domingo, 25 de septiembre de 2016

Seguridad, Estado y otros chamuyos


Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)

Una banda se dedica a hacer entraderas en zonas de alto poder adquisitvo del norte del conurbano bonaerense. El mecanismo es sencillo: Salís de tu casa, volvés a entrar pero con ellos; llegás de laburar, caes con visitas que te hacen extrañar a los Testigos de Jehová que te tocan el timbre a las 7 de la mañana. O a Mauricio, que te golpea la puerta a las 9. Un día la bandita es cruzada por la policía: uno muere, otros tres son detenidos.

En una esquina de Moreno, una señora sale a trabajar de madrugada y se encuentra con un bulto en la puerta de su casa. Es un cadáver. La policía se lleva el cuerpo con dos tiros de lo que alguna vez fue un ser humano. La señora se va a trabajar.

Ahora que a todos nos pintó nuevamente hablar de qué deberíamos hacer ante el probable encuentro frente a un amigo de lo ajeno, si entregarles nuestras vidas o reventarlos a corchazos, es bueno dejar en claro algunas cosas. La situación judicial de los casos testigo son complicadas y, para potenciar la confusión de cualquier vendedor de estereotipos, una de las víctimas de robo reconvertidas en asesino es un desdentado carnicero a bordo de un auto modelo 98, la otra es un médico cirujano con un modelo 2015.

Sería difícil de encasillar si no fuera por el facilismo que tenemos para colocarlos rapidito en la góndola que más nos guste: héroes, asesinos, ídolos, fachos. Lo vimos en los ochenta con el ingeniero Santos y, desde entonces, buscamos un nuevo héroe, un nuevo extremista, usted elija. El drama de la crítica al accionar justiciero es la carencia de GPS: no es lo mismo pedir piedad desde la escalinata del Buenos Aries Design que hacerlo en José León Suárez. Y esto también es estadístico: al carnicero victima/victimario que atropelló a su victimario/víctima le robaron quichicientas veces en Zárate, no en Barrio Parque; el médico víctima/victimario que asesinó a corchazos a su victimario/víctima lo hizo en la puerta de su casa de Loma Hermosa, no en Palermo Bollywood.

Según números de la provincia de Buenos Aires, el 50% de los detenidos son reincidentes. No se sabe si tienen la pena cumplida o no, ni conviene aclararlo. En idéntico sentido, pasa desapercibido el dato obvio de que el 50% restante es primerizo.

El ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires dice que el gabinete trabaja “para que los delincuentes estén donde deben estar” y que “ojalá que la Justicia no los largue pronto, así no tenemos que verlos de nuevo reincidiendo”. A su derecha tiene a Gustavo Ferrari, ministro de Justicia y responsable político del Servicio Penitenciario Bonaerense; a su izquierda, a Pablo Bressi, jefe de la Policía Bonaerense. Políticamente, ambos son reincidentes: vienen de la exitosisisisísima gestión anterior.

En diciembre de 2001 en las cárceles del Servicio Penitenciario Bonaerense –no cuentan las de Ezeiza ni Marcos Paz, ya que son federales– habitaban 16.200 presos. En 2003, la inflación de la crisis llegó también a las celdas y el número se elevó a 23.100. Cuando el kirchnerismo dejó el poder, los presos de la provincia llegaban a 34.200. Creció el delito, creció la población carcelaria. Lo que no creció fue el número de cárceles. Y no es un dato al pedo: cada vez que un político del poder ejecutivo –el encargado de construir cárceles, digamos– se enoja con los jueces que liberan presos, tiene razón, sólo en cuanto a los jueces de primera instancia. Porque a un juez de Ejecución Penal no le queda otra que largarlos una vez que comprueba la situación en la que habitan: una de sus pocas funciones es velar por el cumplimiento de la pena.

La pena, el gran ausente en cualquier debate. La legislación argentina establece desde su Constitución Nacional que las cárceles existen para la resociabilización de los delincuentes y no para su castigo. A esta altura del partido deberíamos sincerarnos y reconocer que a nadie le interesa la resociabilización. No está mal sentirse así: el progresismo tiende a la anulación del sentimiento ajeno porque, presume, sentir es una cuestión primitiva, al igual que respirar, ir al baño, reproducirnos y demás cosas que garantizaron la supervivencia de la especie a lo largo de 2.5 millones de años.

No soy parámetro a la hora de hablar de la pena porque ni siquiera creo en la cuantificación –¿Qué más da 5 o 50 años para quien no se adaptó y puede salir por haber cumplido su condena? En la punta opuesta, ¿por qué habría que esperar a que cumpla su condena alguien que ya está en condiciones de reinsertarse?– pero es hora de afrontar las realidades y asumir nuestro espíritu.

