La ofensiva militar del presidente de EE.UU. contra ISIS
mantiene en vilo al mundo.
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Por James Neilson |
Hace más de veinte años, el ensayista francés Jean
Baudrillard desató un pequeño revuelo al tratar la guerra del Golfo de George
Bush padre como un simulacro mediático, un videojuego que nos había distraído
de temas más importantes. De tomarse en serio las cosas que dijo en Nueva York,
Cristina piensa lo mismo del “Estado Islámico” o ISIS, un nombre derivado de
las siglas en inglés de una versión anterior de la agrupación que tanta alarma
ha motivado no sólo en el Oriente Medio sino también en Europa.
Le parece escandaloso que los gobiernos de otros países
presten más atención a las hazañas sanguinarias de los guerreros santos que a
las perpetradas por los terroristas financieros de la banda de Paul Singer que
están sembrando pobreza y miseria. Por desgracia, sus esfuerzos por convencer
al mundo de que la batalla titánica que está librando contra los buitres es
bien real, mientras que las actividades de la gente del ISIS, si bien la
amenaza por ser amiga del Papa, son sospechosamente “cinematográficas”, no tuvieron
el impacto deseado. Cuando la Presidenta se puso a hablar en la Asamblea
General de la ONU, el recinto se vació.
Pero Cristina no es la única persona que ha reaccionado con
incredulidad frente a la irrupción de un ejército de islamistas fanatizados
que, en poco tiempo, logró apoderarse de partes de Siria e Irak, masacrando sin
piedad no sólo a soldados enemigos capturados sino también a miles de civiles,
aunque dejan vivir a algunas mujeres por tratarse de botín de guerra.
Igualmente desconcertados por lo que acaba de suceder han estado los líderes
occidentales, en especial Barack Obama, y los dirigentes árabes que quieren que
Estados Unidos reanude su trabajo como gendarme regional.
Aunque, luego de recuperarse de su sorpresa inicial, los
norteamericanos comenzaron a bombardear las columnas de ISIS y algunas
instalaciones de interés económico, Obama sigue negándose a enviar tropas
terrestres al teatro de operaciones. Dice que les corresponde a los gobiernos
de Irak y sus vecinos encargarse de la parte más fea, y peligrosa, de la
contraofensiva, pero parecería que el ejército iraquí no sirve para nada: los
yihadistas ya están en los alrededores de Bagdad, ciudad en que tienen muchos
simpatizantes.
Quedan los “peshmurga” kurdos. Si bien lo lógico sería
darles las armas pesadas que necesitarían para defender el territorio que
ocupan de las incursiones de ISIS, los norteamericanos y europeos son reacios a
correr el riesgo de enojar al gobierno iraquí y, más aún, a sus presuntos
aliados turcos que, por su parte, no quieren que termine consolidándose un
Kurdistán fuerte e independiente.
Además de intentar mantener a raya a los islamistas
aprovechando su superioridad tecnológica con la esperanza de que no haya bajas
militares norteamericanos, Obama, con la ayuda de los europeos, sigue
insistiendo en que no tienen nada que ver con el islam, que su credo es una
perversión burda de una fe esencialmente benigna caracterizada por la
tolerancia mutua, el pluralismo y otras virtudes exaltadas por los progresistas
occidentales.
Discrepan los eruditos islámicos, entre ellos el jefe de
ISIS, el “califa” Abu Bakr al-Baghdadí, que tiene un doctorado en la materia.
Los islamistas disponen de una multitud de versículos coránicos, dichos
atribuidos al profeta Mahoma y doctrinas largamente consagradas que, de acuerdo
común, confirman a ojos de los creyentes que son los más islámicos de todos. No
se trata de un detalle insignificante. Por expresar opiniones bastante
parecidas a las de Obama, el primer ministro británico David Cameron y otros
admiradores de lo que suponen es el islam auténtico, un culto que, por fortuna,
coincide milagrosamente con las convicciones actualmente de moda en círculos
políticos occidentales, un iraní acaba de ser ahorcado por herejía.
Obama y los demás esperan que si insisten en que, en el
fondo, el islam se asemeja al cristianismo descafeinado, purgado del fanatismo
de otros tiempos, que aún se practica en países resueltamente pluralistas, los
musulmanes afincados en América del Norte y en Europa se alejarán de las
severas verdades absolutas del credo ancestral que hace de la guerra santa
contra los infieles una obligación irrenunciable. Puede que muchos, asustados
por la alternativa, sí estén dispuestos a “modernizarse”, pero también abundan
jóvenes criados en Europa que prefieren una variante más “medieval” del islam.
Miles ya están combatiendo en las filas del Estado Islámico. Los acompañan
decenas de miles de sunitas procedentes de países árabes, los Balcanes, el
Cáucaso, Afganistán, Paquistán, Bangladesh, Filipinas, Indonesia y hasta China.
