Bárbara Lennie sufrió
de niña las burlas de sus compañeros por su acento argentino
La actriz Bárbara Lennie (Foto: Jordi Socías) |
Por Manuel Vicent
Mira a la cámara. Levanta la barbilla. Vale. Separa un poco
los labios. Ahora ponte una mano en el pelo. Así. Muy bien, Bárbara. Vuelve la
cara hacia la izquierda. Más. No tanto. Muy bien. Ahora me vas a hacer un
favor. ¿Puedes llorar?, le preguntó finalmente el fotógrafo. Y Bárbara se
concentró no más de diez segundos y a continuación la cámara fijó su rostro con
los ojos empañados. Habría que preguntarse en qué placa de su memoria fue esta
actriz a buscar las lágrimas.
Es bien sabido que también lloran los caballos
pura sangre al final de una carrera en el hipódromo, unos lloran por el triunfo
y otros por la derrota.
El éxito en la vida es un caballo blanco cuyo designio nadie
puede adivinar. Allá por el año 2000 este bello animal sin montura ni bocado, después
de recorrer medio centenar de centros escolares, entró a su aire en el
instituto de secundaria San Juan Bautista, de Madrid, en busca de jinete. Entre
la explosión hormonal que llenaba los pasillos y recreos se corrió la voz de
que en un aula se iba a realizar un casting para una película. En ese centro
estudiaba una chica de 15 años, llamada Bárbara Lennie. Era guapa y lista, una
más entre muchas como ella, pero fue ella y no otra la elegida por el caballo
para dejarse montar. Un compañero de instituto, Jonás Trueba, le dijo: “La
película la va a rodar mi amigo Víctor. Yo he escrito el guion. Preséntate a la
prueba. Tú serás Gloria, la protagonista”. No perdía nada. El director le
explicó en qué consistía el papel. Ella sería una adolescente turbadora,
sensual e inalcanzable que debía darle celos a un compañero, ahora quiero,
ahora no quiero, ahora me gustas, ahora te odio, hasta volverlo loco. Le hizo
gracia. Era tal vez el juego que se traía con Jonás, que andaba en secreto
medio enamorado de ella. Víctor García León rodó su primera película Más pena
que gloria y entre los dos, Víctor y Jonás, hijos a su vez de cineastas
consagrados, juntaron las manos para hacerle de estribo y la ayudaron a montar.
Todo caía en casa. Eran amigos, tenían talento, vivían a salto de mata. Bárbara
se unió al grupo y desde entonces no ha cesado de cabalgar a pelo bravamente.
Es hija de padres argentinos, militantes de izquierdas, que
a raíz del golpe de Videla en 1976 se vieron forzados a exiliarse, cada uno por
su lado, a España, donde se conocieron y se casaron. Bárbara Lennie nació en
Madrid, el 20 de abril de 1984, en medio de la turbulenta movida socialista. La
pareja regresó a Buenos Aires con la niña de seis meses en brazos cuando cayó
la junta militar, se instaló en el barrio de Palermo, elegante, arbolado y
lacaniano, con un psicólogo en cada farola, por donde discurría la ciega sombra
de Borges y la ausencia de Cortázar. Allí permaneció la familia seis años. Los
primeros recuerdos de Bárbara son de ese tiempo en Argentina con una primera
memoria feliz de los veranos en la quinta que sus abuelos poseían en City Bell,
una barriada residencial cerca de La Plata con columpios en el jardín y largas
sobremesas de asados siempre arruinados al final con el relato sobre algún
familiar desparecido o con el pormenor de las torturas en la Escuela de
Mecánica de la Armada de algunos compañeros de universidad antes de ser
arrojados desde un avión al mar.
Ser argentino consiste en estar lejos, en estar triste. Esta
vez no fue la violencia de los militares sino la crisis económica la que obligó
a los padres de Bárbara a volver a España. La brutal inflación provocada por el
gobierno de Carlos Menem, aquel turco cuyo rostro iba siempre colgado de sus
enormes patillas, había llevado a Argentina al borde de la indigencia. El padre
como médico y la madre como psicóloga se instalaron en El Pinar de Chamartín.
La niña sufrió la burla de sus compañeras en el colegio de las Naciones por su
acento, pero allí aprendió a fajarse con la vida en aquellos años noventa que
en este país se barajaban los especuladores del ladrillo con los señoritos que
iban a misa los sábados con un cochino sangrante en el maletero del
monovolumen. Chatarreros y tiburones de piscina mentolada formaban un
conglomerado todo a cien. Era también era un tiempo en que se veía a
adolescentes con un estuche de violonchelo a la espalda como un ala de ángel
cruzar los túneles y descampados más duros de la ciudad camino del
conservatorio o machacándose en el gimnasio o buscando el equilibrio de la
cobra sobre la esterilla del yoga. Bárbara siguió su ruta. En la Escuela de
Arte Dramático le enseñaron a dominar los siete vuelcos que el corazón de una
actriz puede dar sobre las tablas para llevar el llanto, la duda y la locura a
la carcajada. Ella aportó una belleza enigmática y los siete velos en la
mirada.
Lloran los caballos en la meta, lloran las corzas antes de
ser devoradas. Fueron unos pocos segundos. Mientras el fotógrafo fijaba el
objetivo de la cámara Bárbara Lennie solo por complacerle le regaló unas
lágrimas. Tal vez fue a buscarlas detrás del espejo de la memoria en aquella
quinta de City Bell donde se columpiaba en un jardín oyendo hablar de amigos
torturados bajo el olor de la carne asada, o en el desgarro de un desamor
cuando todas las canciones hablaban de ella o en la ebriedad del éxito que le
proporcionaron los aplausos con un Goya en los brazos. Nunca preguntes por qué
lloran los caballos.
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