Por James Neilson |
La Argentina de Mauricio Macri tiene poco en común con el
país asustadizo, víctima predilecta de la maldad ajena, de su antecesora
Cristina.
El Presidente no cree que haya conspiradores poderosísimos en
Washington o Londres que se dedican a frustrar los proyectos geniales del
gobierno nacional por temor a que un día surja una gran potencia en el Cono Sur
de América latina.
Le parece evidente que los líderes de los países
desarrollados quieran que la Argentina se recupere pronto de sus diversos males
aunque sólo fuera porque les gustaría contar con un nuevo socio comercial
importante, razón por la que valdría la pena colaborar con ellos. Fue de
prever, pues, que al mirarse en el espejo de la política exterior, lo que ven
los macristas es algo muy distinto del país asediado por enemigos implacables
contra los cuales lucharon los kirchneristas.
Visto a través de los ojos de Cristina, el mundo es un lugar
mayormente hostil, lleno de reaccionarios malignos que no entienden nada, en
que sólo China, Venezuela, Cuba, Disneylandia y ciertas joyerías de Nueva York
o Roma están a la altura de sus expectativas. En cambio, Macri da por
descontado que la Argentina forma parte de la familia occidental y que por lo
tanto debería tratar de aprovechar lo que, para él, no es motivo de vergüenza
sino un privilegio valioso.
Davos es la aldea suiza en que Thomas Mann ubicó su gran
novela, “La montaña mágica”, en la que, entre otras cosas, en vísperas de la
Primera Guerra Mundial se enfrentaron un representante italiano de la
racionalidad liberal y un militante de ideas contestatarias que, andando el
tiempo, tendrían secuelas calamitosas. Se trata, pues, de una localidad
apropiada para las “cumbres” que todos los años celebran políticos, empresarios
y pensadores muy influyentes preocupados por lo que está sucediendo en el
mundo.
Para alivio de los demás asistentes, a Macri no se le
ocurrió intentar bajar línea o enseñar a sus homólogos europeos y asiáticos
cómo manejar sus respectivos países o negocios. Antes bien, procuró
impresionarlos hablándoles de las oportunidades que encontrarían en la
Argentina. Reza para que dentro de muy poco comiencen a llover dólares, euros,
yenes, rupias indias y –¿por qué no?– más yuanes chinos y, si aún quedan
algunos, rublos rusos, ya que si tardan en llegar le sería necesario
instrumentar la madre de todos los ajustes.
Con el propósito de forzarlo a hacer uso del famoso
helicóptero al que aludió antes de irse ella misma en uno, Cristina dejó la
caja vacía de todo salvo una cantidad fenomenal de pagarés de uno u otro tipo.
Fue su forma heterodoxa de desendeudarse. Para atenuar las consecuencias del
despilfarro del gobierno anterior, Macri espera que los líderes de las
potencias económicas entiendan que sería de su interés geopolítico ayudarlo a
rellenarla. ¿Es viable la estrategia –acaso la única, porque sería difícil
concebir una alternativa mejor– adoptada por el gobierno de PRO que no quiere
hacer trizas el gasto público? El que los yanquis ya hayan levantado el veto a
los créditos multilaterales para la Argentina es una buena señal, pero el
tiempo apura y, con la temporada de las paritarias a punto de empezar y los
gobernadores provinciales peronistas mostrándole los dientes, la plata empieza
a escasear.
Con cierta frecuencia, quienes no comulgaban con el
evangelio K criticaron a Néstor Kirchner y su esposa por subordinar la política
exterior a sus prioridades internas, provocando conflictos con Estados Unidos,
Uruguay y otros países, además de los fondos “buitre” y el Fondo Monetario
Internacional, porque sabían muy bien que atizar el nacionalismo rencoroso les
resultaría provechoso. Con todo, si bien en este ámbito como en tantos otros la
pareja patagónica exageraba, sucede que en todos los países la política
exterior se basa más en factores subjetivos que en un análisis frío,
presuntamente objetivo, de los pros y los contras de asumir posturas
determinadas frente al resto del planeta. Las elegidas por los Kirchner no eran
caprichosas. Bien que mal, suponer que el mundo no merece la Argentina y que
hay que defender por los medios que fueran las sagradas esencias patrias contra
lo foráneo es una arraigada tradición nacional que se remonta a los días de la
colonia. Otra, la reivindicada por los macristas, es que Argentina es un país
congénitamente occidental, que debe mucho a la Ilustración, y que negarlo es
insensato.
