina para definir clivajes y fracturas que tienen consecuencias de largo plazo. Y esto repercute en identidades estalladas, que no se reconocen en principios generales, sino en parcialidades. De allí la importancia del deporte y de la música, identificaciones resistentes a las que sería equivocado considerar fugaces. Hoy, la Nación Deportiva es el único gran imaginario transclase: el fútbol, una luz enceguecedora, cuyo dínamo está en el mercado.

Una vida afortunada. No por azar, Mauricio Macri, antes de ser jefe de gobierno de Buenos Aires, ganó su primer cargo electivo en Boca Juniors. Es un cursus honorum abreviado si se lo compara con el de cualquier político argentino con militancia en los partidos o los sindicatos. No fue dirigente estudiantil, ni gremial, ni partidario, ni de organizaciones religiosas o comunitarias. No participó en otras actividades que las del fútbol y el empresariado (aunque tampoco en esta esfera fue dirigente). Como Donald Trump, entró en la política porque es rico, sin que su riqueza fuera complementada por un pasado de ascensos largos y trabajosos. Representa una nueva forma de llegada, que vacilaría en llamar excepcional, ya que puede ser la primera de una serie de nuevo tipo. El día de su asunción como presidente, al salir al histórico balcón de la Casa de Gobierno, se sacó la banda azul y blanca, símbolo nacional centenario, para bailar más suelto frente a quienes lo miraban desde la Plaza de Mayo. A diferencia de los dirigentes calientes, su ascenso es cool.

Macri no busca el entusiasmo (como lo buscaron algunos políticos modernos) sino la simpatía, que no se obtiene dando discursos complejos sino hablando casi tan mal como cualquiera. Y, sobre todo, presentándose como alguien que es como los demás (una imposibilidad: muy pocos nacieron millonarios; muy pocos fueron a un colegio de elite; muy pocos tuvieron la oportunidad de ser empresarios o decir “quiero Boca” y obtenerla). Gracias a esa biografía afortunada, Macri tiene una idea simple de la “felicidad”.

La felicidad vuelve al discurso político como un resto degradado, ocasional, cuando una tendencia neopopulista cree descubrir allí no una gran cuestión filosófica y política, sino una consigna. El neopopulismo cree que algunos conceptos vagos son una máquina de licuar conflictos. Macri se ajusta a las leyes de una economía simbólica de la felicidad, donde ese concepto es usado en sus acepciones vulgares, sin rastros del debate que inició Thomas Jefferson en el momento inaugural de la independencia norteamericana.

Imposible solicitar que este neopopulismo tome en consideración que existe el conflicto entre el deseo individual de felicidad y la trama social donde se enfrentan esos deseos en sus diferencias e incompatibilidades. El neopopulismo considera que este tema es ideológico y que las ideologías han muerto. O como lo fraseó el jefe de Gabinete el 15 de junio pasado en Twitter: “Juntos vamos a lograr lo que parece imposible”. ¿Qué decir? La simple obviedad de la frase vuelve superfluo cualquier análisis.

Sobre la felicidad

“Consideramos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre ellos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad”. Thomas Jefferson escribió este preámbulo para la Declaración de Independencia de las trece colonias británicas de América del Norte. Fue aprobado en 1776 y nos introduce, desde el mismo comienzo, en una de las discusiones fundamentales de la política moderna. Una y otra vez, a lo largo de doscientos cincuenta años, los intereses y las ideas chocaron a propósito de una cuestión que aún hoy sigue abierta: ¿cuáles son los deberes de la política en este campo donde sólo la libertad y la seguridad son equiparables a la búsqueda de la felicidad? Al mencionarlos explícitamente, la Declaración de Independencia establece su equivalencia como derechos fundamentales que sostienen la legitimidad moral y política. Dejo de lado la discusión sobre si estos derechos tienen, a su vez, un fundamento trascendente, porque no afecta su equivalencia.

Persisten, en cambio, los debates de ideas y los conflictos sobre la respuesta que se dé a la pregunta que define el lugar del Estado: aceptados los derechos como universales, ¿qué debe hacer el Estado para garantizarlos?, ¿cuál es la medida de una intervención justa?, ¿es suficiente la igualdad ante la ley o es necesario que esa igualdad formal se realice con estrategias que la vuelvan material y socialmente posible?, ¿compete al Estado reparar las diferencias que separan a los hombres de un ejercicio pleno de sus derechos?

