Por Germán Gegenschatz |
La muerte de Nisman es un eslabón más en la larga cadena de
pruebas que demuestran, sin dejar margen de duda, que la corrupción y los
errores en política producen muertes.
Ya tuvimos muertes en todos los gobiernos. Cualquiera que
piense dos segundos puede darse cuenta que cada vez han ido en aumento. No se
trata solo de asesinatos, sino también de los muertos porque el gobierno no
aplica políticas eficientes para evitar que los ciudadanos mueran.
Hay muchas formas de morir por culpa de malos gobiernos.
Muertos por la inseguridad, porque se roban los fondos públicos para obras o
servicios (las 52 víctimas de ONCE o los 89 muertos por las inundaciones de La
Plata), porque algunos quieren llegar al poder o quedarse cuando ya no da más
(por ejemplo los 39 muertos de diciembre del 2001), o cuando se asesina para
evitar que alguien hable en contra de un gobierno o por vendetta de mafias del
poder político (Lourdes di Natale, Rodolfo Echegoyen, Horacio Estrada, Marcelo
Cattáneo, Jose Luis Cabezas, Maximiliano Kosteki, Darío Santillán, Julio López,
Mariano Ferreyra, Alberto Nisman y tantos otros).
Todas estas muertes tienen en común que son evitables, que
pudieron no ocurrir, que si ocurrieron es porque todavía “matar al otro” está
dentro de las variables para mantenerse o alcanzar el poder o que otros mueran
no desalienta la comisión de actos de corrupción.
Parece que la muerte del otro no importa hoy en Argentina
porque no trae consecuencias ni sociales, ni políticas ni judiciales. A los
delincuentes del poder se los sigue aplaudiendo, votando y haciendo zafar de la
cárcel.
Al mismo tiempo los jueces no aplican penas oportunas a los
que delinquen. No es que no tienen las leyes; pasa que si sumamos los jueces
que no son mejores que aquellos a quienes deben encarcelar, los que no tienen
la voluntad o valentía de hacerlo y también a los que piensan como Zaffaroni, que
detrás de cada delito hay una compensación a la injusticia social que sufre el
delincuente, entonces quién va a sancionar los delitos.
Todo cuanto nos sucede no es una desgracia, es
deliberadamente construido desde el poder, por acción o por omisión, pero por
conveniencia propia.
Es evidente que existe un manto de impunidad para el delito
y que esa impunidad es más potente y necesaria cuanto más poder tienen los
culpables de delitos. Pero también hay impunidad para los delincuentes sin
poder estatal pero bien organizados como los narcos, y para los minoristas que
nos roban en cada rincón también.
Si vemos a diario festejar supuestas avivadas que no son más
que delitos y nos quedamos callados, si no nos indignamos porque a nuestro lado
hay un funcionario que no puede explicar su riqueza o un juez que no cumple con
su deber. ¿De qué nos quejamos?
La omnipotencia de los malandras es proporcional a la pereza
de los que no lo son. Pereza para quejarse. Pereza para apoyar o ayudar a
quienes se animan a disputarle el poder a los que están. Pereza para ser
ciudadanos activos y comprometidos.
Aquellos que nos roban, que permiten que nos maten, que no
les importa que terminemos muertos o que directamente nos matan, tienen poder
para hacerlo porque se los votó, una y otra vez. ¿Hasta cuándo vamos a seguir
así?, ojalá sea hasta Nisman.
Los malandras están en los umbrales de un nuevo triunfo
porque lograron hacer creer a la mayoría que nada puede cambiar, que todos son
iguales, que nadie recibirá castigo alguno. El triunfo es desalentar, desilusionar,
humillar a quienes pueden presentarles batalla, y así logran seguir década tras
década.
Dar nuevo impulso a cuanto nos está pasando o dar inicio a
un cambio, está en esa boleta electoral que cada uno pondrá en la urna, en
comprometerse en los asuntos públicos, en disputar el poder desde la política o
siendo un ciudadano activo. Se trata de elegir mejor cada dos años y exigir más
todos los días. Empecemos hoy.
© C&P – Comunidad
y Política
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