Por Tomás Abraham (*) |
Estas elecciones tienen un alto grado de volatilidad.
Hasta octubre todo puede cambiar.
Vivimos en una burbuja política con personajes cambiantes y cotizaciones de
remate. Así es como funciona el sistema político en la actualidad. Ni símbolos,
ni tradiciones, ni lealtades determinan los resultados electorales.
Las PASO conforman un ceremonial tranquilo. Los votantes
expresan su preferencia sabiendo que nada importante se decide. Pueden darse el
gusto de elegir sin pensar en el mañana. Pueden hacer valer lo que sienten hoy. No son decisivas salvo para eliminar en octubre a los que no alcanzan el mínimo
de votos en agosto. Permite coquetear y apostar con la imaginación.
No difieren de un concurso de belleza. Lo que cuenta es el rostro, la dicción y la simpatía. En cuanto a las propuestas, los programas, los equipos, las plataformas, todo eso tiene una abstracción que no va más allá de un postulado intencional. Aquello que “debería ser” reúne a votantes y candidatos en el reino de los cielos en donde sólo hay armonía.
A pesar de este ambiente eleccionario poco comprometido,
Sergio Massa llevó a cabo una proeza. Le ganó al kirchnerismo, que sacó todo su
arsenal a la calle. Para enfrentarlo tuvieron que sumarse Cristina y Scioli que
fueron quienes arrasaron en los comicios de hace dos años. Un intendente de la
provincia de Buenos Aires volteó en las primarias al establishment político
hegemónico. El Gobierno podrá minimizar la diferencia por no ser abultada. Pero
ese mínimo era impensable hasta hace poco tiempo. Ningún político podía hacerle
sombra a la Presidenta y al Gobernador juntos
en una misma brega.
Pero, como decíamos antes, nada asegura que este triunfo de
Massa sea sustentable. Por dos motivos. Para comenzar porque el Gobierno en
estos meses que faltan hasta las legislativas le hará las mil y una tramoyas
propias de la política basura para hundirlo. Así como hemos visto balazos en su
auto, robo a su casa, acusaciones de narcotráfico en su zona, de ahora en más,
el ataque del frente oficialista encontrará nuevos artilugios que intentarán
desacreditarlo desde los más diversos ángulos.
Por otra parte, es el mismo personaje el que despierta
serias dudas sobre su envergadura opositora. Como se dice ahora: no ha sabido
construir a un adversario. Pero que se entienda bien lo que se dice cuando se
sostiene que la práctica política necesita construir la imagen de un
adversario. Hitler no tenía adversarios, ni los tenían Stalin, Videla o
Firmenich. Se veían rodeados de enemigos en un modelo de política asimilable a
la guerra en la que al enemigo se lo extermina. Por el contrario, en un sistema
democrático, el adversario no es exterminable sino necesario. No es el chivo
emisario que refuerza al tirano. Es el que está en frente en un juego político
en los que hay reglas y derechos aceptados por los participantes. Quien pierde
no desaparece, se convierte en minoría y se mantiene activo.
En ese sentido, Massa no tiene adversario. No es un opositor
al Gobierno. Sólo alcanza a irritar al elenco gobernante, lo que no es poca
molestia para quienes van por todo. Su campaña se basa en una trinidad
retórica: inflación, seguridad, corrupción. En ninguna de estas tres
hipostasías puede proyectar alternativas ni soluciones. La ciudadanía acepta la
inflación de 25% mientras se le aseguren convenios por una suma semejante. El
Gobierno ha modificado su estrategia. De relato liberacionista de los derechos
que se ve deteriorado por escándalos de variado tipo, ha pasado a la fiesta del
consumo. La clase media que vota Massa tampoco quiere perder su auto nuevo y
sus viajes al exterior ni sus fines de semana largo. El kirchnerismo se los da.
Además, el olfato ciudadano presiente que la inflación se baja con ajuste y
nadie por ahora puede convencerla de lo contrario, y bien que hace.
En consecuencia, se convive, al menos por ahora, con la
inflación, y se la teme menos que a la pérdida de ingresos o de trabajo.
El otro tema, la inseguridad, es aporético, no tiene salida.
Mano dura no se quiere, garantismo menos. Entonces se anuncia que la solución
es la educación, que es como pedir salvación, un milagro. Sin duda, si todo el
mundo fuera distinto, las cosas serían diferentes. A veces, la oposición
pareciera no decir más que esto. El último inciso de su pretendida renovación
política, la corrupción, es algo que incomoda a Massa. Prefiere eludir el tema.
Cuando el periodismo lo interroga sobre las denuncias en curso, evita dar
nombres. No se suma a quienes difunden supuestas nuevas maniobras fraudulentas
cada semana. Dice que lo resuelva la justicia, otro milagro. Por eso puede
nadar en aguas tranquilas. Ningún candidato asume riesgo alguno cuando afirma
que en un mundo educado y más justo deberían resolverse casi todos, sino todos,
los problemas que inquietan al ciudadano.
El intendente de Tigre, al no nombrar a su adversario, no
tiene identidad. Y su súbita aparición en la escena política anunciada con
algarabía por consultorías y poderosos medios de prensa, a pesar de modificar
el presente político, no augura perspectivas claras de futuro exitoso.
Su discurso pacificador no alcanza para ambiciones de
liderazgo nacional. Tiene que dar batalla. Si no muestra que algo grave pasa en
nuestra sociedad, si no dice que algo podrido se huele en la república, si no
nombra al adversario y propone alguna gesta de grandeza más allá de lo que
llama las preocupaciones del ciudadano común, se adaptará a las circunstancias,
y por lo visto, hasta nuevo aviso, las circunstancias parecen no depender de
él.
De no crecer su figura, nuevamente veremos que la atención
dirigida a Massa por quienes buscan un cambio de política, se olvidará de él
para enfocarse nuevamente en Scioli.
© Perfil
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