miércoles, 15 de junio de 2016

El racismo en la pantalla

Función de atrocidades

Escena de la película Doce años de esclavitud, del realizador Steve McQueen.
Por Yehudit Mam

Las atrocidades de la historia moderna son casi de la misma edad, si no es que más jóvenes que el cine, y desde sus principios éste ha plasmado guerras e injusticias con diferentes niveles de autenticidad. Por lo general, estas versiones fílmicas tienden a presentar un interesante problema de representación: ¿cómo recrear auténticamente y de la manera más realista posible infamias históricas casi inimaginables? 

Los seres humanos tenemos una necesidad instintiva de contar y escuchar historias, de organizar la existencia del mal en relatos que le den una significación, un propósito. Pero, ¿se puede realmente recrear con veracidad el horror de un campo de concentración? Al reinventarlo en el set, con actores famosos y extras bien alimentados, la recreación nos parece falsa y el tema corre peligro de desvirtuarse en la banalización.

De no haber sido porque los nazis documentaron sus propias aberraciones meticulosamente quizás la humanidad no podría visualizar, siquiera comprender la magnitud de su barbarie organizada, pero son esos testimonios documentales, más las memorias de los sobrevivientes y las películas filmadas por los ejércitos aliados al finalizar la guerra, en los que se basa el cine para recrear el infierno del Holocausto. Cualquier película ficcionalizada del Holocausto presenta una tensión entre la búsqueda de la autenticidad en las imágenes, la realidad descarnada y la fantasía dramática de la narrativa, que intenta encontrar significatividad moral y emocional en donde quizás es imposible que exista. Las víctimas fueron eficazmente deshumanizadas por sus torturadores; su problema esencial no fue un problema moral, como lo requiere el drama, sino de sobrevivencia. Infinidad de películas de guerra antinazis dan rienda suelta a una fantasía de revancha contra la maldad. Estas películas no están abrumadas por la carga de una responsabilidad con la verdad histórica, son un género aparte. En contraste, la representación del Holocausto u otros genocidios requiere de un compromiso más serio con la autenticidad, porque de no haberlo el suceso histórico se convierte en kitsch.

Para plasmar la realidad, tal como se supone que fue, existen los documentales. El cine narrativo insiste en comunicar la experiencia de la atrocidad aunada a una moraleja, enseñanza o exaltación del lado noble de la humanidad. Se cuentan historias de genocidios e infamias universales para provocar catarsis colectivas, para concientizarnos sobre los peligros del abuso de poder, el racismo, la violencia étnica; con el fin de identificarnos con las víctimas. Para evitar caer en la más amarga desesperanza, y para poder vender más boletos en taquilla, se engrandecen o inventan actos heroicos que dan significatividad a las ignominias más terribles de la historia.

Por eso, generalmente las decisiones dramáticas y creativas de los cineastas que relatan historias de atrocidades reales tienden a atentar precisamente contra la verosimilitud a la que aspiran. En el momento en el que se contratan estrellas de cine, se enfatizan virtudes heroicas o se usa música compuesta para la ocasión, se registra inmediatamente una tensión entre la verosimilitud y el espectáculo.

La exponente más abyecta de este problema es la película La vida es bella, de Roberto Benigni, una fantasía egocéntrica del realizador italiano que busca engrandecerse personalmente al protagonizar a un payaso que hace reír a niños presos en un campo de concentración nazi. Ésta es una ficción que utiliza al Holocausto meramente como escenario para las capacidades histriónicas de Benigni, por ende, denigra la memoria de cualquier víctima o sobreviviente del Holocausto al convertir el suceso histórico en kitsch calculado y vulgar. A pesar de ser aberrante, su sentimentalismo le valió tres Óscares. El público prefiere historias esperanzadoras. De allí que tengamos que padecer de los paroxismos de redención de Hollywood. Ya en los años setenta el cómico estadounidense Jerry Lewis filmó una película similar, legendariamente pésima, El día que el payaso lloró, pero se dio cuenta de que era una aberración utilizar el Holocausto como vehículo para su protagonismo y prohibió su exhibición.

