lunes, 15 de diciembre de 2014

Encuentro con preso con aguinaldo y vacaciones


Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)

El revuelo por los aguinaldos y vacaciones de los presos me pasó de largo. 

No es que me importara poco y nada, pero estando de vacaciones, me importó tres carajos.

Sin embargo, luego de ver que una lluvia gorila arruinó los festejos por los siete años de gestión cristinista, que el discurso fue un grandes éxitos de frases para que cantemos todos de memoria, y que la Presi terminó haciendo trencito con el desdentado Moreau para luego mostrar su pasito de epiléptica con parkinson, no me quedó otra que hablar de otro tema.

Puntualmente, no estoy en contra de que los presos laburen. Tampoco creo que en el absoluto “no hay mejor forma de resocializar que el laburo”, porque sólo corre para los que chorean. El que está en gayola por homicidio, dudo que le cambie el panorama.

Frente al reclamo de aguinaldo y vacaciones pagas, el tema ya se nos pone áspero. Más que nada, por los vacíos legales. No me sorprendió que fuera un preso el que encontró el hueco, porque tienen demasiado tiempo al pedo y, si a alguno se le dio por descubrir la biblioteca, hace desastres.

Hoy me enteré a través de una nota publicada en el Diario Perfil que el sopre que inició el reclamo de aguinaldo y vacaciones pagas es Yuriy Tiberiyevich Kepych, un ciudadano ucraniano que cae simpático cuando no se sabe por qué está en cana, y al que tuve el dudoso gusto de conocer. Alguna que otra vez ha sido noticia por cuestiones relacionadas a reclamos, pero nunca me decían por qué cumplía condena hasta que el jefe me avisa que había matado a candadazos en la cabeza a un joyero.

Es curioso cómo funciona el sistema carcelario argentino y la paja mental de algunos jueces. Más curioso es cómo funca el sistema de Habeas Corpus para proteger al recluso del agravamiento de sus condiciones de detención. O sea, un preso siente que su estadía en el penal es peor de lo que de por sí debería ser, y tiene derecho a reclamarle a la Justicia. Los agravamientos que he visto a lo largo de mi paso por el Poder Judicial pintan para todos los gustos. Tipos molidos a golpes, otros que son fajados por otros presos ante la parsimonia del personal penitenciario, gente que no recibe medicación vital para seguir con vida.

También existe el subgrupo de los que quieren alegrarte la tarde con sus mangazos, como el que vino a pedir una píldora para sus “problemas de presión localizados”. El drama era que no le rendía a la jermu en la visitas conyugales y la señora ya pensaba que tenía un novio adentro. Otro personaje fue el que quería que le devolvieran algunas de las 16 carteras que arrebató en 20 segundos mientras corría de una esquina a la otra del Palacio de Tribunales al grito de “el capitalismo nos matará a todos” porque se lo había ordenado una voz interior. O sea, había tres grupos básicos: los que realmente estaban pasándola mal, los que la pasaban mal por cuestiones ajenas al sistema penal, y los que tenían ganas de salir a pasear de la cárcel. Porque cuando un preso presenta un Habeas Corpus, se lo lleva al Juzgado para preguntar qué onda.

Había un cuarto grupo, integrado unipersonalmente por Kepych, un ucraniano más allá del bien y del mal, ajeno a toda lógica y extremada y peligrosamente inteligente.

Corría el año 2003 cuando me encontraba laburando de semiesclavo en un Juzgado Federal en turno. Kirchner todavía era el presidente de la represión de las protestas contra el FMI y de los ministros como Gustavo Béliz, y el Vatayón Militante no existía ni en el sueño más delirante de ningún progre.

En criollo, todo lo que pasara en la jurisdicción territorial durante esos 15 días, nos caía a nosotros. Y como en la jurisdicción se encontraba el Penal de Ezeiza y el Aeropuerto Internacional, un turno como la gente era un desfile de pasaportes ilegales y presos con habeas corpus.

Era increíble ver la evolución de Kepych de un turno al otro: aprendió el idioma en prisión, luego siguió por la Constitución Nacional y, para cuando quisimos darnos cuenta, sabía de memoria el Código Procesal Penal, las leyes de protección de los Derechos Humanos y cualquier hueco legal que existiera. Gracias a ello, era un tipo que hacía valer sus derechos al extremo. Al extremo de hinchar las pelotas y confundirnos sobre cuáles eran sus derechos y cuáles meros caprichos.

