domingo, 4 de octubre de 2015

Francisco, el rock star

Por James Neilson
Desde el punto de vista del Vaticano, la gira de Francisco por Cuba y Estados Unidos fue una procesión triunfal. En todos lados le aguardaron multitudes deseosas de aplaudirlo, mientras que sus homilías impresionaron tanto a sus admiradores que los más embelesados no vacilaron en declararlo el líder moral del género humano. De ser así, estamos en problemas. 

Es tan grande la brecha que separa el mundo benigno de Jorge Bergoglio de aquel que nos ha tocado que su influencia real es virtualmente nula. Sería sin duda positivo que, luego de manifestar su viva aprobación de las palabras papales, los dirigentes políticos y empresarios más ricos optaran por actuar como dechados de generosidad, tolerancia y buena voluntad, pero todos tienen sus propios motivos para continuar como antes.

Cuando de relaciones públicas se trata, el Papa es un experto consumado. Sabe congraciarse con la gente, asegurándole, entre otras cosas alentadoras, que “los jóvenes son portadores de esperanza” que comparten el amor que él mismo siente por “la belleza, la bondad y la verdad” y que por lo tanto ayudarán a hacer del mundo un lugar decididamente mejor. También nos informa que “Dios llora por los abusos sexuales a niños” cometidos por curas pedófilos pero, mal que le pese, los escándalos escabrosos que han protagonizado a través de los años miembros del clero, sin excluir a algunos arzobispos, seguirán privando a la Iglesia Católica de su autoridad moral y, en América del Norte, de muchísimo dinero.

Si bien el Papa se dice en contra de “las ideologías”, tiene la suya: no es el catolicismo tradicional sino una versión un poquito menos utópica de la resumida en la canción “Imagine” de John Lennon con la que Shakira lo entretuvo en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Sería de suponer que a esta altura entiende muy bien que el desafío principal que enfrenta tanto la Iglesia Católica como la cristiandad en su conjunto procede, una vez más, del islam militante, que en Siria, Irak y otros países está llevándose a cabo el genocidio de los últimos sobrevivientes de comunidades que se formaron hace casi dos mil años, y que hubiera aprovechado las oportunidades brindadas por el Congreso estadounidense y las Naciones Unidas para movilizar al mundo en contra de los asesinos. ¿Es lo que hizo? Claro que no. Es verdad que se permitió amonestar a quienes “tratan de utilizar la religión como pretexto para el odio y la brutalidad”, pero, como ya es habitual entre los presuntos líderes occidentales, prefirió limitarse a generalidades por miedo a ser acusado del pecado imperdonable de “islamofobia”. Asimismo, al regresar a casa, se afirmó en contra del bombardeo de los reductos del Estado Islámico en Siria ya que significaría “muerte, sangre” y “hay que evitar tales cosas”.

Dicho de otro modo, a los cristianos que corren peligro de morir a manos de los fanáticos, les sería inútil seguir esperando que el “líder moral” del mundo ayudara a protegerlos. En cambio, sí podrán contar con su respaldo los millones de musulmanes que quieren trasladarse a Europa; Francisco quiere que todos les abran las puertas de sus casas. Por raro que parezca, el Papa habla como si compartiera con los progresistas europeos laicos la convicción de que los credos religiosos carecen de importancia, ya que no incidirán en la conducta de nadie, y que por lo tanto sería reaccionario privilegiar a los adherentes de uno en desmedro de otros. Su actitud frente a la tragedia que está desarrollándose en el Oriente Medio ante los ojos de millones de televidentes se asemeja a aquella de los pacifistas británicos y franceses de los años treinta del siglo pasado; de no haber sido por su “idealismo” narcisista, las democracias pudieron haber frenado a Adolf Hitler bien antes del estallido la Segunda Guerra Mundial. Lo entienda o no el ex arzobispo de Buenos Aires, en ciertas circunstancias el apego de los biempensantes a la paz puede costar más vidas que el belicismo más desaforado; si no lo cree, que pregunte a sus correligionarios en Siria.

La popularidad de Francisco se debe en buena medida a su voluntad de simplificar absolutamente todo. No le gusta para nada el consumismo, lo que por razones estéticas y, podría decirse, espirituales es perfectamente legítimo, pero no se le ha ocurrido pensar en lo que sucedería si la mayoría, debidamente impresionada por sus sermones, decidiera dejar de comprar cosas que no necesita. En tal caso, la economía mundial se precipitaría en una depresión profunda. Las consecuencias serían calamitosas; centenares de millones morirían de hambre. A juicio de Francisco y de muchos otros, el capitalismo liberal es malísimo, pero todas las alternativas que se han ensayado han sido llamativamente peores. Aunque es factible que los esquemas que merecerían la aprobación papal fueran adecuados para un mundo con menos habitantes que el actual, el Vaticano se opone con firmeza a cualquier intento de reducir la natalidad en África o las partes menos desarrolladas de Asia. ¿Le preocupa la contradicción así supuesta? Es poco probable.