¿Hay buenas películas que transcurran en un campo de concentración? Las cintas más acertadas sobre este periodo histórico tienden a evitar la recreación de los infiernos nazis, como la excelente La caída (Downfall), de Olivier Hirschbiegel, sobre los últimos días de Hitler, que plasma la depravación de los nazis sin mostrar un solo prisionero cadavérico de Auschwitz. El pianista, de Roman Polanski, recrea la experiencia de la persecución contra un solo individuo sin entrar en la pornografía del genocidio.

Aunque en Hollywood se han realizado infinidad de películas sobre la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, existe solamente una veintena de ellas sobre otro hito terrible de la barbarie humana: la esclavitud en el sur de los Estados Unidos. Desde que Barack Obama es presidente se han estrenado varias cintas recientes con este tema. La esclavitud, que también fue un sistema genocida y explotador de un grupo étnico, es casi un tabú en el cine estadounidense. Como atrocidad histórica está al mismo nivel de maldad y de morbo que el Holocausto. ¿Por qué no goza de la misma popularidad? Es demasiado simplista atribuir esto a la presencia judía en Hollywood, aunque no es del todo descabellado. El productor Harvey Weinstein ha creado una mini-industria de producción y distribución de películas del Holocausto (Life is Beautiful, The Reader, Sarah’s Key, entre otras) que presenta como candidatas a diversos Óscares cada año. Sin embargo, una razón más factible es que la cultura negra sigue siendo marginal en el cine de ese país y, con excepción de un puñado de realizadores negros con poca influencia en Hollywood, tiende a ser representada por productores y cineastas blancos. Hasta ahora, muchas de las cintas relacionadas con la historia de los negros en Estados Unidos han sido fantasías de redención creadas por los blancos para sentirse mejor, realizadas por directores y guionistas blancos, y por lo general con protagonistas blancos cuya decencia e indignación moral ayudan a salvar a los personajes negros relegados a papeles secundarios (véanse Amistad y Lincoln, de Spielberg, o la execrable The Help, en la que una joven blanca decide luchar por los derechos de sus sirvientas). También es posible que haya un trasfondo de enorme vergüenza colectiva que reprime la expresión del tema de la esclavitud. Lo mismo pasa con el cine francés. En una industria cinematográfica extremadamente robusta, hay infinidad de cintas sobre la resistencia, pero solamente hay un puñado de películas francesas que tratan de la colaboración del régimen de Vichy con los nazis.

Basada en un testimonio real, 12 Years a Slave (Doce años de esclavitud), del director británico Steve McQueen, relata la historia de Solomon Northup, un negro nacido libre en Estados Unidos, que vivía tranquilamente en el estado de Nueva York y que un buen día fue raptado para venderlo como esclavo en los estados del sur. Northup no fue traído encadenado desde África. Era un hombre educado, de clase media, casado y con hijos, un ciudadano estadounidense. Vivió la experiencia infernal de la esclavitud durante doce años de su vida en los que nadie pudo hacer nada por él, pues la esclavitud en el sur estadounidense era un sistema socioeconómico perfectamente legal: la versión más abyecta del capitalismo sin límites.

En su obra cinematográfica Steve McQueen —quien antes de convertirse en director de cine fue artista conceptual— explora el sufrimiento humano in extremis. Hunger se concentra en la huelga de hambre realizada por el preso irlandés Bobby Sands en la época de los problemas entre Irlanda e Inglaterra en los años setenta. Shame explora la adicción sexual de un personaje que lo lleva a la autodestrucción. En las dos cintas (ambos personajes interpretados por Michael Fassbender), McQueen tiene una fascinación por la aniquilación del cuerpo, pero con fines opuestos. El caso de Sands es un sacrificio político y un acto de subversión contra los ingleses, mientras que en Shame es un deseo de desaparición personal, de consumirse en el placer como una suerte de autoflagelación.

