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Por Pablo Mendelevich |
La mayoría de los analistas está advirtiendo que el domingo por la noche habrá muchas interpretaciones cruzadas respecto de los resultados que importan para determinar quién ganó y quién perdió las elecciones. Pero quizás sea necesario considerar que en dos escenarios podría no haber ninguna controversia.
Uno es que el peronismo arrase en la provincia de Buenos Aires y haga una mejor elección de lo esperado casi en todas partes. Eso ya sucedió antes. El otro, que los libertarios ganen muy fuerte en varias provincias importantes, que en Buenos Aires remonte de manera considerable la derrota del 7 de septiembre y que luzca un total nacional muy victorioso. Eso también sucedió. Fue en el balotaje de 2023, cuando Milei obtuvo la segunda marca de la historia en elecciones presidenciales, récord imprevisto.
Es una obviedad: con resultados contundentes pierde sentido discutir si lo que importa son sufragios, bancas, distritos, regiones, asegurarse un tercio de la Cámara de Diputados o el total nacional en porcentajes. Si erran los pronósticos de paridad relativa, para reconocer al ganador bastará el domingo por la noche con poner la tele y ver que en uno de los dos búnkeres principales casi todos se fueron a dormir, escena certificada con unos pocos sobrevivientes de irrefutables caras largas.
Ningún resultado contundente, según los encuestadores, está entre lo más probable. Los que dicen saber hablan de resultados parejos. Pero hay dos problemas. El primero es que las encuestas cada tanto fallan. El segundo, que eso fue lo último que pasó: vienen de fallar con estrépito. Fue hace apenas un mes y medio en las cruciales elecciones bonaerenses, las cuales resultaron ser mucho más cruciales precisamente por la sorpresa de la contundencia que se trajeron bajo el poncho. Un error de cálculo demoscópico atribuido en gran medida al ausentismo.
El ausentismo se ha vuelto una de las variables electorales más rebeldes. ¿Cómo se encuesta a un desertor? Resulta muy difícil saber de antemano cuántos electores se van a quedar en sus casas. Hay personas que deciden si votan o si desertan mateando frente al televisor el mismo domingo por la tarde. Determinar fehacientemente de quién son (o habrían sido) esos votos tampoco es algo tan sencillo para los expertos en opinión pública que estudian a los votantes.
La sorpresa histórica del 7 de septiembre sólo es comparable con las PASO nacionales de hace seis años cuando la fórmula Fernández-Fernández se alzó con el 47,78 por ciento contra el 31,80 de Macri-Pichetto. Esos casi 16 puntos de diferencia impactaron en 2019 de manera inesperada en la vida política y económica del país, incluida en primer término la devaluación del día siguiente.
En las elecciones bonaerenses hubo de base una novedad institucional determinante, el desdoblamiento, decidido a último momento por Axel Kicillof tras largas vacilaciones. Nunca se lo había probado. Ahora, en las nacionales, también se fulminarán hábitos ancestrales. Por primera vez 36 millones de argentinos (el 78 por ciento de toda la población) están siendo convocados a elegir legisladores mediante cruces hechas con una birome en una hoja de papel fabricada y administrada por el Estado. Eso significa que los partidos políticos ya no reciben más toneladas de dinero para imprimir decenas de millones de boletas electorales (¿hasta seis padrones?), boletas no sólo usadas para votar sino como panfletos a la manera de un proselitismo artesanal que viene de la época en la que los presidentes usaban galera y se movían en carruaje.
El sufragio ya ni siquiera será ensobrado (no confundir este participio pasado con el adjetivo que Milei usa para insultar a periodistas). Mala noticia para las calesitas de sobres, una de las maniobras pergeñadas para hacer robo hormiga de sufragios. Es posible que esta modernización influya en el comportamiento colectivo, pero nadie sabe cómo. Sólo se puede imaginar que quienes se sientan derrotados empezarán por culpar del traspié a la boleta única de papel (cuyo acrónimo, BUP, parece una onomatopeya culposa). Lo que pasó fue que mucha gente se confundió con las cruces, dirán.
