Por Carlos Fuentes |
«El Yo es detestable.» Arthur Rimbaud, que se sabía hacer
querer o detestar en iguales medidas, se amó y se odió a sí mismo en medidas,
acaso, superiores. Su clamor de un ego detestable va a contrapelo del amor que
todos sentimos hacia nuestro propio yo, acariciado, admirado, vestido y
revestido en ese espejo interno que casi todos quisiéramos externar, como lo
hacen superiormente los italianos, en el culto y la certidumbre de «la bella
figura».
Que muchísimas personas no pueden, ni quieren, ni se atreven a
traspasar esa vanidad de vanidades, es cierto porque en el mundo hay fealdad y
hay imperfección, que no se ignoran, y hay humildad y hasta humillación, que
así se quieren.
Pero el «yo» común —el ego, ese pequeño argentino que todos
llevamos dentro, según un viejo e injusto chiste latinoamericano— sí puede
manifestarse, bello y admirativo, como un serio defecto moral. Puede ser un
estado psíquico que se convierte en un fin en sí mismo, excluyente no sólo de
los otros, sino, al cabo, del yo mismo, de la virtud personal. El yo vanidoso
es el pigmeo del ser. Puede representar esa parte de nosotros mismos en la que
depositamos, sin darnos cuenta, lo que más odiamos en los demás. El yo se
vuelve fácilmente contra sí mismo. El enano egoísta se agiganta hasta convertirse
en monstruo vengador de nuestro yo detestable.
El yo puede extraviarse creyendo que existe en perfecto
aislamiento ególatra. Esto significa que se engaña creyendo que puede ser sin
necesidad de lo que ya es. El «conócete a ti mismo» socrático no es sólo un
mandamiento dirigido a la interioridad. Pero también es eso: un llamado a la
inteligencia del ser interior que a veces perdemos en la egolatría, la
autosatisfacción, el espejo de la vanidad. El llamado socrático, más bien, lo
es a la crítica del yo que no tiene el valor de admitir sus defectos pero
también a cultivar los que sólo pueden florecer en el marco del yo. Pues aunque
el mundo nos preceda y nos continúe, lo que existe fuera de nosotros pasa por
nosotros. El yo filtra, resume, reflexiona y añade algo al mundo, pero sólo
porque, por más detestable que pueda ser, existe. Está allí.
El yo es el marco, no de toda la realidad, pero sí de una
parte indispensable sin la cual la realidad no tiene escenario donde actuar.
Quizás «yo» no sea el pronombre más honorable. Pero no hay «tú» que no provenga
de o se dirija a «yo», ni «tú» y «yo», al cabo, que puedan sustraerse del
«nosotros». Pero a su vez, ¿puede haber «nosotros» que exilie de su peligrosa
comunidad al yo y al tú, sin convertirse, a su vez, en peligrosa abstracción
política?
El yo fue propuesto por los estoicos y por Rousseau como
ciudadela del alma. «No te dejes conquistar por nada salvo tu alma», dijo
Séneca, natural de la Córdoba latina. Y exclamó el Ciudadano de Ginebra: «¡Oh
virtud! ¿No basta para aprender tus leyes volver a nuestro yo?» Llevada a su
extremo, la protección del valor intrínseco del yo nos abandonaría en el sillón
de Pascal, para quien todas las desgracias del mundo provenían de la
incapacidad de quedarse quieto en casa, sentado en un sillón. Y, acaso, desde
la ciudadela estoica y desde la silla pascaliana, el yo puede exhibir muchos de
sus méritos. Puede, por ejemplo, atesorar lo que queda de la infancia. Puede,
también, alimentar la imaginación y desplegarse creativamente.
Escribir, pintar, componer, pensar, son ocupaciones
solitarias del yo. Sólo una opresiva dictadura puede tachar de egoísmo y
traición a la solidaridad la necesaria soledad para escribir un poema, como lo
hiciese Stalin contra Ajmátova. En el yo se manifiestan los deseos, se cultivan
las virtudes y se enmiendan los errores. Una parte de la fuerza vital tiene,
pues, su raíz en el yo, que la emplea para la propia conservación. Es la parte
indispensable del egoísmo. Renunciar a la propia conservación es renunciar al
yo en aras de otro valor que puede ser la patria, la convicción política, el
amor, la justicia.
Nuestra esperanza es que el sacrificio, en vez de
aniquilarlo, fortalezca a nuestro yo. Mas cuando el yo es fortalecido, ¿no pasa
a otra categoría despojada de los vicios de la egolatría? ¿No pasa el yo a ser
persona?
Ya sé que persona significa, etimológicamente, máscara. La
máscara del teatro clásico, sin embargo, no fue inventada para ocultar sino
para «sonar», personare, es decir, para dejarse escuchar. El yo que es persona
es consciente de sí porque es consciente del mundo. El yo narcisista se ahoga
en su espejo. La persona rescata de la agonía al yo protegiendo y manifestando
las reservas que el yo ególatra, acaso, desconoce. Conócete a ti mismo. El yo
solitario se convierte en persona describiendo cómo se formaron su corazón y su
mente, cómo se alimentan su imaginación y su pasión. La soledad del individuo
creativo es, de esta manera, una ilusión. Lo que escribe, pinta, compone, crea,
imagina, dispone, es ya el yo personal, el yo con atributos. El yo soy se
vuelve inseparable del porqué y el para qué soy.