12 Years a Slave también es una exploración de los extremos del sufrimiento humano, en este caso infligido por la sociedad entera a través de la institución depravada de la esclavitud. A diferencia, por ejemplo, de La lista de Schindler, de Steven Spielberg, sobre un industrial alemán que salvó a cientos de judíos y por ende tiene un elemento de esperanza y redención, 12 Years a Slave es un catálogo de horrores. Es una experiencia punitiva para el público. Northup no es un héroe moral. No se levanta contra sus captores (cuando lo hace, lo paga caro), no incita una rebelión, no salva a nadie más que a sí mismo. De hecho, su heroísmo consiste en pasar inadvertido y deslindarse del hombre culto y sofisticado que fue para aparentar ser un bruto analfabeto, sumiso y asustado. Es exactamente el contrario de un héroe como Oskar Schindler. Y es lo opuesto a un héroe dramático convencional; un hombre que para sobrevivir tiene que desaparecer como persona.

A diferencia de sus otras películas independientes de “arte”, de modesto presupuesto y con un actor principal que en su momento no era tan famoso, en 12 Years a Slave McQueen tiene el respaldo de un estudio poderoso en Hollywood e intenta atraer a un público mucho más amplio. Es aquí donde se siente la tensión entre la autenticidad y la comercialización. McQueen pudo haber escogido a un actor de más renombre y mejor respuesta en taquilla para interpretar a Northup, pero ver a Will Smith o Denzel Washington hubiera creado una barrera contra la verosimilitud de la experiencia. McQueen eligió a los actores Chiwetel Ejiofor y Lupita N’yongo para interpretar a los esclavos principales sin correr el riesgo de que su fama distraiga al público. Aunque los personajes blancos están interpretados en su mayoría por actores conocidos, como Fassbender, Benedict Cumberbatch, Paul Giamatti, Paul Dano y hasta Brad Pitt (uno de los productores del filme). Si bien es cierto que fuera de Pitt los demás son actores de carácter, su presencia rompe con la ilusión de veracidad y aunque todos hacen su papel con profesionalismo y dignidad, su celebridad es una distracción y aleja al público de la visceralidad que busca el director.

Como punto de comparación, cuando Paul Greengrass realizó United 93 (2006), sobre los atentados del 11 de septiembre, no utilizó a ningún actor conocido y empleó también personajes reales para crear un efecto casi documental. Las decisiones creativas de Greengrass, como un uso de cámara documental y actores desconocidos, hacen que la película se sienta como una recreación fidedigna de la experiencia de ese suceso; United 93 es la mejor película que se ha filmado sobre este evento histórico, aunque muy poca gente la vio. Pasó casi inadvertida quizás porque el público no estaba listo todavía para presenciar una recreación de aquel día, pero más aún porque no tiene estrellas de cine, que son las que venden boletos. Es una película que no compromete en nada su autenticidad, una experiencia espeluznante que no gozó de éxito comercial. Ese es el dilema con el que se topa Steve McQueen. Una de las facetas más interesantes de 12 Years A Slave es que no logra equilibrar del todo el impulso de la autenticidad con el deseo válido de llegar a un público más amplio.

Aun así, 12 Years a Slave es la cinta más importante sobre el tema de la esclavitud en la historia del cine estadounidense. Asimismo, es la película que más nos acerca a la experiencia de la esclavitud. Northup es vendido, comprado y canjeado como si fuera una herramienta más de trabajo. McQueen presenta escena tras escena de degradación y crueldad, con una visión realista y antisentimental. Sin embargo, el público se protege emocionalmente de los azotes porque no tiene lugar más que para la incredulidad y la indignación. La sensibilidad de McQueen, a diferencia de la de Spielberg, es antiheroica. En ningún momento hay un intento por hacer sentir mejor al público con algún desplante de heroísmo, una rehabilitación subsecuente de Northup, el debido castigo para sus torturadores o un personaje noble que lo salve de su predicamento. Éste no es un cuento de hadas, pero por su misma realidad descarnada quizás no tenga la fuerza emocional que logran películas mucho más sentimentales. Sólo hasta la escena final se desata un torrente de emoción en una culminación devastadora.

