domingo, 10 de julio de 2016

Toda la culpa es de Cristina

Por James Neilson
Cristina siempre le ha encantado ocupar el centro del escenario. Aun cuando el papel sea el de la mala más mala de la gran película nacional, se esfuerza por desempeñarlo con profesionalismo. Con todo, si bien no cabe duda de que el drama personal de Cristina es atrapante, el que durante más de ocho años la política argentina haya girado en torno a sus caprichos es de por sí motivo de preocupación. 

Asimismo, la propensión a atribuir la evolución desastrosa del país a las características de un individuo determinado sirve para distraer la atención de los aportes de miles, acaso decenas de miles, de otros.

El kirchnerismo, una secta cuyos adeptos todavía obedecen sin chistar a la jefa idolatrada y mientras estuvo entre nosotros, obedecían a su cónyuge, logró adueñarse del país porque contaba con el apoyo no sólo del peronismo sino también de facciones supuestamente izquierdistas que resultaban ser igualmente monárquicas. A la luz de los resultados de la prolongada gestión kirchnerista, el que buena parte de la población la haya respaldado hasta que, el año pasado, optara por probar suerte con algo distinto, hace pensar que al país le costará curarse de las patologías políticas que la han depauperado.

Tiene razón Cristina cuando dice que es “claro y evidente” que está siendo perseguida. Lo está porque le tocó encarnar la corrupción justo cuando el país, luego de entregarse a una banda de populistas fabulosamente ineptos y sufrir las consecuencias previsibles, entró en otra de sus esporádicas fases moralizadoras. Aunque Cristina insiste en interpretar lo que está sucediendo en clave ideológica al tratar de hacer creer que quienes la acosan son neoliberales rencorosos liderados por Mauricio Macri y periodistas manipulados por Héctor Magnetto, los perseguidores más resueltos son jueces y fiscales que, hasta hace poco, le permitían imaginar que siempre estaría por encima de la ley. Por instinto o por cálculo, entienden que, para aplacar a la gente, les corresponde sacrificar a Cristina.

No es la primera vez que un líder antes popular será sacrificado en una especie de rito purificador. Aquí es habitual que un nuevo fracaso sirva para que reaparezcan furias parecidas a las “Euménides”, “las benévolas”, de la Grecia antigua, aquellas deidades vengadoras que, en nombre del bien, castigaban a quienes se habían mofado de las leyes naturales. Si bien Cristina se las ingenió para devastar la economía, condenando a la miseria a millones de personas, a pocos les importan sus hazañas destructivas. Su propio desprestigio, y la implosión del kirchnerismo se deben a la convicción de que aprovechó el poder que supo amasar para enriquecerse personalmente, además de permitirles a sus cómplices transformarse en multimillonarios.

Cristina se había preparado para pasar una temporada en el llano, pero nunca creyó que le resultaría tan difícil encontrar un escondite en que esperar hasta que se restaurara lo que para ella es la normalidad. Parecería que suponía que le sería dado detener el tiempo para que todo permaneciera como fue el día en que obtuvo más de la mitad del voto popular y se puso a fantasear con “democratizar” la Justicia y de tal modo eternizar aquel momento de gloria, pero, desgraciadamente para ella, la Argentina ya no es el país de ayer. Las reglas son otras. ¿Se trata de un cambio genuino, o sólo de un intervalo breve, después del cual, para alivio de muchos políticos, la gente se reconciliará nuevamente con los principios tradicionales? El destino del país dependerá de la respuesta a este interrogante desagradable.

Sea como fuere, parecería que tanto ha cambiado a partir de la salida malhumorada de Cristina de la Casa Rosada que es claro y evidente que le cuesta entender lo que está sucediendo. Sus intentos de minimizar la gravedad de los cargos en su contra motivan pena entre personas que, apenas un año atrás, hubieran coincidido en que, en sus horas libres, un presidente progresista tiene derecho a dedicarse a promover sus propios negocios comerciales alquilando inmuebles por montos irrisorios. Sin embargo, en el mundillo político que durante años la ex presidenta dominó con el desdén altanero que sus habitantes con toda seguridad merecían, lo que se discute ahora es si le convendría más a Macri ver entre rejas a Cristina en agosto, digamos, o si no le sería mejor aguardar algunos meses, acaso años más, antes de que un guiño presidencial decida el futuro de quien se negó a entregarle los símbolos de poder. Macri insiste en que no se le ocurriría intervenir en la Justicia –la neutralidad judicial es parte de su “relato”–, pero la Argentina sigue siendo un país presidencialista, uno en que las manías del jefe máximo de turno inciden, aunque sólo fuera por un rato, en las de la gente.