Conocerse a sí mismo no significa, entonces, amarse a sí
mismo.
Escenario de la creación, el yo personal puede ser heroico
en su capacidad de dar cauce a la imaginación más poderosa. Pero la agita la
tradición, poderosa también, del desorden romántico (Byron) o posromántico
(Burroughs) como condición de la creación: el desarreglo de los sentidos, para
regresar a Rimbaud. Son pocos y aislados los casos en que este espejismo de la
creación combustible, alimentada de alcohol, sexo, droga, exceso, deje frutos
perdurables. Flaubert, como lo quiso Pascal, ya no se movió de su casa, como no
se movió Velázquez de su corte, ni Beethoven de su aldea, ni cambió Kant los
horarios y la ruta de su prevista caminata diaria. La vitalidad de Balzac no
necesitó más vicios que la gula, las mujeres y las cincuenta mil tazas de café
que lo mataron. Cervantes, el modelo de ironía domeñada, pasó tiempo en
cárceles y burocracias nada heroicas, y Sade, el modelo de desorden extremo,
también se vio obligado, encerrado en cárceles y manicomios, a imaginar más de
lo que podía hacer. Shakespeare estaba demasiado ocupado actuando y
administrando teatros como para darle a su yo más respiro que la escritura
misma y a Dante ni la agitación política florentina pudo apartarlo de una
Commedia que no ocurre ni en el Cielo ni en el Infierno, sino a la mitad del
camino de la vida, en la selva oscura del propio yo... No hay, pues, reglas
estrictas respecto al yo creativo. Wordsworth es la normalidad misma. Su amigo
Coleridge, el desorden. Baudelaire une disciplina y desorden. Hugo llega a
escribir cómo ser un buen abuelo. Dickens, a su pesar, es un ser doméstico y
Wilde transgrede la domesticidad, acaso, también, a pesar suyo. La lista de los
contrastes es interminable, pero la regla de la creatividad es estricta. Se
llama disciplina. Se llama saber estar solo. Se llama enmarcar el yo en una
proyección que lo trasciende en la persona.
La personalidad creativa nos dice que el peor pecado del yo
es dispersarse en ocupaciones banales. Y yendo un poco más lejos: trabajando en
lo que no nos gusta. El yo verdaderamente desgraciado es el que disipa sus días
en una ocupación que detesta y que, pesadumbre peor, no puede abandonar y
convierte, inconscientemente, en costumbre y al cabo en fatalidad. Esta gama va
desde el joven camarero del restorán que no oculta el desagrado de su ocupación
hasta el viejo camarero resignado a que esto, servir mesas, es su destino. En
medio, está el camarero alegre, orgulloso de su servicio, capaz de otorgarle
valor y sentido a la gracia —no la desgracia— de contribuir al bienestar del
mundo. El gruñón y el resignado se encuentran sobre todo en el mundo
anglosajón, mundo de desplazamientos agrios y de insatisfacciones visibles.
El individuo orgulloso de su trabajo porque sabe que todo
trabajo es digno y creativo, se da sobre todo en el mundo latino y
mediterráneo. Pero la ubicación social es lo de menos. El aristócrata,
rencoroso si es pobre, fainéant si es rico, y, rico o pobre, desdeñoso, ha sido
desplazado y superado, en casi todo el mundo, por el empresario que puede ser
enérgico, generoso y simple, o sofisticado, miserable, pero, siempre, enérgico.
Hablo desde nuestra tradición fáustica y no me concierne
(porque la desconozco) la espiritualidad oriental que muchos amigos míos
comprenden y practican. Acaso compartamos la convicción de que conocerse a sí
mismo no significa ni adorarse a sí mismo ni poseer la verdad absoluta, sino la
capacidad de vivir de acuerdo con normas mínimas de disciplina, proyectos de
trabajo y saber estar en el mundo, solo o valorando la amistad y el amor. Lo
demás, se lo lleva el remolino. Los héroes románticos envejecen. Las mujeres
más bellas se arrugan. Las heroínas mueren temprano de la heroína. Y el yo
puede perderse creyendo que es sin necesidad de lo que debe ser.
El yo establece sus jerarquías y el mundo las suyas. El
desafío consiste en saber hasta dónde se aceptan y justifican el orden exterior
al yo y hasta dónde el yo que es capaz de aceptar, cambiar, reordenar al mundo.
El místico puede hacerlo, de nuevo, desde el sillón de Pascal. Los demás,
obligados a salir al mundo, nos vemos obligados también a reflexionar sobre
nuestra relación con lo que es fuera de nosotros. Yo creo conocerme porque
habito mi piel («lleno de mí, sitiado en mi epidermis»: Gorostiza) pero cuando
salgo de mí, creo desconocerme porque experimento la sensación de que el mundo
me desconoce. ¿Cómo hacerme conocido del mundo
sin perder el conocimiento de mí? ¿Cómo enriquecer al mundo enriqueciendo mi yo?