Como el yin y el yang taoísta, se trata de dos corrientes
que, en teoría, podrían ser complementarias –los países sin ningún sentir
nacional suelen desintegrarse; los que, por un exceso de tal sentimiento se
aíslan, casi siempre terminan mal–, pero que aquí se han mantenido tan
separadas que pocos gobiernos han logrado reconciliarlas. Lo que es peor aún es
que, por razones comprensibles, desde la primera mitad del siglo pasado el
nacionalismo ha tendido a ser cada vez más autocompasivo, ya que sus cultores
se habituarían a atribuir fracasos causados por la ineptitud de una clase
política de instintos corporativos a la rapacidad de las potencias
occidentales, de tal modo haciendo mucho más difíciles los intentos de
remediarlos. Cristina llevó la propensión así supuesta a tal extremo que, al
acercarse a su parte final la “epopeya” K, parecía resuelta a asegurar que el
país pronto experimentara una catástrofe tan grave como la de tres lustros
antes, tal vez por suponer que serviría para confirmar que, como nos había
advertido, el mundo sí es un mamarracho que cada tanto se cae en pedazos sobre
la cabeza de un pueblo inocente.
Macri y sus partidarios militan en otra tradición, la de los
convencidos de que la Argentina debería asumir su condición occidental y poner
fin cuanto antes a una rebelión inútil contra su propio destino, además, claro
está, del capitalismo liberal y otras características consensuadas compartidas
por virtualmente todos los países cuya cultura tiene sus orígenes en la
antigüedad grecorromana. A la gente de PRO no la entusiasman para nada el
indigenismo fantasioso o el tercermundismo retro de los kirchneristas y otros
que siguen aferrándose al revisionismo literario de los años sesenta y setenta
del siglo pasado. Prefieren la visión de Jorge Luis Borges a la de polemistas
como Arturo Jauretche. Por cierto, los macristas no se proponen ensañarse con
Cristóbal Colón que, según los precolombinos imaginarios del nacionalismo
vernáculo, entre ellos Cristina, fue un genocida nato que se las ingenió post
mortem, desde el más allá, para arruinar a la Argentina.
Para el gobierno de Macri, es prioritario restaurar la
relación con Estados Unidos que, para frustración de muchos, sigue siendo la
única superpotencia y, tal y como se perfilan las cosas, no dejará de serlo por
mucho tiempo más. También quiere reconciliarse con la otra potencia de raíces
anglosajonas, el Reino Unido, que ocupa un lugar clave en el mundo de las
finanzas internacionales. En Davos, las charlas amables de Macri y, no lo
olvidemos, Sergio Massa, con el vicepresidente norteamericano Joe Biden y el
primer ministro británico David Cameron, sirvieron para informarles que la
Argentina está de regreso y quiere retomar el lugar que cree natural en el
esquema mundial, el de un país aún débil que, siempre y cuando logre ponerse en
forma, podría desempeñar un papel muy importante. Acaso no sea casual que la
llegada al poder de PRO haya coincidido con el renacer de una pasión por el
“fitness” que no se limita a la alta burguesía; puede que, como el repudio al
derrotismo kirchnerista que se manifestó en las elecciones del año pasado, sea
otro síntoma de los cambios que están produciéndose en el seno de la sociedad
argentina.
A primera vista, la coyuntura internacional difícilmente
podría ser menos propicia para un nuevo gobierno que aspira a “reinsertar” el
país en el conjunto occidental luego de flirtear con la Venezuela chavista y,
para perplejidad de muchos, la República Islámica de Irán. Estados Unidos está
experimentando una crisis de confianza y la Unión Europea ídem, mientras que el
mastodonte chino está haciéndose menos voraz, lo que ha privado a nuestro
“socio estratégico”, Brasil y otros exportadores de materias primas de una
fuente de ingresos que creían permanente, y el mundo musulmán está
desgarrándose en conflictos feroces que amenazan con eternizarse.
Con todo, algunos macristas confían en que los desastres
ajenos los ayudarán. En la actualidad, apenas hay “emergentes” considerados
confiables, de suerte que inversores ambiciosos podrían decidir que, dadas las
circunstancias, les convendría probar suerte en la Argentina. Por lo menos, así
piensan algunos que señalan que el país parece estar relativamente libre de las
patologías que afectan a tantos otros y que, bien manejado, podría disfrutar de
muchos años de crecimiento económico vigoroso. ¿Una ilusión? Es posible, pero
puede que la confianza manifestada por Macri y el ministro de Hacienda y
Finanzas Alfonso Prat-Gay en Suiza contribuya a transformarla en una realidad:
al fin y al cabo, magnates como aquellos que encontraron en Davos, empresarios
que todos los días juegan con miles de millones de dólares, son tan proclives
como el que más a dejarse influir por corazonadas.
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