martes, 29 de diciembre de 2015

Los partidarios del fracaso

Por James Neilson
Dicen que Brasil es el país del futuro y que, gracias al talento notable de los políticos brasileños para decepcionar a los optimistas, siempre lo será. ¿Y la Argentina? Para desconcierto de quienes creen que, de proponérselo, podría convertirse pronto en uno de los países más ricos del planeta ya que cuenta con todos los recursos naturales y humanos necesarios para lograrlo, por motivos supuestamente éticos, buena parte de sus elites culturales y políticas ha preferido mantenerla subdesarrollada.

Es que a muchos no les gusta para nada el capitalismo. Les parece cruelmente exigente. Incluso la variante socialdemócrata que se encuentra en los países escandinavos y otros del norte de Europa les parece indigna de su aprobación. Si bien los políticos y politizados, los del “círculo rojo”, suelen hablar como izquierdistas, en el fondo la mayoría es llamativamente conservadora; se aferra con tenacidad a un orden que es mucho más corporativista que marxista o socialista, uno que ha resultado ser incompatible con el progreso económico y social que, ya es evidente, depende de la capacidad de los distintos países para manejarse en el mundo del capitalismo liberal globalizado por tratarse del único sistema que funciona relativamente bien.

No les impresiona el hecho de que todas las presuntas alternativas al capitalismo democrático han fracasado: algunas, de manera catastrófica al ser sacrificadas como cobayos decenas de millones de personas en experimentos revolucionarios; otras, entre ellas la improvisada por los kirchneristas, de forma más suave, ya que los aspirantes a rescatar al pueblo de las garras del “capitalismo salvaje” se limitaron a depauperarlo.

Así las cosas, dista de ser fácil el desafío que enfrentan el presidente Mauricio Macri y sus coequiperos. Además de tener que reparar los daños provocados por los kirchneristas que, al combinar rapacidad, militancia política, desidia y fe ciega en un relato disparatado, se las arreglaron para entregarles una herencia atroz, les será necesario convencer a los sectores ciudadanos más influyentes de que no hay más opción que la de acatar las reglas que rigen en el mundo desarrollado donde detalles como la seguridad jurídica y el respeto por los acuerdos no son considerados conceptos horribles, como dijo una vez un tal Axel Kiciloff. Por motivos que podrían calificarse de políticos, a los macristas les sería muy tentador aprovechar un eventual éxito inicial para darse un respiro y tratar de congraciarse con el grueso de la clase política nacional, demorando así muchos cambios estructurales sin los cuales la Argentina no logrará dejar atrás más de un siglo de frustraciones.

El camionero Hugo Moyano no es el único que detecta un “olor a los 90” en la estrategia emprendida por Macri. En la Argentina, parecería que abundan los convencidos de que el derrumbe que siguió al colapso de la convertibilidad mostró de una vez y para todas que el capitalismo no sirve para nada y que por lo tanto sería mejor mantenerlo a raya, como si el sistema económico vigente en todos los países desarrollados se caracterizara por nada más que la voluntad de los gobiernos de defender cueste lo que costare una moneda sobrevaluada, alternativa esta que, dicho sea de paso, los macristas acaban de repudiar al desmantelar el cepo.

Sea como fuere, acaso convendría más preguntarnos si una sociedad tan reacia como la argentina a soportar por mucho tiempo la estabilidad monetaria sería capaz de prosperar aun cuando el Gobierno hiciera todo bien. La convertibilidad resultó ser demasiado rigurosa porque los políticos y empresarios locales, lo mismo que sus equivalentes griegos cuando su país adoptó el euro, no tardaron en encontrar el modo de burlarse de los límites fijados por la realidad económica.

La hostilidad hacia el capitalismo tal y como lo practican en otras latitudes se ve acompañada por la convicción de que aquí nunca funcionan las recetas foráneas. Quienes piensan así insisten en que la Argentina es tan diferente que sólo a un ignorante se le ocurriría prestar atención a técnicos extranjeros que hablan de lo peligroso que es permitir que la inflación se vuelva crónica o lo bueno que sería abrirse a la inversión.

