martes, 9 de agosto de 2016

El límite ético a la construcción política

Por Román Lejtman
La coalición política que gobierna se llama Cambiemos. Y su llegada al poder es una novedad institucional, frente a la secuencia histórica de los últimos cien años: siempre hubo presidentes radicales, cívico-militares, militares o peronistas.

A diferencia de sus antecesores, Mauricio Macri buscó un punto de contacto entre los partidos mayoritarios y prometió un método de administración inédito para la historia de la Argentina. 

Ya no se trataría de gobernar bajo la dialéctica amigo-enemigo como hicieron Néstor y Cristina, sino de establecer un nuevo mecanismo basado en la ética, la transparencia y el deseo de construir una sociedad moderna y equitativa.

Macri enterró el pensamiento agonal que cooptó la toma de decisiones de la familia Kirchner y se muestra abierto a perspectivas diferentes, críticas de los medios de comunicación y a retroceder sobre sus pasos si un argumento político es más preciso que el suyo. Envió al Senado los pliegos de los candidatos a la Corte Suprema y ordenó que se convocaran a las audiencias públicas para dar legitimidad jurídica a los aumentos a las tarifas, cuando al principio había decidido emprender otros caminos –sinuosos y opacos– para llegar al mismo resultado.

Pero estos cambios son mínimos frente a las promesas de campaña. Macri ejecuta una alianza de poder con gobernadores y sindicalistas que no aparece coyuntural y extraordinaria. Obvio que se necesita un consenso político para gobernar y es absolutamente democrático reconocer la representación gremial y el poder institucional de los mandatarios provinciales. Pero el Presidente concede visibilidad institucional y millones de pesos a personajes de la política que tienen pasado reprochable.

El peronismo funciona en la oposición manejando a los gremios, sus mayorías parlamentarias y a los mandatarios provinciales. O manda desde Balcarce 50 con sus bloques legislativos, el ariete de los sindicatos –columna vertebral del Movimiento– y repartiendo fondos a sus gobernadores. Raúl Alfonsín fracasó con la ley Mucci, soportó a Saúl Ubaldini y entregó su poder a Carlos Saúl Menen, por entonces gobernador de La Rioja. Y después Menem, ya como Presidente, alineó a diputados y senadores, unificó a la CGT y distribuyó la ayuda pública a sus mandatarios provinciales.

Macri no quiere repetir la experiencia traumática que protagonizaron Alfonsín y Fernando de la Rúa. Y articuló un acuerdo con los gobernadores justicialistas que le permite negociar sus proyectos de ley en el Parlamento. Esos gobernadores pasan por ventanilla y después alinean a su propia tropa. Y posan al lado del Presidente para recuperar una legitimidad política que muchos de ellos han perdido hace ya mucho tiempo.

Gildo Insfran, gobernador de Formosa, está a cargo de la provincia desde 1995. Y antes había sido vicegobernador por ocho años. Insfran es responsable de todas las miserias políticas de Formosa, y sin embargo, no hay un cuestionamiento público a su gestión desde Balcarce 50. Junto a Insfran se puede ubicar a Claudia Ledesma, que heredó de su marido Gerardo Zamora, la provincia de Santiago del Estero. Ledesma siempre trabajó de Primera dama, y maneja Santiago del Estero casi como un bien ganancial. Y al lado de Insfran y Ledesma/Zamora hay que colocar a Juan Manzur, gobernador de Tucumán, que está sospechado de graves casos de corrupción en la provincia y en la administración de Cristina Fernández.

El Presidente conoce la sinuosa trayectoria de Manzur, Ledesma/Zamora e Insfran. Pero no hay una crítica a su gestión y su política clientelar. Balcarce 50 no puede discriminar, ya que fueron gobernadores elegidos en comicios libres. Sin embargo, ante el discurso de Cambiemos a favor de la transparencia y la institucionalidad, es necesario que Macri exhiba sus diferencias con mandatarios provinciales que responden a una peculiar forma de entender a la democracia y su significado ético y moral.

El silencio presidencial sobre estos gobernadores incluye también a ciertos jerarcas sindicales que jugaron la propia en todos los gobiernos. Gerardo Martínez (UOCRA) y Armando Cavalieri (Comercio), para citar dos casos paradigmáticos, no pueden justificar su patrimonio, fueron cómplices de la dictadura militar y usan puro clientelismo para evitar a la oposición en sus propios gremios. A ellos, y a muchos ‘Gordos‘ más, el Gobierno le concedió visibilidad y entregó millones de pesos que CFK tenía pisados para castigar a los sindicatos que no respondían a sus órdenes directas.

Se trata de la misma lógica y de idéntica complejidad institucional. Los fondos pertenecían a los gremios, los jefes sindicales fueron elegidos por el voto de los afiliados y la representación de los trabajadores es un derecho intocable protegido por la Constitución. Pero eso no obsta a señalar que esos dirigentes son opacos, que no aceptan la competencia y que han aplaudido a generales, abogados e ingenieros en los últimos cuarenta años.

Existe la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. Acorde a la coyuntura, estas dos categorías de la ética política aparecen en mayor o menor medida cuando se ejecuta el poder. Pero en un determinado momento, se produce la opción definitiva, la mezcla exacta que permitirá determinar si es más de lo mismo o un cambio cualitativo, como se prometió en la campaña presidencial.

Depende de Macri.

© El Cronista

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