Durante los primeros cinco días del turno, el hombre venía todos las jornadas en el camión del Servicio Penitenciario Federal con un planteo de Habeas Corpus distinto. Siempre se lo escuchaba, se labraba el acta y se lo desestimaba por improcedente. O sea, decía que sus condiciones estaban agravadas porque quiso leer determinado libro que no se encontraba en la biblioteca, o porque la almohada le provocaba tortícolis, o porque lo llamaban ruso en vez de ucraniano.

El secretario del Juzgado nos iba rotando la atención a Kepych de a uno por día hasta que me tocó a mí. No me encontraba en las mejores condiciones de humor: padecía una gastroduodenitis galopante y unas horas antes me habían realizado una endoscopía luego de un mes y medio de comer pollo sin sal.

Sentado en mi escritorio y con el hombre en frente, abro la declaración y le pregunto cuál era el motivo de su visita del día. Me devolvió la ironía con una sonrisa y desdibujó la mía cuando empezó a relatar. No le gustaba el menú del Servicio Penitenciario Federal. Parece que al quía también le habían detectado una gastritis, que según pude constatar en su historia clínica, estaba más cerca de un empacho.

Obviamente le pregunté en qué consideraba que se agravaban sus condiciones de detención, esperando que me dijera que le servían comida mexicana para el desayuno.

– Me dan mate cocido, y según la dieta del médico, no puedo consumir mate cocido– dijo Kepych, tras lo cual le pregunté al médico del Servicio Penitenciario, presente en la audiencia, si era cierto.
– En el caso del señor, se le ofrece mate cocido de saquito o té – respondió el galeno con cara de tener menos ganas de laburar que yo.
– Pero a mí no me gusta el mate cocido – retrucó Kepych.
– Tome té – acoté respirando pausadamente.
– Me aburre.
– No lo tome.
– Tengo derecho a desayunar.
– Y a usted se le sirve el desayuno.

Sin notar que mi paciencia ya entraba en modo reserva, el hombre encaró su apología de sibarita de la gayola al ampliar su queja al resto del menú porque todos los días era el mismo: pollo de almuerzo, pescado para la cena. “¡No es humano!”, agregó el ucraniano para luego exigir “el mismo trato que a los demás presos en variedad de menú” y apelar al recurso de la lástima: “Usted nunca me va a entender, yo estoy enfermo”.

Y yo, que todavía me dolía la garganta por el estudio de la matina, me lo tomé un poquito a mal. Las risas contenidas de mis compañeros de fondo oficiaron de marco mientras me incorporaba para estar lo más cerca de la cara de Kepych. En ese momento me importaba tres carajos que el tipo fuera homicida, narco, mafioso ucraniano, tan sólo veía mi recibo de sueldo incapaz de bancarme la variedad de menú que con mis impuestos le estaba pagando a este infeliz.

– Vos al menos comés pescado, pagado por boludos como yo que no les da para comprarlo a diario. Yo también tengo gastritis, mostro, y me están saliendo plumas de tanto comer pollo.

Luego de un silencio de cinco segundos, mientras me acomodaba la corbata y buscaba el frasco de Milanta, escucho la vocesita con acento susurrar “acá no hay derechos”.

– Le recuerdo que podemos deportarlo a Ucrania, donde también lo están esperando para refrescarle cómo eran las cárceles de la Unión Soviética.
– Con esas cosas no se hacen chistes– dijo Kepych como último argumento antes de que le diera a firmar su acta y lo despachara hasta el día siguiente, cuando vino nuevamente con otro Habeas Corpus por otro motivo. Pero eso ya era problema de otro compañero.

Lo único que siempre me quedó claro del sistema carcelario argentino es que se tergiversó todo. El Gobierno siempre ha mostrado como un logro la calidad del Servicio Penitenciario Federal, y como flor de mérito que los presos que quieren laburar cobren un salario por ello, cuando siempre lo hicieron. Cristina ha llegado a afirmar que el sistema sigue siendo “modelo en el mundo” gracias al “bajo nivel de reincidencia”, un dato que, gracias a la también baja cantidad de denuncias efectuadas en virtud del cansancio de las víctimas –ya nadie denuncia un robo, a no ser que le rajen un tiro– resulta tan creíble como todos los que da el gobierno.

A lo largo de mi abandonada carrera judicial entre los distintos juzgados por los que pasé, atendí alrededor de cinco mil sopres, algunos de ellos de causas mías. Los conozco bien, estoy familiarizado con sus códigos internos y les juno todas las mañas dentro y fuera del ecosistema carcelario. Soy de los partidarios de la resocialización a tal extremo que formo parte de ese reducido grupo colifas que no cree que se pueda medir en años de reclusión. De hecho siempre me pareció ridículo que si los informes penitenciarios comunican que un recluso no está en condiciones de volver a la vida en sociedad, tenga que salir en libertad por el sólo hecho de que se le cumplió la condena.