A pesar de que 12 Years a Slave es una buena película, bien realizada, con un punto de vista inteligente acerca del papel de la esclavitud en la historia de los Estados Unidos, no es una película fácil de apreciar. Se siente torpe en momentos, falsa en otros, imponente e impactante en otros más. McQueen se rehúsa a utilizar ciertas convenciones narrativas para suavizar la crueldad de la historia, y hay una secuencia en particular que resume la degradación de la esclavitud, que es una muestra de la sofisticación artística del director y que podría ser un corto magistral. Por otro lado, por momentos asoman ciertos recursos comerciales, como la aparición de actores de renombre o el uso de la música. ¿Es apropiada la música de fondo en una escena de tortura? La tensión entre la visión artística de McQueen y el querer apelar a un público más amplio no está resuelta. A pesar de las excepciones que hace McQueen por alcanzar un público masivo, por ser una historia tan amarga, queda por verse que la cinta llegue a ser un éxito de taquilla, aunque es un éxito rotundo de crítica.

En contraste, El mayordomo de la Casa Blanca, del director negro Lee Daniels, también basada en la vida real de un personaje negro que sirvió a cuatro presidentes, de Eisenhower a Reagan, es totalmente opuesta en términos artísticos a la visión de McQueen. Es un pastiche de lo más artificial, sentimental, obviamente didáctico, emocionalmente manipulativo; en resumen, una clásica película comercial de Hollywood, con un héroe noble (aunque equivocado históricamente), un reparto estelar que incluye a Oprah Winfrey y Mariah Carey, y con generosa música de fondo para apurar las lágrimas. Es el equivalente de la estampita de la tarea de la escuela o una de esas atracciones de Disneylandia que resumen la historia de Estados Unidos con muñecos animados en forma de presidentes. Y, sin embargo, emocionalmente conmueve mucho más, y en consecuencia ha sido un enorme éxito comercial.

Cecil Gaines (el excelente Forest Whitaker) sufre terribles injusticias de niño, cuando su familia trabajaba en una plantación, mucho después de la abolición de la esclavitud, pero todavía con rezagos de impunidad. En los años cincuenta y sesenta, casi un siglo después de la emancipación de los esclavos, a los negros en el sur se les discrimina, lincha, maltrata, humilla y segrega sin consecuencias legales. Cecil aprende a ser un sirviente (a quien no se debe ver ni oír) y llega hasta la Casa Blanca, donde aparentemente cada vez que entra a servir un martini o un café el presidente en turno está resolviendo el problema de los derechos de los negros. La interpretación quieta y meticulosa de Whittaker es sensible y conmovedora. No debe ser fácil para un actor, y mucho menos para un estadounidense, internalizar lo que significa ser un sirviente. Pero en todos sus gestos y acciones Whittaker plasma auténticamente la vocación de servir. Cecil es un hombre servil, pero tiene dignidad. Su vocación le impide rebelarse o siquiera estar de acuerdo con aquellos que luchan por la igualdad de derechos. Éste es su talón de Aquiles. Además, tiene un hijo que convenientemente acompaña a Martin Luther King y trama la revolución junto con los Panteras Negras. Mientras tanto, Cecil, metido en la Casa Blanca, es un testigo pasivo de la historia de su propio pueblo. Sin embargo, algo cambia en él. Se resiste a la rebelión, pero finalmente se da cuenta de su lugar en la vida en una epifanía más bien amarga. El simple hecho de que finalmente vea las cosas de otra manera lo hace un personaje muy digno de simpatía. Ha habido quejas sobre las libertades poéticas que Daniels se toma para resumir la historia de la lucha por los derechos civiles en la vida de este personaje. Uno no debe esperar una veracidad prístina por parte de las películas comerciales, pero la paradoja de ésta es que es patentemente artificial y sin embargo tiene un impacto emocional mucho más inmediato que la autenticidad castigante de 12 Years A Slave.