Además de militar en contra del único sistema económico que sirve para producir en cantidades suficientes los bienes necesarios para que en los países más avanzados casi todos puedan disfrutar de un nivel de bienestar que hubiera motivado la envidia de los plutócratas de hace apenas un par de siglos, Bergoglio se ha hecho partidario de otra causa que está en boga; quiere luchar contra el cambio climático. Que el clima esté cambiando está fuera de discusión –siempre lo ha hecho–, pero ello no significa que sea razonable confiar en que sería fácil obligarlo a adaptarse a las exigencias humanas. Con todo, el pontífice sacó provecho del tema al pedir ante la ONU que se ponga fin al “irresponsable desgobierno de la economía mundial” para defender lo que aún queda de “la biodiversidad”, una propuesta que supondría una especie de dictadura planetaria que castigaría a los guiados “sólo por la ambición de lucro y poder”. De intentarse algo así, los resultados concretos no serían los previstos por Francisco; los más perjudicados por una eventual decisión de permitir que funcionarios de la ONU tomaran control de la economía mundial no serían los ricachones que tanto odia sino los ya muy pobres.

En Cuba, el Papa se negó a reunirse con los disidentes. Estaba demasiado ocupado charlando con Fidel Castro y su hermano menor, Raúl, para perder el tiempo escuchando las quejas de quienes quisieran que su país fuera una democracia en que se respeten los derechos humanos. Para justificar la omisión, el “Papa del pueblo” aseveró que también había rehusado otorgar una audiencia a un “jefe de Estado”, lo que pudo tomarse por una alusión a Cristina que, vaya casualidad, estaba en la isla justo cuando daba su respaldo moral a la dictadura favorita de los progres latinoamericanos.

Aunque en Estados Unidos Francisco se permitió intervenir en los debates que están dándose en torno de temas como la pena capital, la inmigración y, desde luego, los horrores del capitalismo liberal, en Cuba se manifestó fiel al viejo principio de “cuius regio, eius religio”, conforme al cual le corresponde al régimen de turno elegir el culto, en su caso el marxismo-leninismo tropical, de quienes viven en el territorio que domina.  Se entiende; de haberse celebrado un encuentro con los disidentes, los Castro se las hubieran arreglado para hacer la vida más difícil a los clérigos católicos locales. Al fin y al cabo, ¿no sería absurdo suponer que el Sumo Pontífice siente cierta simpatía por una dictadura atea, por anticapitalista que fuera?

De todos modos, ni la resistencia del Papa a arriesgarse hablando con disidentes cubanos ni su voluntad de asumir en Estados Unidos posturas que molestan al grueso de los norteamericanos parecen haber hecho mella en su popularidad. Si bien, después de escucharlo, pocos habrán modificado en un ápice su conducta o sus creencias personales, a muchos les resulta muy atractiva la idea de que, lejos de ser un político del montón, Francisco sea una especie de emisario de una esfera más elevada. El liderazgo espiritual o moral que le atribuyen no se debe a su eventual capacidad para cambiar el mundo sino más bien a su impotencia.

Por ser tantos aquellos que, por un motivo u otro, se sienten decepcionados, cuando no asustados, por lo que está aconteciendo en diversas partes del planeta, un dignatario como él puede hablar en nombre de quienes protestan contra una realidad que, por razones comprensibles, encuentran deprimente. Gracias no sólo a la abundancia material posibilitada por las sucesivas revoluciones capitalistas sino también por expectativas impulsadas por las comunicaciones electrónicas en un mundo mediáticamente globalizado, son cada vez más los convencidos de que merecen una vida mejor pero que algo –el sistema económico imperante, la codicia de financistas inescrupulosos, la falta de imaginación de los políticos profesionales, el racismo– les impide gozar de sus derechos naturales. Como se han dado cuenta otras celebridades cuyas opiniones acerca de temas polémicos suelen difundirse enseguida por el mundo entero, para erigirse en un líder moral basta con estimular y legitimar tales sentimientos, contribuyendo así al malestar rencoroso que, de intensificarse mucho más, terminará provocando estallidos sociales en escala planetaria.

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