Pues bien, aunque es innegable que los voceros de instituciones como el Fondo Monetario Internacional propenden a subestimar la importancia de las inasibles idiosincrasias nacionales, la verdad es que no tienen más alternativa que la de fingir creer que todos los distintos países se asemejan y que sería injusto discriminar en desmedro de los rezagados explicándoles que deberían conformarse con una economía de segunda. Al fin y al cabo, no pueden decir que saben muy bien que sería inútil aconsejar a un mandatario latinoamericano o africano actuar como si estuviera a cargo de Alemania, Suiza o el Japón, de suerte que no valdría la pena pedirle esforzarse por solucionar problemas atribuibles a su propia irresponsabilidad o a la de sus antecesores. En este ámbito como en tantos otros, los funcionarios internacionales se sienten obligados a dar por descontado que, a pesar de las apariencias, todos los países, como todas las personas, son igualmente “competitivos”.

De todo modos, ya es tradicional que, luego del enésimo desastre ocasionado por populistas resueltos a probar que es perfectamente posible vivir por encima de los medios disponibles, un gobierno nuevo procure complacer a “los mercados” por entender que siempre tendrán la última palabra; ni siquiera Estados Unidos puede darse el lujo de desdeñarlos por mucho tiempo. ¿Tendrá más éxito el gobierno de Macri que otros, militares o civiles, que a través de los años han querido poner fin a la larga y terriblemente infructuosa rebelión nacional contra el capitalismo liberal que han protagonizado el grueso de la clase política y sus aliados intelectuales, para poder emular a aquellos países de Europa, América del Norte, Asia oriental y Oceanía que conforman el mundo desarrollado? Parecería confiar en que será posible las muchedumbres que festejaban su llegada al poder gritando “sí se puede”, imitando de tal manera a los admiradores de su homólogo norteamericano Barack Obama, pero tal vez pensaban en otra cosa.

Los populistas esperan que Macri no logre apartar el país del rumbo ruinoso que retomó hace más de una docena de años, ya que es de su interés que la Argentina siga siendo una fábrica de pobres, una desgracia que, huelga decirlo, atribuyen automáticamente a la maldad ajena. Se trata de una forma llamativamente perversa del nacionalismo autocompasivo, conforme a la cual el fracaso es evidencia de superioridad moral, que subyace en el rencoroso credo kirchnerista. Ya antes de que Cristina se viera constreñida a abandonar la Casa Rosada y la Quinta de Olivos, sus amigos pusieron en marcha la batalla cultural – ellos dirían “la resistencia” – contra el macrismo, tratándolo como un movimiento ultraderechista maligno que, para su horror, está dispuesto a anteponer por un rato la producción a la redistribución del ingreso.

En la Argentina, los gobernantes suelen ser abogados, lo que a primera vista parece un tanto paradójico, ya que con escasas excepciones los dirigentes políticos no se destacan por su voluntad de respetar la ley, pero puede que haya sido a causa de las “deformaciones profesionales” que tantos adquirieron como estudiantes de derecho que han manejado tan mal la economía nacional. El que Macri sea un ingeniero con cierta experiencia en el mundo empresarial de por sí supone una diferencia significante, puesto que, como buen pragmático, tiende a interesarse más por los resultados concretos de las iniciativas que por sus presuntos méritos teóricos, pero, le guste o no, tendrá que resignarse a negociar con miles de personas que se formaron en las facultades de derecho y son expertos consumados en el arte de formular argumentos a favor o en contra de virtualmente cualquier cambio. Como ya se habrá dado cuenta, hacerlo será bastante difícil, sobre todo si la Corte Suprema opta por defender el statu quo; hasta algo tan sencillo como un aumento de tarifas eléctricas podría suponerle una interminable ordalía judicial.

Por ser tan completo el desastre que han dejado Cristina y su factótum Axel, el presidente Macri, el ministro de Hacienda y Finanzas Alfonso Prat Gay y los demás funcionarios del nuevo gobierno tendrán que apurarse, tomando una medida polémica tras otra, con la esperanza de que los beneficios aparezcan muy pronto, antes de que los contrarios al “rumbo” que han elegido logren reagruparse. Aunque en términos estratégicos no cabe duda de que les es forzoso concentrarse en impulsar la productividad de la maltrecha economía nacional, de ahí el levantamiento del cepo a pocos días de la inauguración y la decisión de dar al campo mucho de lo que desde hacía años reclamaba, en el transcurso de la campaña electoral, ellos mismos minimizaron la gravedad de las dificultades que les aguardarían por temor a asustar a los votantes hablándoles de cosas feas por venir. ¿Fue un error? Es posible, pero parecería que, por ahora al menos, la mayoría encuentra razonable la serie de “emergencias” que se ha declarado y está dispuesta a dar al gobierno el beneficio de la duda.

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