El Gobierno
constreñido a elegir entre la demagogia combativa y
la necesidad de
congraciarse con los enemigos.
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Por James Neilson |
El Gobierno –es decir, Cristina– se ve frente a un dilema
muy desagradable. Por un lado se siente constreñido a elegir entre la demagogia
combativa que, además de servir para enardecer a los militantes, en el corto
plazo por lo menos podría depararle algunos réditos político. Por el otro, le
convendría intentar congraciarse con enemigos que, por razones comprensibles,
no quieren que las vicisitudes de la Argentina provoquen más destrozos en el
crónicamente frágil orden financiero mundial.
Para sacar el máximo provecho político del default, o lo que
sea, ya que los kirchneristas aún no han encontrado la palabra justa para
calificarlo, el Gobierno cree que debería tratarlo como el resultado de una vil
maniobra imperialista. Por eso cubre de insultos no sólo a los “buitres”
satánicos sino también al juez Thomas Griesa, su operador Daniel Pollack, la
Corte Suprema de Estados Unidos y, para rematar, Barack Obama. Pero alzarse en
rebelión contra el statu quo internacional, como quisieran los más
pendencieros, provoca estragos económicos. Aun cuando Cristina lograra llevar
el asunto a la Corte Internacional de La Haya, la Asamblea General de la ONU y
otros foros, no la ayudaría demasiado que el país figurara nuevamente como un
deudor dispuesto a ir a cualquier extremo para no tener que pactar con sus
acreedores, por antipáticos que estos fueran.
La alternativa es privilegiar la economía nacional y tomar
el asunto con calma, recordándoles a los mercados todopoderosos que Obama,
Catherine Lagarde y una pléyade de economistas estrella de ortodoxia
incuestionable coinciden en que el fallo de Griesa fue una barbaridad, pero
dejaría descolocados a los muchos, entre ellos Axel Kicillof y Jorge
Capitanich, que, con fervor estudiantil, ya se han puesto a librar una guerra santa,
por fortuna sólo verbal, contra los malditos yanquis. En el exterior, la
“normalidad” cae bien; fronteras adentro, suele motivar más críticas que
aplausos.
Por ser la persona que es, Cristina preferiría la
alternativa más belicosa, de ahí su reacción ofuscada al enterarse del fracaso
del intento de hacer retroceder a Griesa. Sin embargo, en los días siguientes,
pareció entender que los eventuales beneficios políticos de tal postura serán
leves y, de irse a pique el sacrosanto modelo económico al difundirse la
impresión de que está en manos de una banda de militantes anticapitalistas, muy
breves. Como es natural, el Gobierno no vacilará en atribuir los disgustos por
venir a la rapacidad de los “buitres”, pero la mayoría sabe muy bien que el
modelo se hundía bien antes de la reaparición repentina de deudas que el Indec
había borrado de las cuentas nacionales. Es lo que ya había hecho con la
inflación rampante, la pobreza extrema de la tercera parte de la población, el
salvajismo delictivo, la invasión narco y el desastre educativo pero, lo mismo
que los “buitres”, los así ninguneados no se dieron por enterados.
Aunque no cabe duda de que muchos que se sienten indignados
por las pretensiones desmedidas de los fondos especulativos, y por lo tanto
aprueban la actitud desafiante asumida por el Gobierno, no pensarán igual
cuando se den cuenta de que ellos mismos estarán entre las víctimas predilectas
de sus picotazos. Por su parte, los mercados, este aglomerado difuso que
incluye a todos los agentes económicos del planeta, están mirando con cautela
el drama en que Cristina, Kicillof y, mal que le pese, Griesa, desempeñan los
papeles más vistosos.
Para alivio del Gobierno, que insiste en que la pelea con
los fondos carroñeros apenas tendrá repercusiones concretas en la economía
real, no se han entregado al pánico, como hicieron en diciembre de 2001.
Esperan que pronto surja un arreglo al intervenir cuatro grandes bancos
extranjeros, tres anglosajones y uno teutón, o que a comienzos del año próximo
el gobierno de Cristina se sienta libre para reanudar las negociaciones sin
tener que preocuparse por la peligrosa “cláusula RUFO” que, según el hombre de
la pavada atómica, podría inflar la deuda externa para que adquiriera
dimensiones monstruosas: 500.000 millones de dólares.
