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Por Román Lejtman |
Seducida por su infatigable imaginación política, Cristina
Fernández siempre creyó que Amado Boudou sería Presidente de la Nación y que su
gestión de gobierno implicaría una bisagra histórica en la construcción
institucional de la Argentina. CFK se ubicaba junto a Hipólito Yrigoyen, Juan
Domingo Perón y Raúl Alfonsín, ingresando al panteón político de la mano de
Néstor Kirchner, su marido, creador y socio del acervo familiar.
Pero Cristina fracasó en la Casa Rosada y sus decisiones
personales ya causan efectos penales. No importa que Eugenio Raúl Zaffaroni
aparezca mezclado entre los militantes de La Cámpora sonriendo como una
esfinge. Carlos Menem tuvo a Rodolfo Barra en la Corte Suprema y es poco
probable que escape a la prisión domiciliaria cuando termine su mandato en la
Cámara de senadores.
CFK no es muy diferente que Menem. Sólo modificó el presunto
modus operandi que se le imputa en las distintas causas abiertas en la justicia
federal. Menem fue acusado de cobrar comisiones a las empresas privadas, mientras
que Fernández de Kirchner es investigada por concesionar obra pública a sus
socios, familiares y amigos. Desde una perspectiva teórica, la actual
administración es más sofisticada, aunque kirchneristas y menemistas coinciden
en un hecho irrefutable: todos se hicieron ricos durante sus años en Balcarce
50.
La transición política ha comenzado y Cristina no da señales
de entender que los restos de su mandato sólo deben servir para asegurar la
continuidad institucional. Ya no tiene legitimidad popular para emprender
reformas estructurales que son resistidas por la sociedad. CFK ganó su última
elección hace más de tres años y la mayoría de los legisladores que maneja
cuentan las horas para apoyar un nuevo modelo peronista.
Mientras tanto, el gobierno de Cristina continúa quebrando
todos los récords históricos de corrupción. En treinta y un años de democracia,
nunca había sucedido que un Presidente esté investigado por presunto
enriquecimiento ilícito y abuso de poder, que un Vicepresidente esté procesado
por falsificación documentos públicos, abuso de poder y negociaciones
incompatibles con la función pública, que un ministro de Justicia esté imputado
por incumplimiento de los deberes de funcionario público, que un fiscal
vinculado al gobierno esté procesado por prevaricato, que la mayoría
oficialista proteja a un juez federal corrupto en el Consejo de la Magistratura
y que un socio privado de la familia presidencial sea investigado en Estados
Unidos por lavado de dinero.
Es cierto que hay una guerra sin cuartel entre la Casa
Rosada y los tribunales. Pero el gobierno dispara con operaciones mediáticas,
escuchas clandestinas y presión política, en tanto que los fiscales y jueces
federales sólo han decidido cumplir con su trabajo y exhibir las evidencias que
hasta ahora dejó once años de kirchnerismo puro y duro. Es la cadena oficial
versus las pruebas en contra.
Anoche, Oscar Parrilli juró como nuevo secretario de
Inteligencia y su lugar será ocupado mañana por Aníbal Fernández, que cederá su
banca de senador a Juan Manuel Abal Medina, si se respeta la lógica
institucional. Cayeron Héctor Icazuriaga y Francisco Larcher, capos políticos
de los espías civiles que ya no satisfacían las ambiciones persecutorias de
Balcarce 50. Fernández llevará la agenda oficial y buscará calentar su
candidatura a Presidente, mientras que Parrilli se pondrá a disposición del
general César Milani, jefe en las sombras del aparato estatal que hace
inteligencia sobre todos los miembros del Poder Judicial, el Congreso y los
medios de comunicación que investigan y cuestionan la ética de la Presidente y
su administración pública.
CFK ya inició la cuenta regresiva y en Tribunales aguardan
el momento justo para demostrar que su poder ha terminado. Para los simples
mortales, es imposible frenar el rayo de la justicia y la libertad del
periodismo, aunque se pinchen todos los teléfonos que funcionen en la
Argentina. Alea Jacta Est.
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