El peronismo sólo necesitaría eventualmente actualizar sus denostaciones contra la boleta única, a la que frenó todo lo que pudo. Cuando era presidenta, Cristina Kirchner llegó a decir en un discurso por cadena nacional que la tradicional boleta partidaria era irremplazable y que si un día se la llegaba a suprimir ella no votaría más. De algún modo el domingo cumplirá esa promesa. Los presos con condena firme no votan. Los líderes políticos no suelen dejar de votar por haber pasado los setenta años.
En la Argentina hay una regla, una sola, que no se modifica entre una elección y otra: es la que parece decir que las reglas electorales siempre deben cambiarse. Este año también se eliminaron las PASO, aunque de manera provisional. Todavía no se conoce bajo qué condiciones se harán las siguientes elecciones. Institucionalidad de plastilina. Los lingüistas y los filólogos suelen decir que el idioma está vivo, no porque lo crean un organismo biológico sino porque se comporta de manera análoga a un ser vivo en términos de evolución, de dinamismo. Pero en nuestro país lo que está vivo es el sistema electoral -se suele adaptar a las necesidades políticas de cada momento o incluso del gobernante de turno- cuando lo único vivo debería ser el electorado, no el sistema.
Por supuesto, una crítica al exceso de vaivenes no significa que no haya reformas plausibles, empezando por la desaparición, hasta por razones higiénicas y ecológicas, de la boleta partidaria. Y la consecuente defunción del cuarto oscuro. Tantas metáforas que inspiró, tantas leyendas, tantas picardías, el cuarto oscuro es hijo directo del voto secreto, que contra lo que a veces se cree no nació para que uno no le cuente al vecino o al primo por quién votó (cuestión que en todo caso no requiere legislación) sino para que las masas populares indefensas no fueran manipuladas por elites poderosas amigas del fraude.
El sufragio secreto se continúa preservando con la boleta única mediante un cambio físico de enorme valor simbólico. Este domingo el votante quedará a la vista de la mesa electoral, la cual, sin embargo, no podrá ver por quién sufragó ni saberlo luego. Que es más o menos como se vota en la mayoría de las democracias. Sin oscuridades.
Lo de la dificultad para interpretar los resultados de las elecciones solo legislativas, ahora llamadas de medio término a imagen y semejanza de Estados Unidos (hasta 1994 no se les podía decir así porque había dos elecciones intermedias) es un problema sin solución porque su raíz es política. El foco podría estar puesto en las bancas obtenidas y no en el recuento de los sufragios, se dirá, pero toda elección es un suceso político y las cosas no funcionan tan idílicamente. De hecho, las elecciones legislativas no son la única forma que tiene un gobierno de ampliar su dotación legislativa. Además de los acuerdos partidarios -lo más genuino de la vida parlamentaria- están las conversiones. Guste o no, siempre hay una cierta cantidad de diputados que ingresan a la cámara por un partido o por una facción y una vez en la banca se mudan a otra.
Cuando el sistema de partidos era más sólido solía discutirse acaloradamente delante del caso de algún tránsfuga si la banca le pertenece al legislador o al partido. Pero hoy el sistema exhibe un desdoblamiento entre el mandato constitucional que considera a los partidos como instituciones fundamentales de la democracia y la vida real, donde la organicidad -se los suele llamar espacios, no partidos- está en retroceso. No hay sanción para quien ingresa como oficialista y disgustado, divergente o indisciplinado, se aparta del bloque y deviene opositor, o viceversa.
Milei se jugará el domingo el método principal y el más legítimo para salir de su debilidad parlamentaria. Después le quedan los otros dos métodos: hacer acuerdos con aliados para votar leyes y conquistar almas díscolas de otros campamentos.
© La Nación
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