domingo, 25 de mayo de 2014

Peine fino para un documento lapidario

Por Jorge Fernández Díaz
Una vez en una misa de pueblo los feligreses comenzaron a alabar a Dios y a requerirle más pasión mística: "Mándanos fuego, Señor, mándanos fuego", cantaban. De golpe el chispazo de una vela produjo un pequeño incendio sin importancia dentro la propia iglesia y, asustadísimos, cambiaron sobre la marcha los versos: "Era una broma, Señor, era una broma". Algo similar a este viejo chiste cristiano sucedió con el documento episcopal. 

Sólo que el fuego le salió esta vez por la boca a la Presidenta de la Nación, que leyó correctamente el texto completo de los prelados y puso el grito en el cielo. Luego un arzobispo acudió como presuroso bombero involuntario a Página 12 y aclaró que la prosa de sus hermanos en la fe de ninguna manera podía ser leída como una crítica al Gobierno: parece que los periodistas caímos en esa "falsa lectura", mutilamos el documento y eso provocó que equivocadamente algunos kirchneristas salieran a cruzar con rayos y centellas a la Iglesia. La experiencia, según monseñor, se debe a que muchas veces los argentinos nos interpretamos "a través de la hermenéutica sesgada de los medios". Más allá de que resulta un tanto penoso el recurso de cargarle siempre el muerto a la prensa cuando de arreglar un lío o retroceder en pantuflas se trata, no le falta algo de razón al ilustre rectificador. Los medios en general no leyeron profundamente la declaración "Felices los que trabajan por la paz". Que es el panorama más crudo, certero, valiente, intenso y desgarrador que se haya escrito sobre la dramática situación por la que atraviesa la Argentina.

Para analizar el texto con justeza es necesario desmalezar las ambigüedades, que son un clásico de la diplomacia eclesiástica, y convenir con los obispos algo que muchos antikirchneristas furiosos no quieren ver: la tragedia nacional no es culpa exclusiva de quienes gobernaron a lo largo de estos últimos diez años, sino que se extiende como una mancha de aceite hacia otros sectores de poder y finalmente hacia la sociedad entera. Esto, sin embargo, no debería servir para instalar la peligrosa idea de que cuando todos son culpables nadie lo es. Hay responsabilidades mayores y menores. Y un movimiento con alma hegemónica y tantos años de gestión pública como es el peronismo no puede sacarle el cuerpo a la jeringa.

Aclarado este punto central, veamos paso a paso y en cámara lenta cuál es el verdadero diagnóstico que trazaron los obispos sobre el país. En principio, lo dicho: que está "enfermo de violencia". Y que una de las principales causas es el creciente nivel de inseguridad, que el Gobierno por supuesto minimiza. La Iglesia advierte al respecto: "Muchos viven con miedo al entrar o salir de casa, o temen dejarla sola, o están intranquilos esperando el regreso de los hijos de estudiar o trabajar. Los hechos delictivos no solamente han aumentado en cantidad, sino también en agresividad". Denuncia a su vez el auge del consumo de la droga y repudia la justicia por mano propia, y reparte salomónicamente palos entre quienes estigmatizan a los pobres por el aumento del delito y quienes creen que los más humildes no son las principales víctimas de los robos y asesinatos.

Los obispos hunden aún más el bisturí al afirmar, textualmente: "En nuestro país se promueve una dialéctica que alienta las divisiones y la agresividad". La oración es inequívoca. Puede alcanzar también a ciertos opositores de lengua excesiva, pero ¿queda alguna duda sobre a quiénes principalmente les cabe el sayo de esta cultura divisionista centrada en el eje amigo-enemigo?

Frente al idílico cuadro de bienestar e inclusión que se traza desde los atriles, la Iglesia opone la dura verdad. Y lo hace recordando las patologías enquistadas en el paraíso de Cristina: "Exclusión social, privación de oportunidades, hambre y marginación, precariedad laboral, empobrecimiento estructural de muchos, y la insultante ostentación de riqueza de otros". A lo que agrega, entre otras lacras, "la desnutrición infantil, gente durmiendo en la calle, hacinamiento y abuso, violencia doméstica, abandono del sistema educativo, y peleas entre barrabravas a veces ligadas a dirigentes políticos y sociales". ¿Pueden hacerse cargo de semejante devastación los otros partidos, los empresarios y los ciudadanos? Supongamos que a todos nos corresponde una porción de la culpa, puesto que la oposición nunca fue eficaz, parte del establishment actuó como cómplice y muchos votantes, antes de la desilusión, les dieron carta blanca a quienes llevaban a cabo estos desatinos. Aun así es indudable que los mayores costos políticos deben pagarlos quienes detentaron el poder del Estado, malgastaron los fondos de una prosperidad inédita y aplicaron políticas públicas en forma facciosa y negligente. Hacia ellos se dirige el mandoble pastoral; los obispos no son ingenuos.

Más adelante aluden a la corrupción. Se cuidan de aclarar que se refieren tanto a la pública como a la privada, aunque esta última casi siempre está vinculada a algún arreglo oscuro que las corporaciones anudan con el Estado, responsable último y principal del crimen. "Desviar dineros que deberían destinarse al bien del pueblo -precisan- provoca ineficiencia en servicios elementales de salud, educación, transporte. Estos delitos habitualmente prescriben o su persecución penal es abandonada, garantizando y afianzando la impunidad." Imposible no evocar la luctuosa causa de Once y tantos otros descalabros cometidos diariamente por empresas de servicios que son socias directas o indirectas del Poder Ejecutivo.

Los líderes del catolicismo también castigan la lentitud de la Justicia. Piden independencia, estabilidad y tranquilidad para los jueces, y le caen sin piedad al sistema carcelario. Muchas veces el oficialismo, en su manía de echarles el fardo a otros, se muestra ajeno a estas temáticas, como si no estuvieran bajo su órbita. Si el servicio de justicia está viciado y las prisiones son monumentos a la violación de los derechos humanos y a una abyecta venalidad, las más encumbradas autoridades políticas del país no pueden evadir la imputación. Son por lo menos coautoras en esa doble calamidad gestionaria.

"Nos estamos acostumbrando a la violencia verbal, a las calumnias y a la mentira -señalan los obispos-. Urge en la Argentina recuperar el compromiso con la verdad, en todas sus dimensiones. Sin ese paso estamos condenados al desencuentro y a una falsa apariencia de diálogo." ¿Se puede disimular cuál es el verdadero blanco de este reproche? Si algo caracterizó la batalla cultural del kirchnerismo ha sido su intención permanente de consagrar la contabilidad creativa, manipular las cifras, presentar renuncios como hitos emancipadores y adulterar los episodios de la historia. La evaluación de los pastores es certera y va al hueso del más grande deterioro que ha sufrido la patria en esta década mentirosa: la relativización completa de hechos y datos ciertos; la instalación del camelo como discurso institucional.

Bien leído, el documento es demoledor para el Gobierno, muchísimo más que el insólito sainete de la carta "trucha" que al final no lo era. Cristina leyó a fondo el pronunciamiento de los obispos, y los amenazó: "Cuando hablan de una Argentina violenta, quieren reeditar viejos enfrentamientos". Agentes del Episcopado acudieron entonces con paños fríos y rectificaciones a medias: aducían ser víctimas de "frases fuera de contexto". Tiraron con lanzallamas y luego cantaron: "Era una broma, Cristina, era una broma".

© La Nación

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