Entre el cine de arte que pocos ven y el cine calculadamente comercial hay un tercer camino que ha logrado el éxito popular y de crítica. Hace ya un par de años que Quentin Tarantino realizó su película sobre el tema de la esclavitud, Django Unchained, y antes de eso hizo una sobre los nazis, Inglorious Basterds. El método Tarantino utiliza las atrocidades históricas no para recrear verazmente la historia, sino para comentar cómo es representada en el cine de género. A Tarantino no le interesa la verosimilitud sino la representación cinemática de los sucesos históricos. Tarantino se escuda en los géneros cinematográficos para comentar con irreverencia no sólo los hechos históricos sino los estereotipos raciales que perduran en el cine. Inglorious Basterds celebra películas de guerra antinazis como The Dirty Dozen o The Eagle Has Landed. Por eso sostiene una exuberante trama en la que un batallón de soldados judíos estadounidenses se venga de los nazis, algo que jamás sucedió en la realidad.

En el caso de Django Unchained, el género de las películas de blaxploitation (películas de segunda hechas por y para negros) le da una distancia irónica que le permite explorar la crueldad y la violencia de la esclavitud y la imbecilidad del racismo al mismo tiempo que satiriza los lugares comunes y estereotipos raciales que el cine perpetúa. Django Unchained es una fantasía de venganza negra así como Inglorious Basterds es una fantasía de venganza judía, pero mientras que la primera se reduce a un divertido ejercicio de género, la indignación contra la esclavitud y el racismo en Django es auténtica y profunda. Django es una película culturalmente importante porque explora con total candidez la sed de violencia y el degradante legado de la esclavitud y el racismo, tanto en la historia como en la cultura popular estadounidenses. Simplemente, el personaje interpretado por el gran Samuel L. Jackson es un compendio de todos los estereotipos sobre los negros que existen en el cine de ese país. Precisamente por ser una película honesta y atrevida, Django tiene un efecto catártico importante, ya que apela directamente a nuestra humana sed de venganza, satiriza la absurdidad del racismo y no perdona nuestros sueños de opio colectivos. Su misma artificialidad, exagerada por el director con una banda sonora espectacular, estrellas de cine de primera y secuencias de violencia caricaturesca, le confiere un valor cultural importante. Django entretiene, pero también rompe tabués con audacia.

¿Por qué es la esclavitud un tema relevante hoy en día? Las leyes han cambiado, el racismo de Estado ha desaparecido, pero los prejuicios sociales perseveran, y en algunos estados retrógradas (no por coincidencia, los estados del sur) se han recrudecido desde el advenimiento de Obama. Actualmente, en los Estados Unidos hay un negocio de cárceles privatizadas que lucran a base de mantenerse llenas de reos. Para que sean rentables hay que equiparlas con presos, la gran mayoría de ellos jóvenes negros o latinos. Lo mismo sucede con el encarcelamiento de inmigrantes indocumentados en centros de detención también privados a los cuales el Estado paga una cuota por detenido. No existirá más la esclavitud, pero el racismo sigue siendo negocio.

Los estados del sur, desprovistos del gran negocio de la esclavitud, mantienen hasta la fecha un resentimiento feroz contra el involucramiento del gobierno federal en sus asuntos. Están compuestos en su mayoría por simpatizantes republicanos que detestan pagar impuestos, atacan los programas sociales que ayudan a los pobres (es decir, a las minorías), son rabiosos defensores del derecho a portar armas (véase el caso de George Zimmerman en Florida) y se resisten a las leyes más progresistas del país. En la era de Obama no es extraño que salga a relucir el tema de la realidad de los negros en la historia y la sociedad estadounidense. Quizás la presidencia de Obama ha inspirado a los realizadores a tocar un tema que hasta ahora ha sido virtualmente ignorado por la industria del entretenimiento. Seguimos a la espera de más cintas que logren el difícil equilibrio entre la autenticidad histórica y un éxito artístico y comercial.

© Revista Replicante

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