De no haber sido por la decisión de Néstor Kirchner y su
esposa de encabezar su lista negra de enemigos mortales de la Patria con el
Fondo Monetario Internacional, el organismo encargado de mantener cierto orden
en las finanzas mundiales ayudaría al Gobierno a encontrar una solución
relativamente indolora para el embrollo tremendo que se ha producido. Ya en
2001 Anne Krueger, en aquel entonces subdirectora gerente del FMI, sugirió que
las bancarrotas soberanas deberían ser tratadas como las empresariales, de tal
modo limitando las consecuencias económicas y sociales negativas para países
enteros. Bien que mal, la propuesta no prosperó. Puede que la alarma ocasionada
por el episodio más reciente del largo conflicto entre la Argentina y los
acreedores sirva para resucitarla.
Así y todo, transcurriría bastante tiempo antes de
consolidarse instituciones internacionales destinadas a poner fin a las
andanzas de especialistas en sacar plata de países exánimes que hasta los
“neoliberales” más feroces consideran necesarias. Mientras tanto, los
kirchneristas tendrán que tratar de impedir que el golpe que acaban de
asestarles los holdouts acelere el deterioro de una economía que, merced a su
voluntad de subordinar absolutamente todo, sin excluir la realidad, al relato
oficial, ya enfrentaba un futuro muy sombrío.
Para una minoría reducida, la militancia política, aun
cuando solo consista en participar de manifestaciones callejeras ruidosas y
gritar consignas contundentes contra el ocupante de turno de la Casa Blanca en
Washington, haría de una nueva crisis socioeconómica terminal una experiencia
gratificante, pero no ofrecería una vía de escape aceptable a quienes ya ven
achicarse mes tras mes su ya magro poder adquisitivo y cuentan con motivos de
sobra para temer perder el empleo, si todavía tienen uno. La mayoría sabe o
intuye que la agitación política es contraproducente: asusta a los inversores
en potencia que son los únicos que están en condiciones de aportar algo más que
una dosis de buena voluntad.
Los cuadros kirchneristas, como Kicillof y sus soldados que
están ocupados colonizando las zonas más atractivas de la administración
pública, suelen prestar más atención a las opiniones de los suyos que a
aquellas de los demás. Sin embargo, a menos que se hayan resignado a ser
mártires de una causa ya perdida, les convendría procurar hacer pensar que el
ministro a cargo de la economía nacional y sus colaboradores son personas
responsables y sobrias que están más interesadas en el bienestar común que en
las teorías estrafalarias que tanto han contribuido a depauperar una parte
sustancial de la población del país y que, a menos que tengamos mucha suerte,
podrían ocasionar calamidades aún mayores en los meses próximos.
El panorama está oscureciéndose con rapidez. Todos los días
se difunden estadísticas ominosas. En los supermercados y comercios menores
caen las ventas de alimentos y otros bienes difícilmente prescindibles, se
multiplican los despidos y suspensiones al cerrar fábricas, frigoríficos y
otros negocios, las consultoras se han acostumbrado a corregir hacia abajo las
previsiones de crecimiento y suben los costos de importar energía que, tal y
como están las cosas, podría llegar a 15.000 millones de dólares anuales.
También propende a bajar el precio de la soja, el producto que hizo posible la
“década ganada” por los K; en un mes, el valor de una buena cosecha de 55
millones de toneladas del yuyo se ha reducido en mil millones de dólares. Una
vez más, la culpa es de los norteamericanos: con la ayuda de condiciones
climáticas favorables, han aumentado su propia producción. Y como si todo esto
no fuera más que suficiente, hay señales de que la locomotora china esté por
frenarse.
Para amortiguar el impacto tanto de la caída precipitada del
consumo como del default que, según los kirchneristas, no lo es sino, como
dirían los Monty Python, algo completamente diferente, el Gobierno ha elegido
agregar 200.000 millones de pesos al gasto público que este año superará el
billón. Parecería que Kicillof no cree en el monetarismo; antes bien, confía en
que poner a trabajar a la maquinita no dará un nuevo impulso a la inflación.
Es de esperar que en esta ocasión “el genio” elogiado por
Cristina resulte estar en lo cierto; caso contrario, la tasa anual de inflación
no tardará en saltar por “la barrera” del 50 por ciento. Con todo, hay que
reconocer que el héroe de la batalla contra los buitres –y, según algunos, el
probable candidato oficialista para las elecciones presidenciales del año que
viene– se encuentra en una situación nada fácil. De aplicarse los remedios
antiinflacionarios tradicionales, desaparecerían muchísimos empleos en el
sector público, lo que agravaría todavía más las tensiones sociales. Entre
otras cosas, tales desgracias suministrarían a aquellos piqueteros que no
comulgan con el kirchnerismo y a sus aliados de la izquierda dura pretextos
para emprender una ofensiva furibunda contra un gobierno al que, desde hace más
de un año, acusan de cometer lo que para ellos es el crimen imperdonable de
ensayar un ajuste “neoliberal”.
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