Cada vez que un político nos pide que no apelemos a la justicia por mano propia se está haciendo el boludo con efectos de la política: cárceles colapsadas, poder judicial sin recursos, impunidad, ineficacia policial y corrupción en cada uno de los pasitos del proceso penal. Las leyes las aprueban políticos que negocian con otros políticos sobre el contenido político de cada artículo político para que otros políticos de otro poder político administre los medios políticos para que se efectivicen las políticas. ¿En qué lugar se supone que la culpa de la delincuencia es nuestra? Pasó el menemismo, pasó el delarruísmo, pasó el duhaldismo, pasó el kirchnerismo y seguimos con la misma canción de siempre: que los delincuentes roban porque no tienen otros recursos.

Por suerte para nosotros existió el kirchnerismo, que reventó todo soporte del discurso progresista en materia penal. Si la pobreza la extinguieron con magia y el delito siguió en aumento hay dos opciones: la primera, los números fueron dibujados con crayón; la segunda, la falta de oportunidades no tiene demasiado que ver con la delincuencia. Para cerrar la ecuación, el nivel de choreo que hemos presenciado a nivel Estado, en el que llegamos a ver lanzadores de bolsos, monjas truchas en conventos menos creíbles que un Corsa Nunca Taxi, y tipos que pusieron en evidencia que hay cosas que el dinero no puede comprar y una de esas es el buen gusto de no tener un dragón de chapa en tu jardín de lujo, nos lleva a pensar que oportunidades sobraron. Y fueron aprovechadas todas y cada una de ellas por tipos que tuvieron educación primaria, secundaria y, en su mayoría, universitaria.

Un tipo cuyo curriculum académico entra en un ticket de almacén de barrio se enoja porque el periodismo y la sociedad cuestionan que sus hijos estén cobrando en el Estado el doble que cualquier médico del mismo Estado sin haberse presentado a concurso ni con la necesidad de tener que cumplir guardias, cagarse a trompadas con los pacientes o correr el riesgo de perder la matrícula por el mínimo error. Enojado, muestra los títulos de bachiller de sus pibes y pretende que con eso alcance para no reventarlos a puteadas.

Un juez federal allana un taller, detiene al dueño y su esposa, y secuestra toda la maquinaria, además de miles de pantalones, algunos terminados, otros casi. Sin que nadie explique cómo se enteraron, se presentan un sindicalista en compañía de otro tipo que, dependiendo de qué tenga que hacer, dice que es legislador, titular de una ONG, o lobbysta de jueces en el Vaticano. Ambos piden que les entreguen las maquinas como “depositarios judiciales”. El juez se las da. La Cámara Federal anula todo, ordena la falta de mérito de los imputados, le quita la causa al juez y le da intervención a otro magistrado. Con todo anulado, les piden a los depositarios que devuelvan las máquinas. Faltan algunas. El juez forma nueva causa por malversación y la manda a otro juzgado. En ese otro juzgado investigan y citan a indagatoria a los imputados, quienes no se presentan. Uno de ellos tiene cosas más importantes que hacer, como dar conferencias sobre “la utilización con fines sociales de los bienes incautados a la mafia” en compañía del ministro de Justicia de la Nación. Sí, el mismo ministro que debería diseñar las políticas para intentar que, en el marco de la independencia de poderes, los juzgados no sean la joda loca que son.

Si tenemos Códigos escritos es para reducir al mínimo las interpretaciones. La Constitución Nacional dice que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario, pero en el mismo momento en el que un juez entrega lo secuestrado a terceros para que dispongan “con fines sociales” ya condenó. Sin juicio, sin sentencia. Y si saliste porque no te pudieron probar nada y no te devuelven tus herramientas de laburo, jodete o comprate un rosario.

Aún recuerdo cuando en la provincia hubo una guerra de interpretaciones judiciales sobre si correspondía decir que era “arma” la utilizada por un chorro si la misma no funcionaba. El debate era divino, porque aparentemente una de las partes pretendía que la víctima del robo pregunte si la pistola funciona antes de decidir si entregaba todo al asaltante.

Son tantas las cosas que vemos y vivimos a diario que Michael Douglas en Un día de furia nos resulta un pecho frío. ¿Cómo no entender que alguien se saque si todos estamos al borde del colapso permanentemente y sólo zafamos porque no nos tocó el detonante? No puedo justificar ningún acto de justicia por mano propia, pero tampoco puedo dejar de comprenderlos.

La última vez que me asaltaron y no fue la AFIP, estaba en un tren. Me tajearon el cuello a la altura de la yugular con una botella rota luego de patearme la cabeza. Se llevaron un celular. Si me preguntaban en el momento, quería matarlos a todos. Una bomba atómica no me alcanzaba para el nivel de bronca contenida e impotente que sentía. El que diga que no atravesó ese sentimiento nunca en su vida, miente o vive en Dinamarca, si hasta el progre más progre ha sentido la necesidad de que les garanticen la impunidad por cinco minutos.

