sábado, 28 de noviembre de 2015

Mauricio y el cambio

Por James Neilson
De haberse celebrado las elecciones en mayo pasado, digamos, Daniel Scioli sería el próximo presidente de los argentinos. ¿Y de haberlas postergado hasta comienzos del año que viene? En tal caso, sería razonable suponer que a Mauricio Macri le aguardaría un triunfo tan demoledor como el que fue previsto por ciertos encuestadores en vísperas del ballottage. 

Puesto que el país parece estar experimentando una metamorfosis política, no existen motivos para suponer que aún reflejen la realidad los resultados del domingo, según los cuales casi la mitad de la población quisiera que el kirchnerismo siguiera en el poder. Antes bien, habrá sido cuestión de una instantánea tomada en un momento determinado que ya forma parte de la historia del país. Por cierto, sería aventurado dar por descontado que en adelante Macri tendrá medio país en contra; como nos recordó Néstor Kirchner en 2003, es posible “construir poder” en base a un triunfo decididamente más escuálido que el logrado por el presidente electo de la Argentina, ya que, poco después de anotarse el 22,24 por ciento de votos, el santacruceño disfrutaría del apoyo de buena parte de la población del país.

¿Los resultados de las elecciones del domingo fueron síntomas de un gran cambio que apenas ha comenzado? ¿O se trataba de la culminación de un proceso breve y espasmódico que pronto se revertirá? ¿Significa que el populismo prepotente del que el kirchnerismo ha sido una manifestación a menudo esperpéntica está moribundo? ¿O que no tardará en levantarse de su lecho para ponerse en marcha nuevamente con más vigor que antes, como quisieran los militantes de La Cámpora y agrupaciones afines que están lamiéndose las heridas y temen verse eyectados de los cargos públicos que ocupan? De las respuestas a tales interrogantes dependerá no sólo el destino de la gestión de Macri sino también el futuro del país.

Muchos atribuyen la derrota del autoproclamado “trabajador del pueblo” Scioli, el hombre que hasta hace muy poco pareció ya haber ganado el premio máximo de la política nacional, al hartazgo que tantos sienten por la locuacidad irrefrenable y cada vez menos soportable de Cristina, por la soberbia y rapacidad de los tipos de La Cámpora y la insensatez docta de los “intelectuales” populares que los acompañan, además, huelga decirlo, a la inflación, las mentiras del INDEC, la inseguridad, la invasión narco, la corrupción rampante y la sensación de que los buenos tiempos consumistas están por quedarse atrás. Puede que hayan acertado quienes piensan así, pero a mediados del año la mayoría aún brindaba la impresión de aprobar la gestión de la señora de la cadena nacional e incluso lo que hacía con la economía el chiquito Axel Kicillof, mientras que Macri, “el creído del Barrio Parque” según la definición de su rival coyuntural, tan multimillonario como él, no había dejado de ser el odioso derechista neoliberal.

Felizmente para Macri, algunos meses antes Elisa Carrió ya se había arreglado para liberarlo de la imagen antipática que le habían endosado los decididos a tratarlo como un agente siniestro del imperialismo yanqui y el malévolo capitalismo salvaje. Desde aquel momento, Macri se puso a subir hasta que, el domingo pasado, alcanzó el cielo. Aunque la “campaña de miedo” impulsada por los kirchneristas tuvo un impacto significante, no resultó suficiente como para resucitar al niño rico, enemigo del pueblo trabajador, de antes.

Los tiempos importan. Néstor y Cristina desembarcaron en Buenos Aires justo cuando empezaba a soplar con fuerza inédita el “viento de cola” procedente de China; de no haber sido por lo hecho en 1979 por Deng Xiaoping, el artífice de la transformación de su país en una inmensa dínamo marxo-neoliberal que importaría cantidades enormes de soja, el proyecto del matrimonio santacruceño hubiera sido muy distinto. Pero a Macri le ha tocado iniciar su gestión en circunstancias muy diferentes de las de poco más de doce años atrás; fronteras afuera, el consenso entre los economistas es que todos los países “emergentes” tendrán que prepararse para enfrentar una etapa dura de años muy flacos que podrían tener repercusiones políticas sumamente ingratas.

¿Lo entienden Macri y sus adláteres? A juzgar por lo que dicen, parecería que no, que, como tanto otros, propenden a subestimar las dificultades que será necesario superar para que la Argentina se recupere de los muchos daños económicos, sociales e institucionales ocasionados por el gobierno que se va. Aunque por razones electoralistas comprensibles, ni ellos ni los partidarios de Scioli pensaron en advertirnos que nos espera un período de estrechez económico exasperante y, a menos que el próximo gobierno logre administrarlo con un grado de eficacia que es poco común en esta parte del mundo, muy cruel, parecería que por lo menos algunos tomaban en serio su propia propaganda proselitista.

