viernes, 29 de julio de 2016

La vuelta triunfal del nacionalismo

Por Natalio Botana
El nacionalismo exacerba a las naciones en períodos de crisis o de incertidumbre. Albert Einstein decía que el nacionalismo era la enfermedad infantil de la humanidad: un infantilismo por lo demás persistente que, no bien se lo creía superado, renace con energía y se expande. 

Hoy, como tantas otras cosas, el nacionalismo se ha globalizado.

Este cuadro es complejo porque resulta de la concurrencia de varios fenómenos: las guerras fallidas y dañinas sobre cuyos escombros surgió el terrorismo que ataca sin dar tregua la retaguardia de los países occidentales; la recesión internacional concomitante con la declinación de las dirigencias establecidas; las sociedades que se sienten amenazadas por el desempleo y las desigualdades.

No es historia nueva. La Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918, y la depresión de los años 30 del último siglo abonaron el fascismo, el nacionalsocialismo y el estalinismo. Un rasgo saliente del nacionalismo es pues aquel que explota los sentimientos de la derrota y de la exclusión. Y cuando estos factores del resentimiento imperan, la demagogia de los aventureros de la política encuentra terreno propicio.

De esta clase de aventureros están plagadas las democracias avanzadas de Occidente y su periferia: Trump en los Estados Unidos, Putin en Rusia, Le Pen en Francia, Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, los demagogos del Brexit en Gran Bretaña o los movimientos antisistema en Holanda, Italia y Austria son partícipes de una protesta que sigue aumentando.

Esta proliferación de outsiders -los que están afuera en regímenes, se creía, sólidamente implantados- es regresiva y señala una incapacidad política para asumir y reorientar los retos de este cambio de civilización fundado en las mutaciones científico-tecnológicas. Hoy la política marcha a remolque de estas transformaciones.

Si hay demora en liderar los acontecimientos es porque sufrimos los efectos de una contradicción: la mutación científico-tecnológica abre por ahora el horizonte del progreso; la recesión internacional es, por su parte, fuente de descontento social. No se trata, por cierto, de la negrura de una depresión económica generalizada; más bien, es el tono gris de un Occidente estancado que, de a poco, va marginando a sectores antes incluidos en la promesa del ascenso social.

Estos bloqueos, que desde luego no abarcan a todos los países por igual, están oxidando el motor del crecimiento. No sabemos hasta cuándo proseguirá el deterioro, pero sí sabemos que, desde que entró a tallar en la historia la sociedad industrial, las expectativas de la población no pueden colmarse sin un sustentable proceso de crecimiento económico. Si esas expectativas desbordan la oferta de bienes y servicios, las creencias sociales oscilan entre el escepticismo y la adhesión a fórmulas supuestamente salvadoras.

En este sentido, el nacionalismo es la simplificación de lo que pasa mediante la transferencia de la culpa a otros agentes. Por este motivo, en su expresión gestual o verbal, el nacionalismo es belicoso y se lanza en busca de un enemigo externo; si éste no existe, la propaganda oficial lo fabrica y expone ante las audiencias. Ocurrió entre nosotros y sobrevive en Venezuela: el enemigo externo se desdobla en un enemigo interno, aliado indeseable de los poderes concentrados de un imperio omnipresente (el montaje típico de la dialéctica amigo-enemigo).

La simplificación se adecua plenamente al método plebiscitario. Los líderes nacionalistas pretenden imponer ideologías dicotómicas que rechazan la complejidad ínsita en los asuntos públicos. No hay mejor camino para manipular demagógicamente a los electorados que el plebiscito o el referéndum, en especial cuando se aplica a grandes masas de ciudadanos.

En dichas circunstancias, la simplificación roza el paroxismo con una oratoria burda y encendida, reproductora de la imagen de un país asediado por extranjeros, refugiados e inmigrantes. En esos duelos verbales, cargados de injurias y groseros desplantes, se rechaza la tradición imbuida de espíritu cosmopolita (la de Jean Monnet, Adenauer, Schuman y De Gasperi) que, entre otros aciertos, supo impulsar el proyecto de la Unión Europea, hoy en entredicho.

Desde luego, el demagogo nacionalista, adicto a una deformación de la democracia directa, desprecia el sistema representativo y las burocracias supranacionales. A menor proximidad de la ciudadanía con los representantes electos y los burócratas designados, mayor posibilidad de que, sobre ese descreimiento, se encaramen estos personajes y propongan una identificación cara a cara con sus propuestas.

En apariencia, éstas son propuestas éticas que impugnan una corrupción lamentablemente extendida. "¡Corrupta Hillary!", vocifera Trump, haciendo uso del miedo colectivo como eficaz resorte de una estrategia para conquistar el poder. Miedo a todo: al terrorista, a la pérdida del empleo, a un futuro nublado. Hoy, más que nunca, cabría tener en cuenta las palabras de Franklin D. Roosevelt en 1933: "A lo único que debemos temer es al miedo mismo".

Pero resulta que ese mensaje esperanzador ha sido atrapado en la actualidad por estilos y convicciones opuestas: para quienes las encarnan, no es la democracia renovada la que vencerá al miedo, sino una pretendida reacción visceral frente a los cambios que recorren el planeta. Recientemente, en un artículo publicado en El País de Montevideo, "Tiempo de miedos", Julio María Sanguinetti advirtió a sus compatriotas (y por extensión, añadiría, a los argentinos) que "el miedo es un mal consejero".

Lo es sin duda porque el miedo, por definición, es reaccionario. Como tal moviliza instintos, debilita las defensas racionales e invita a escuchar los cantos de sirena del demagogo. Las causas que motivan esas actitudes son reales; las soluciones que propone el nacionalismo son, al contrario, ilusorias y parteras de nuevas frustraciones. ¿Cómo salir de esta encerrona?

La pregunta vale para nosotros en este tiempo en que enfrentamos tres transiciones simultáneas: la transición política que va de un régimen hegemónico a un régimen plural más inclinado, por la distribución de fuerzas en el Congreso, a la concertación; la transición ética que libere al Estado de la plaga de la corrupción, procese a los responsables y haga de la Justicia un poder insospechado; la transición, en fin, de una economía cerrada, inflacionaria y sin crecimiento a una economía competitiva capaz de acoger inversión productiva y generar empleo genuino.

Alrededor de estas tres transiciones ronda el fantasma del miedo, favorecido por la dureza y la pobre coordinación de las decisiones con vistas a sus consecuencias. El peligro que asoma no deriva por tanto de la resurrección de un nacionalismo corrupto, que parece haber sido condenado por las exigencias éticas de la opinión pública, sino del arraigo de un nacionalismo anacrónico, huraño y replegado sobre sí mismo, que desconfía de la innovación y prefiere vegetar en el inmovilismo.

De la presencia duradera de este anacronismo a la profundización de la decadencia hay un paso estrecho. Del proyecto de la cultura innovadora a la recuperación del apetito por el progreso hay un paso más largo y difícil de sortear. Como en otros momentos de nuestra trayectoria, estamos situados en esta encrucijada.

© La Nación

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