Es harto conocido que Argentina fue pionera en el sistema carcelario que hoy rige al mundo. Otro punto en el que hicimos agua solos, sin que podamos echarle la culpa a la CIA, al periodismo o a los extraterrestres. En el Gobierno de Frondizi Argentina adhirió a las “Reglas Mínimas para el Tratamiento de Reclusos” de la ONU, impulsadas por Roberto Pettinato (padre) en 1955 para que el resto del mundo aplicara la doctrina penitenciaria argentina utilizada desde los Gobiernos de Nicolás Avellaneda y Julio Argentino Roca, para horror del ladriprogresismo. Los sopres laburaban y aprendían oficios. Tan lubricado estaba el sistema que la mayoría de las cárceles de aquel entonces fueron construídas por los propios reclusos, al igual que el resto de las instalaciones de la ciudad en las que se levantaban. Un sistema que, con sus matices, funcionaba: el preso construía hasta escuelas y se amigaba de a poco con la sociedad que tendría que recibirlo después.

Hoy, los presos que estudian y laburan para resocializarse no son la generalidad, de hecho, son los menos, gracias a doctrinas generalmente amparadas en el mal llamado garantismo, que suponen que un tipo que se caga en las garantías de los derechos de la sociedad, pueda gozar de la plenitud de los mismos dentro del penal. No es que uno quiera que se les supriman derechos fundamentales, pero antes que se indignen, les cuento que el derecho humano a la libertad, también lo perdieron, así que no veo por qué deberían tener derecho a elegir si quieren o no laburar.

Suponer que obligarlos a trabajar es violar sus derechos, es lo mismo que considerar que el trabajo es un castigo, algo sólo entendible al haber salido de la cabeza de personajes intelectualoides que no realizaron algo productivo por la sociedad never in the puta life. Es una gran contradicción que radica de fondo detrás de cualquier otro planteo: si se defiende que las cárceles son para resocializar y no para castigo, y que el trabajo es la inserción en la sociedad, es de onanista dar “la libertad” de elegir si un preso labura o no. Si no labura, su permanencia en el penal es un castigo, pequeño saltamontes progre.

Al menos plantéenlo desde el punto de vista de ecuación económica: con lo que nos sale cada sopre adentro del penal, como mínimo que laburen para mantenerse y bajar el gasto público. Sí, gasto, porque no hay forma de llamar inversión el alimentar durante años a un hongo que no labura para que después salga a la calle igual o peor que como entró al penal.

Más allá de todo, no entiendo el argumento del aguinaldo y las vacaciones pagas. Básicamente, porque la “patronal” del sopre es la sociedad a la que le debe la guita que lo está manteniendo y por la cual labura para sostenerse. A nosotros no nos genera plusvalía sus labores carcelarias. El Sueldo Anual Complementario es un beneficio convertido en derecho para los laburantes libres, en blanco y sujetos a derecho. Que un juez plantee que un preso tiene igualdad de condiciones que un ciudadano libre, da un poco de nervios: no gozan de la libertad ni de la patria potestad de sus propios hijos ¿Por qué deberían preocuparles su derecho a las vacaciones pagas?

Todo se lo debemos a los jeropas de los legisladores, burros supinos que votan con la ideología lo que fue escrito con ignorancia. Esos baches legislativos son de los que se alimenta un tipo como Kepych, que sabe más de derecho y legislación argentina que muchos abogados porque no tiene otra cosa para hacer que leer.

No se dan una idea el gastadero de guita que generan personas como Kepych al Estado. Cada habeas corpus conlleva combustible, horas hombre del personal del servicio penitenciario, electricidad y horas hombre del personal del Poder Judicial. Cada recurso interpuesto por tipos como Kepych para llevar adentro de la cárcel la vida que muchos de nosotros no podemos llevar afuera, es un despilfarro de guita sólo para resolverlo. Interesante sería que le den a Kepych el recibo del aguinaldo en cero, en honor a la guita que se gastó sólo en tinta para habilitarlo. Seguramente, el ucraniano dirá que aquí no hay derechos humanos.

Al menos ya captaron la atención del Ministro de Trabajo.

Lunes. Mientras tanto, los boludos que mantenemos la joda, escribimos.

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