Lo gracioso es que no estoy de acuerdo con que se dé, siquiera, el debate por la pena de muerte en Argentina. Nunca pude llegar a preguntarme si estoy a favor o en contra por cómo funciona nuestro sistema: son estos mismos jueces que encanan a inocentes los que deberían decidir si alguien debe morir o no.

Estamos en una dicotomía permanente entre creer en Dios y putearlo por los terremotos, el hambre en el mundo y los tipos mala leche, sin darnos cuenta que, incluso en caso de creer en Él, existen las placas tectónicas, los países inviables y la gente a la que no abrazaron los suficiente de chicos y hoy necesitan sentirse porongas antes que queridos. Creer en la Justicia es similar: es tener fe en algo superior a nosotros, una construcción del hombre idealizada por el hombre y convertida en ente que todo lo ve. La Justicia es el dios de los racionalistas contractualistas. Pero como todo lo que tocamos en este país, nuestra Justicia es algo así como, digamos, Papá Noel: tampoco existe físicamente pero durante un buen tiempo creemos en ella ciegamente a pesar de que consiste en algo administrado por el mismo tipo que nos garantiza la subsistencia por amor u obligación, que nos da lo que creemos merecer sin importar que realmente hayamos hecho mérito para ello. Curiosamente, dejamos de creer de la forma más dolora y maduramos de golpe. Sin embargo, en donde habita lo que llamamos “niño interior”, ese patio de atrás donde tiramos nuestros ideales cuando ya no nos quedan, todavía soñamos con que existe.

Ahora, con una Justicia que no nos genera confianza ni para aplicar la pena de cosquillas y de la cual la Argentina divide su experiencia entre los que fueron perjudicados y quienes están por serlo, no pretendan otra cosa del vecino común. Después de todo, el contractualismo social fue creado para que el hombre se relaje y se dedique a vivir y producir para la supervivencia y mantenimiento del Estado que, a cambio de unos impuestos hermosos, le garantiza que nadie lo joda para que siga produciendo. Nadie muerto produce. Nadie aporta producción si se la roban. Y en un país en el que nos acostumbramos a pagar con nuestros impuestos la salud, la educación y la seguridad para terminar enviando a nuestros hijos a un colegio privado para que aprendan algo, y pagamos una prepaga para no cagarnos muriendo en un hospital, era de esperarse que el tercer paso sea que la gente empiece a hacerse cargo de lo que el Estado no le da.

¿Qué esperaban, que abracen a los asesinos? ¿Que el que sufrió 19 robos en once meses se banque 19 más a ver si el clima mejora para el año que viene? Parece joda tener que justificar obviedades como que la propiedad privada también es derecho humano elemental. Pero te chorean una vez, te chorean dos, te chorean quince, te matan a un vecino, te golpean a tu pibe por un par de zapatillas, te sacan el auto, te vacían la caja registradora y a fin de mes tenés que pagar los servicios, los impuestos y todo lo que los impuestos nunca te dieron. ¿En serio quieren que el ciudadano común se lo tome con calma? ¿En serio?

Justicia es darle a cada uno lo que le corresponde. Y en un contexto en el que ningún árbitro parece tener ganas de determinar un ganador, las peleas son a muerte. ¿Está bien? Y, en una sociedad conviviente bajo un Estado organizado que garantice lo que debe garantizar, no, no está bien. ¿Es culpa de la actual gestión gubernamental? Está claro que todavía no se les puede tirar por la cabeza el resultado de décadas de marginalidad estructural. Pero lo que sí podrían hacer es no salir a responder boludeces como que “las leyes tienen que ser justas, no duras”.

En cuanto a seguir criticando al que se defiende como puede, como le sale, van dos últimas cositas: los que tienen entrenamiento para saber cuál es el límite legítimo de una defensa personal o de terceros, son los tipos de uniforme a los que el Estado les paga un sueldo para proteger y servir. No le pidan eso a los vecinos, no sean hipócritas. Tildar de facho a quien se harta, lo puedo entender de quien desconoce la historia, mas no de un educado: el fascismo, por definición, necesita de un Estado híperpresente y asfixiante, cuando en materia de seguridad urbana el Estado dijo que iba a comprar puchos y nunca más volvió. La justicia por mano propia es volver a un estado previo al Estado.

Domingo. “El mayor crimen está ahora no en los que matan, sino en los que no matan pero dejan matar”, decía Ortega mientras Gasset lo aplaudía.

© blogs.perfil.com / Publicado por Lucca

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