El debate comenzó al mismo tiempo que la declaración que instituía a la Felicidad en el lugar de los tres derechos fundamentales, abriendo así una larga tradición de igualitarismo democrático y una no menos larga y contenciosa tradición de republicanismo que rechazaba cualquier intervención del gobierno en el mercado que aspirara a una proporcionalidad en la distribución de los bienes y por tanto en las circunstancias en que los derechos se ejercen. Debate que comienza con Jefferson y Madison, los Federalistas de un lado y Thomas Paine del otro, y que, con diferentes figuras, algunas de ellas monstruosas, sigue hasta nuestros días. Sería deseable que la troupe de asesores de Macri lo ilustraran sobre esta historia.

Imágenes de fantasía. Algunos temas ideológicos merecen un subrayado. El primero, que tiene ecos de nacionalismo individualista, sostiene que los argentinos somos mejores que lo que han hecho de nosotros los errores de los políticos. El tema ofrece la reconciliación populista con una autoimagen fantasiosa, que pasa por alto la afirmación opuesta: que los argentinos son peores que algunos de sus dirigentes (como se demostró en la indiferencia de los argentinos frente a la dictadura militar, que sólo tuvo como opositores a los dirigentes de movimientos sociales y unos pocos políticos; o la indiferencia frente a los procesos de pauperización de la década de 1990, porque las capas medias no se sentían directamente amenazadas). El tema resuena con la antigua contraposición populista entre gente del común y elites. Y su función es salvadora. Este tema se enlaza con el de “la honestidad y la humildad de los argentinos”: dos cualidades que es difícil reconocerles al unísono. La honestidad tiene algunas formas de medirse, entre ellas las de la evasión impositiva, el trabajo en negro, la precariedad laboral, el intercambio de coimas y favores, que diferencian muy claramente las costumbres argentinas de las de sus vecinos de Chile y Uruguay.

Esta visión complaciente de los argentinos es indispensable en un discurso neopopulista. El neopopulismo, como el paleo-populismo, necesita embellecer al Pueblo (en general capas medias), al que aspira a convertir en su clientela política. Así se protege una identidad mitologizada. Por cierto, este pueblo supuestamente “honesto y humilde” merece la felicidad como recompensa a esas virtudes que fueron traicionadas por políticos que carecieron de humildad y honestidad. De nuevo, una operación imaginaria que separa radicalmente a los gobernantes de los gobernados, olvidando los momentos más comprometedores de la historia argentina del último medio siglo. El neopopulismo de derecha se especializa en estas operaciones, de las que excluye tanto a la sociedad realmente existente como a sí mismo.

Neopopulismo con onda

Es un populismo cool, de baja tensión. Abjura del cesarismo, el funcionamiento plebiscitario, la movilización y el carisma caliente de los liderazgos (por eso despierta expectativas en sectores liberales justamente hartos del kirchnerismo). Tampoco confía en convocar fuerzas existentes en la sociedad y sus organizaciones. Afirma sencillamente que desea un imposible, pobreza cero, como ha dicho Mauricio Macri en su discurso electoral, aunque ahora, más precavido, lo repite poco.

Jugar con el imposible sin definirlo implica el juego de la ensoñación. Todos queremos ser felices. Para decirlo con palabras en las que coincidieron Hannah Arendt y Franklin Roosevelt, todos deseamos liberar nuestras vidas de la necesidad y del miedo a caer en sus constricciones. Llegados a este punto, se reabre un viejo debate sobre sociedad y Estado: ¿hay algo que el Estado puede hacer en la prosecución de la felicidad?

El discurso neopopulista sostiene, cuando habla en serio y no en función mediática, que el Estado debe garantizar la libertad. No cabe duda, pero la pregunta sigue abierta. Dos siglos de historia debatieron el quantum de lo que debe hacer el estado. El neopopulismo de la felicidad se inclina, en el caso argentino, a que ese quantum sea mínimo, excepto si debe enfrentar situaciones excepcionales de intranquilidad social. ¿Y si el mercado produce una inseguridad incompatible con el mito de la felicidad? La respuesta a esta pregunta está en el centro del debate. Ya no se habla de los dones que, con el tiempo, repartiría la “mano invisible del mercado”. Ahora se confía en el crecimiento, que no siempre reparte sus ganancias.

El neopopulismo de la felicidad hace política en estado de baja politicidad. El momento imaginativo y creador de la política es considerado un lastre pretérito que aburre a “la gente”. ¿Acaso trasmitir claramente las medidas de gobierno que pueden afectar sus vidas no es un deber ético del político? Esa sería una interpretación benevolente del discurso de la felicidad sin sustancia. También podría pensarse en otras dos razones: la primera, que ese programa no existe del todo y que, por eso, quedará librado a un juego conflictivo de intereses. O al culto de la personalidad manufacturada por un equipo de marketing.

(*) Ensayista

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