Mientras Cristina mandó, el caudillismo instintivo así manifestado le permitió gobernar sin prestar atención a quienes no pertenecían a su círculo íntimo, uno que, en efecto, terminó limitándose a sí misma. Lejos de perjudicarla, el narcisismo extremo que la caracteriza la fortaleció. Pero ahora le está jugando en contra. A prohombres de la burguesía nacional como Lázaro, ex funcionarios en apuros, empresarios ídem y otros, no les gusta para nada sentirse abandonados a su suerte. Están proliferando las críticas de quienes la acusan de mezquindad por no dar una mano a personajes que habían acatado sus órdenes en los buenos tiempos.

Como es rutinario al desvanecerse una ilusión política largamente hegemónica, los aplaudidores de los años felices nos aseguran que ellos también fueron víctimas de las malas artes de los propagandistas del régimen que se ha ido. Dicen que les impresionó tanto lo presuntamente bueno del kirchnerismo –palabras alusivas a la inclusión, la justicia social, los derechos humanos, la lucha contra el pensamiento único, el antiimperialismo y así por el estilo–, que les era natural pasar por alto detalles como la corrupción rampante.

Comparten dicha actitud los muchos peronistas, hombres como Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey, Miguel Pichetto y, con menos entusiasmo, José Luis Gioja, que están comenzando a tratar a los responsables de la debacle más reciente protagonizada por su movimiento como infiltrados que, pensándolo bien, nunca fueron compañeros auténticos. Dicen que Néstor, Cristina, los pibes ya un tanto maduros de La Cámpora y otros fueron oportunistas, cuerpos ajenos a las esencias reales del movimiento fundado por el general.

Algunos sienten desazón pero muchos confían en que, como sucedió cuando medio mundo se ensañó con Carlos Menem, el grueso del peronismo consiga alejarse subrepticiamente del desbarajuste que fue provocado por quienes habían gobernado en su nombre. Después de todo, a través de las décadas, el movimiento ha sobrevivido más o menos intacto a tantas catástrofes que no sólo ellos sino también los demás creen, o temen, que es inmortal, que, a diferencia de los líderes de otras corrientes políticas, los suyos no tienen por qué preocuparse por las consecuencias de las barbaridades cometidas por los gobiernos que ellos mismos forman y apoyan.

Para el país, tal convicción es sumamente peligrosa. Es razonable suponer que, de no haberse creído impunes, Lázaro, José López y otros, entre ellos la mismísima Cristina, no correrían el riesgo de pasar el resto de sus días presos porque sus jefes hubieran entendido que sería de su interés obrar con cierto cuidado. Asimismo, a una agrupación política que tiene buenos motivos para suponer que la ciudadanía seguirá apoyándola aun cuando perpetúe una y otra vez errores terribles que, en buena lógica, deberían serle mortales, no le será del todo fácil aprender de su propia experiencia.

Para los peronistas más “ortodoxos”, lo prioritario es explicarle a la gente que sería muy injusto vincularlos con el kirchnerismo y por lo tanto con la corrupción a escala industrial. Algunos, como Massa y Urtubey, comenzaron a distanciarse del matrimonio patagónico y sus adherentes hace mucho tiempo, pero el salteño por lo menos se resiste a romper con el peronismo como tal, sin duda por considerarlo un vehículo electoralista que aún está en condiciones de llevarlo al destino que tiene en mente. Felizmente para ellos, pero no necesariamente para el país, los peronistas presuntamente sensatos, moderados y, es de esperar, honestos, cuentan con la ayuda de Macri que, por lo de la gobernabilidad, no quiere arriesgarse enojándolos.

En otras partes del mundo democrático, los defensores de distintas ideologías pueden opinar con franqueza a menudo brutal sobre las deficiencias doctrinarias de sus adversarios y la superioridad del credo propio. En la Argentina, los voceros oficialistas no se animan a decir lo que realmente piensan del peronismo porque en tal caso no les sería dado continuar improvisando mayorías parlamentarias. Aunque a esta altura parece evidente que el país no podrá salir del pozo que se ha cavado a menos que sus dirigentes celebren debates desinhibidos sobre las causas de sus muchas desgracias, en la actualidad tanto los representantes del gobierno como aquellos de una multitud de agrupaciones opositoras no pueden darse tal lujo, lo que hace temer que la cultura política nacional no esté por cambiar tanto como muchos quisieran creer.

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