Salir de uno mismo es ya
transformarse descubriendo algo otro que, desde siempre, nos habitaba.
Amor, amistad, experiencia. Las categorías que presiden este libro explican,
desde luego, cómo se transita del yo a
la persona y de la persona al mundo, a
los otros, a la sociedad.
El camino no es fácil. Tenemos, en ocasiones, la fuerte sensación de que, sin caer en la
egolatría, mientras más solos y más aislados, más unidos nos encontramos a lo
que, siendo de todos, creíamos que era sólo nuestro. La palabra, el sueño, la
memoria, el deseo, el sol, la playa que recorremos descalzos, ¿son sólo
nuestros? ¿O por ser tan nuestros, son de todos? El yo primario puede sentir
que reina sobre un mundo invisible para todos menos él mismo.
Hay satisfacciones del yo que consisten en saberse distinto
de los demás e, incluso, ajenos al momento.
Pero esa misma calidad del yo sólo lo es porque es visitada
por algo fuera del yo. Podemos celebrar nuestra plasticidad original, la
ilusión de una soledad que se identifica con la primera creación. El mundo aún
no nos sojuzga. Somos diferentes a las verdades recibidas y a las virtudes
consagradas. El alma joven no se acobarda ante su singularidad idéntica a su
libertad. El yo siente que aquí está su momento estelar. Pero si permanece en
ese instante glorioso de la juventud, corre el peligro de empezar por definirse
para acabar por defenderse, de negarse a enriquecer el yo para acabar admitiendo
la invasión del yo por lo indeseable y lo imprevisto, de trocar el valor
juvenil en temor inmaduro, de acabar arruinados, de viejos, por lo que amamos
de jóvenes...
El yo debe aprender cuanto antes que no hay peor enemigo que
uno mismo. Que no hay peor fantasma que el espejo propio. Y que, al cabo, como
advierte Salvador Elizondo, nadie se disfraza de nada peor que de sí mismo. La
juventud puede ser un terrible pleonasmo si no tiene la valentía de salir de sí
misma, exponerse a la caída, no saber si la puerta da al precipicio. Sin
embargo, aun quienes, como yo, vivimos ya en la edad testamentaria, guardamos
como un tesoro los momentos de la juventud que siguen alimentando a nuestro yo
a lo largo de los años. Basta detenerse un momento para pensar, ¿qué nutre mi
yo?, ¿qué permanece para siempre en mí? Paradójicamente, la respuesta vendrá
casi siempre de lo que llegó de fuera, el momento consagrado del amor, de la
amistad, de la creatividad compartida.
El yo cree en el placer, la risa, la buena mesa, el sexo.
Cree en sí mismo, a veces siente orgullo de sí mismo pero a veces se avergüenza
de sí mismo. ¿Quién no carga la mancha de una vergüenza, un faux pas, una
oportunidad perdida que, de sólo recordarlos, nos cura de la amenazante hubris
de creernos, en términos mexicanos, el mero mero, la madre de los pollitos y el
papá de Tarzán?
Kierkegaard decía que no podía olvidarse de sí mismo ni
siquiera al dormir. «Puedo abstraerme de todo menos de mí mismo.» ¿Defecto?
¿Virtud? ¿O, a partir de su mera manifestación filosófica, invitación a
trascender el yo, a potenciarlo, a cultivarlo para engrandecerlo y valorarlo en
el contacto con los demás? Los demás no son lo de menos. El yo sólo alcanza
plenitud cuando sale de sí mismo y crea su vida, a la vez que la habita. El yo
en el mundo es como una casa en la que sólo se vive mientras se construye. Y la
tarea es interminable. Alcanzamos, con suerte, a darle un valor compartido. Mi
subjetividad, mi yo, sólo adquiere valor si se une a la objetividad del mundo
exterior a mi yo y al cual me ligo mediante una subjetividad colectiva que
llamamos civilización, sociedad, cultura, trabajo.
Pero una vez allí, en el centro de esa estrella que nos da
la sensación de plenitud —yo, el mundo y mi subjetividad enriquecida por la
sociedad y la cultura a las que mi trabajo enriquece—, todos nos miramos de
nuevo en el espejo del yo, miramos allí la vanidad herida, el egoísmo
detestable, el reflejo en nosotros mismos de lo que más odiamos en los demás,
nos sentimos culpables si cerramos los ojos, quisiéramos suplir el mandato
socrático por un absoluto «ignórate a ti mismo», abrimos de nuevo los ojos, nos
vemos desnudos en el espejo y reconocemos al cabo lo que más angustiosamente
nos identifica, a cada uno en la soledad y a cada uno en la comunión con
nuestros semejantes.
Es una hostia amarga. No tiene respuesta. No sabemos qué es
el cuerpo. No sabemos qué es el alma. Y nada nos identifica más que la
ignorancia de lo que somos. «La manera como el cuerpo se une al alma no puede
ser entendida por el hombre y, sin embargo, es el hombre» (San Agustín).
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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