En los próximos meses, Macri y sus simpatizantes tendrán que convencer a la gente de que la austeridad no es una opción más imputable a sus presuntas preferencias ideológicas, como dirán los resueltos a sacar provecho de una oportunidad para desprestigiarlos, sino una necesidad, ya que no hay más la plata en las bóvedas estatales. Si tienen –si tenemos– mucha suerte, inversores de otras latitudes podrían llegar a la conclusión de que la Argentina es uno de los escasos países subdesarrollados en los que les valdría la pena arriesgarse, pero quienes están por asumir cargos que han estado en manos de militantes K cometerían un error muy grave si confían en que lo hagan en los primeros meses de su gestión.

En Europa y América del Norte, los comentaristas ven en el triunfo de Macri una señal de que el populismo de retórica izquierdista y estilo bien derechista que por un rato pareció destinado a dominar la región está batiéndose en retirada en toda América latina. ¿Se equivocan al minimizar la influencia de factores que son netamente locales? Sería bueno suponer que sí, que lo que sucede en la Argentina no guarda mucha relación con el desastre venezolano, los problemas ecuatorianos o las tribulaciones de Dilma en Brasil, pero parecería que los países latinoamericanos, a primera vista tan ensimismados, están mucho más interconectados de lo que es habitual creer.

Los cambios, en especial los facilitados por las vicisitudes de la geopolítica y la economía mundial, no suelen respetar las fronteras nacionales. El surgimiento de dictaduras militares, su reemplazo por democracias y el giro hacia una variante sui generis de la izquierda, reflejaron la propensión de casi todos los países latinoamericanos a evolucionar de forma llamativamente similar. No es exagerado, pues, tomar el ascenso un tanto sorprendente de Macri por evidencia de que América latina está por dejar atrás una etapa protagonizada por personajes extravagantes, como Hugo Chávez, Nicolás Maduro y Cristina en su encarnación más reciente, para entrar en otra más racional, menos épica, de líderes tecnocráticos más interesados en producir mejoras concretas que en convencer a los demás de las bondades de un relato inverosímil, como el kirchnerista, que la Presidenta y sus amigos ensamblaron utilizando insumos importados desde Estados Unidos, Francia y, merced al extinto Ernesto Laclau, el Reino Unido, ya que virtualmente todo lo nacional y popular tiene su origen en el exterior.

No sólo los kirchneristas sino también muchos otros insisten desde hace años en que Macri no entiende nada de política, por lo que quieren decir que nunca se ha interesado por las luchas ideológicas que tanto apasionan a los militantes estudiantiles y los que, a pesar de todo lo ocurrido en las décadas últimas, sienten nostalgia por el “idealismo” de otras épocas. Sin embargo, la verdad es que a juzgar por lo que ha hecho, Macri sabe mucho más de política que quienes se han esforzado por despreciarlo. Al construir PRO, dando así al país algo esencial que le ha faltado desde comienzos del siglo pasado, un partido centrista o centroderechista capaz de derrotar electoralmente, si bien con la ayuda de radicales y la gente de Lilita, a los movimientos populistas tradicionales, ha hecho un aporte extraordinariamente valioso al orden político nacional. También podría ser muy beneficiosa su voluntad de dar prioridad a la gestión, a anteponer los resultados concretos a las conquistas teóricas, a concentrarse en solucionar problemas con medidas prácticas sin preocuparse demasiado por las eventuales connotaciones ideológicas.

Puesto que a esta altura no cabe duda de que la ya casi centenaria tragedia argentina se debe al fracaso de la clase dirigente en su conjunto, el que Macri haya intentado distanciar la política del territorio neblinoso en el que la han mantenido los muchos que se han acostumbrado a aprovechar en beneficio propio los lacras que ellos mismos provocan, para trasladarla a un lugar menos fantasmal, es de por sí muy positivo. Para que por fin el país consiga romper con las tradiciones populistas y voluntaristas que le ha impedido ser lo que pudo haber sido, sus gobernantes tendrían que aprender a prestar más atención a los detalles de la vida cotidiana y menos, mucho menos, a los “proyectos” mesiánicos que, por un rato, podrían servir para entusiasmar a sus seguidores pero que siempre terminan de manera calamitosa.

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