¿Qué es lo que les atrae? Además de la guerra que, desde que
el mundo es mundo, tienta a los deseosos de cambiar la aburrida normalidad por
algo más emocionante, y la promesa dudosa de que les espera post-mortem una
eternidad en un paraíso sexual, los combatientes de ISIS se creen capaces de
humillar a las potencias occidentales. Al predicar el pacifismo, afirmando que
la guerra jamás soluciona nada, que matar a terroristas asegura que pronto haya
muchos más y, en el caso de Obama, jurando que nunca se le ocurriría enviar
soldados norteamericanos a la zona de conflicto, los líderes de países antes
hegemónicos les suministran motivos adicionales para suponerse más fuertes que
sus enemigos. En lo que es en buena medida una batalla psicológica por los
“corazones y mentes” de los musulmanes, la cautela excesiva ha resultado ser
contraproducente.
Al intensificarse la Segunda Guerra Mundial, el destino de
los civiles pronto dejó de ser una prioridad hasta para los gobiernos de los
países democráticos. En lo que según el Papa, amenaza con ser la Tercera, los
islamistas han sabido aprovechar la conciencia occidental usando a hombres,
mujeres y niños como “escudos humanos”. Merced al progreso tecnológico, en la
actualidad es mucho más fácil de lo que era en los años cuarenta del siglo
pasado discriminar entre combatientes y civiles, pero así y todo ni siquiera
los drones más sofisticados pueden hacerlo siempre, razón por la que los
especialistas advierten que será imposible aplastar al Estado Islámico desde el
aire: mal que les pese a Obama y los europeos, limitarse a emplear métodos
“quirúrgicos” sólo garantizaría que el conflicto se prolongara durante años y,
huelga decirlo, les permitiría a los yihadistas reagruparse para concentrarse
en atacar blancos en las grandes ciudades occidentales.
La fase así supuesta de la guerra ya ha empezado. En Estados
Unidos, Canadá, Australia y diversos países europeos, se han producido
últimamente episodios vinculados de un modo u otro con el Estado Islámico al
que, según parece, no le faltan adherentes entusiasmados por lo que está
sucediendo en Siria e Irak. Todos los servicios de seguridad están trabajando
afanosamente en un esfuerzo por detectar síntomas de “radicalización” en jóvenes
de las ya muy grandes comunidades musulmanas.
Los resultados han sido decepcionantes. Una y otra vez, los
familiares, amigos y vecinos de individuos detenidos luego de planear un
atentado se manifiestan asombrados al enterarse de que una persona tan buena,
tan educada y tan integrada resultó ser un terrorista despiadado. Cuando
dirigentes políticos de los países desarrollados, como Cameron y la alemana
Angela Merkel, dicen que ha sido un fracaso total el “multiculturalismo”, según
el cual todas las distintas culturas son igualmente valiosas y por lo tanto
podrían convivir sin problemas, están aludiendo a lo difícil, cuando no lo
imposible, que ha sido incorporar el islam al acervo occidental. Llegaron tarde
a dicha conclusión, puesto que en muchos países europeos los musulmanes ya se
cuentan por millones. Todos los europeos, pues, tendrán que soportar las
consecuencias de décadas de permisividad inmigratoria, de las cuales una es el
deterioro rápido de la relación de la mayoría nativa con una minoría que, en
términos generales, ha sido reacia a adaptarse modificando sus propias
costumbres.
Demás está decir que el surgimiento del Estado Islámico y la
propagación de miles de videos en que los guerreros santos se jactan de su
brutalidad, asesinando a mansalva a quienes consideran infieles o musulmanes de
actitudes tibias, decapitando a rehenes, jugando fútbol con cabezas cercenadas,
descuartizando a bebés, esclavizando a mujeres y cometiendo otras atrocidades a
fin de intimidar al resto del género humano, no han ayudado a mejorar la imagen
del islam en Europa. Por el contrario, para satisfacción de los yihadistas, a
los que les encantaría que el viejo continente se hundiera en una guerra civil,
la ha desprestigiado enormemente. Aunque es poco probable que logren reeditar
en las ciudades europeas las escenas espeluznantes que ya son rutinarias en Siria
e Irak, están forzando a los gobiernos a tomar medidas que inevitablemente
molestarán a musulmanes que, de ser otras las circunstancias, jamás soñarían
con pelearse con sus vecinos por motivos religiosos. Así, pues, a menos que
ISIS sea eliminado muy pronto, lo que exigiría una ofensiva militar occidental
decididamente mayor que el previsto por Obama y sus aliados, los yihadistas
podrían despertar a monstruos que los europeos, traumatizados por guerras
atroces, creían haber muerto para siempre pero que sólo habían hecho dormir.
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