Por Roberto García |
Uno pensaba en los viajes; el otro, en la languidez del
ocaso. Y de repente un golpe menor, ajeno, les cambió la vida. Más, quizá, que
a la propia afectada por la contusión. Parece el destino inesperado y común de
Amado Boudou y Guillermo Moreno, aunque entre ellos haya poco en común; dos
enviados a la tortura del potro, a ser tironeados, estirados y desguazados por
extraños y propios como resultado político de la operación a Cristina en la
Favaloro.
No estaba en los cálculos este epílogo imprevisto al que contribuyen
el conjunto opositor y los miembros del Gobierno, como si el ajusticiamiento
público de los dos funcionarios desinfectara la Argentina.
Ambos son el alimento recomendable para quienes compiten
desde afuera –y se nutren con el repudio que la sociedad manifiesta por este
dúo– y, también, para un oficialismo que imagina liberarse de culpas desviándolas
a la cuenta particular de los dos atrevidos. Se trata de un ardid contable: en
un gobierno donde no prevalece el libre albedrío y la sumisión es intrínseca a
su existencia e imprescindible condición para el ascenso, parece gracioso que
Moreno y Boudou sean en exclusivo los autores de fracasos y delitos, de
cuestionables dictámenes y gestiones. Apenas han sido los alumnos preferidos.
Boudou, al que así llaman en el Gobierno como si decirle
presidente fuera un menoscabo para el cargo que la propia mandataria le
obsequió, disponía de una agenda turística envidiable para estar lejos de las
elecciones. Y de la actividad política en general. Su contacto mancha. No es de
esos invitados a los que se convoca a cenar sin reservas. Moreno está con
cabeza y pies fuera del Gobierno desde hace meses (aunque Cristina dijo que la
iba a acompañar los próximos dos años, casi copiando a Raúl Alfonsín cuando
anunció, antes de despedirlo, que Juan Sourrouille estaría hasta el final del
mandato), lanzando amenazas de castigos insólitos (nacionalizar los bancos
nacionales, pero no los extranjeros) o diseñando auxilios económicos del mismo
tipo, como pedirles plata prestada a las cerealeras para el Estado que, según
el Estado, le deben plata al Estado.
Ambos eran proscriptos, aunque nunca sospecharon que se les
derrumbaría el mundo por culpa de un chichón en la cabeza presidencial. Aunque
esa hematoma ya desaparecida no fue la causante del doble drama: la hecatombe
empezó cuando se conocieron los resultados de las primarias y Cristina dejó ese
domingo no sólo la pertinaz voluntad por hacerse reelegir y reformar la
Constitución.
Abrumado por las causas judiciales (luego de que vuelva
Cristina, se dice, tomarían algún brío por la incidencia de Carlos Zannini
entre los magistrados; si éste mantiene su peso específico luego de ciertas
objeciones que le endilgaron por el manejo médico de la paciente ) y el
desapego del Gobierno a su figura desde que trascendió una inquina con el
influyente hijo Máximo, Boudou igual presagiaba disgustos. Sobre todo desde el
día que, en su departamento de Puerto Madero, un visitante le advirtió ante una
irrupción lumínica en el living: “Che, alguien te está enfocando con un láser”.
Distraído, miró por la ventana y concluyó que se trataría de algún vecino
adolescente. Más tarde, habrá asumido la advertencia de que la señal luminosa
no provenía de un consorcista alucinado. Ahora, en el ejercicio presunto del
poder presidencial, cuando ni siquiera se le habilitó un despacho en la Casa
Rosada –semejando el día en que expulsaron de ese edificio a Daniel Scioli,
siendo vice, enterándose por un portero que le habían cerrado la oficina porque
“había que pintarla”–, tiene en claro el mensaje de aquella luz verde.
Mientras, le explotan los tímpanos con la recurrencia servil de “sólo manda
Cristina”, algún subalterno lo fustiga en público (Gabriel Mariotto) y el resto
de la corte lo ningunea.
Por si fuera poco, lo que podía ser un galardón dentro del
oficialismo –las críticas de Carrió, Macri y De la Sota– también se le vuelve
en contra. Más allá de merecimientos, no hay que olvidar un detalle: Boudou
nunca hizo lo que no deseara u ordenara su autoridad superior.
Lo mismo que Moreno, la bestia negra a la que le reprochan
todos los dislates de la economía, como si fuera un piloto de Fórmula Uno que
gira solo en la pista y no consulta a su equipo. Justo él, que fue siempre un
prodigio de obediencia debida, un cultor del populismo simplón que les agradaba
a los Kirchner y con quien hasta un hombre declarado de izquierda como Axel
Kicillof cuenta en su formación de más vivos que tontos (recordar el blanqueo
postergado o lo de YPF, que ahora hasta Cristina repudia, ¿o pagar no significa
admitir el error?). Moreno guarda silencio ante el cartel “Miren a Bossio”,
como muchos creen que es lo que se viene. Dudosamente, le agrada el ascenso de
ese funcionario: lo quiere menos que a Boudou (además, a ver si por ciertas
relaciones comerciales aparece de la mano con Mario Blejer, hoy ya sin la
ocupación anunciada para el Banco Central de Israel).
Pero el secretario de Comercio que se suponía ministro se
inquieta por otra situación, a pesar de que –como dijo Cristina– “nunca hubo
siquiera una sospecha de corrupción con Guillermo”. Incomparable con Boudou,
claro, pero quizá más comprometido en la arena judicial: la alteración del
Indec, más allá de las responsabilidades de Néstor y Cristina, supuso no sólo
modificar el índice del costo de vida. También, no pagar los bonos que se
instruyeron bajo esa condición. O pagar menos, lo que, por otro lado, se pagaba
mucho más a quienes disponían de títulos regidos por el adefesio de las tasas
chinas: el crecimiento del PBI (dañando en especial a los jubilados, ya que la
Anses disponía de una abrumadora mayoría de títulos vinculados a la tasa
inflacionaria). ¿Esa malversación estadística constituye un delito? ¿Ese
traslado de fondos a favor de unos y en contra de otros merece una calificación
de estafa o alguna observación al funcionario que no cumplió con sus deberes?
Son interrogantes elementales –parte en verdad de otra
multitud de preguntas– que hoy angustian al devaluado Moreno, a sus abogados
defensores y a otros abogados que no son de su cuña y piensan más en atacar.
Como si fueran buitres, cuervos, ante la carne abandonada. Y no son extranjeros.
Dicen que no lo salva ni el Papa, y eso que Francisco le mandó un rosario de
regalo la semana pasada. Aunque no se sabe de ningún argentino que no tenga un
rosario o una foto con el bienamado Pontífice.
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