Por Gabriela Pousa |
Uno
de los principales problemas que acechan a la Argentina actual radica en la
dicotomía entre temas urgentes y temas importantes. Muy pocas veces ambos
coinciden, y la necesidad de resolver coyunturas demora fatalmente la
solución de asuntos que pudieran cambiar algo más que furtivas situaciones
económicas o políticas.
Se
vive en un permanente “hoy para mañana” como si el mundo o el país tuviese
fecha de vencimiento. Se ha convertido a la Argentina en un producto de
consumo. Allí está pues, en la góndola, listo para ser propiedad del
primero que lo lleve hacia la caja registradora.
En
esa carrera se anotan personajes harto conocidos cuyo principal
inconveniente radica en ser apenas eslabones de la cadena que nos sujeta a
vivir en un perenne ahora sin poder vislumbrar un horizonte futuro.
A
conciencia, nadie se atrevería a asegurar con convicción férrea que un Daniel
Scioli, o un Sergio Massa por mencionar un par apenas,
sean grandes estadistas capaces de redimir los males que afectan a la
Argentina. Sin embargo, todo gira en torno a ellos. Se han situado en
el escenario como protagonistas.
Detrás,
elenco y actores secundarios se reparten el libreto sin importarles en demasía
si están capacitados o no para representar los roles que el guión impone. En
definitiva, saben que no son ni serán más que marionetas de un gran
titiritero.
Para
comprobar esto, alcanza con recordar los nombres que pasaran por el Ministerio
de Economía, y así deducir luego que el problema de los números, como
el resto de los problemas, encuentra siempre un denominador común: la titular
del Ejecutivo. No fueron ni Felisa Micelli, ni Miguel
Peirano, ni Martín Lousteau, ni Carlos Fernández,
ni Amado Boudou ni mucho menos Hernán Lorenzino los
responsables de la debacle de las cuentas que hoy no cierran.
Cada
uno a su manera pudo haber contribuido al descalabro monetario, pero quién
manejó desde el vamos la economía del país como si se tratase de un banco
instituido sólo para financiar negocios propios fue Kirchner. Néstor primero,
Cristina luego.
De
allí que creer que algún furtivo enroque de ministros o incluso que la
salida de alguno de ellos será solución al derrotero que enfrenta el gobierno,
es tan ingenuo como creer que no hay diferencia entre Sidney y el conurbano, o
entre Quebec y Río Gallegos… Estas nimiedades aportan únicamente al
cortoplacismo que se ha establecido como límite al sueño de los argentinos.
Posiblemente,
una gran mayoría suponga que el cepo al dólar es el verdadero mal de este
periodo, sin embargo, lo realmente grave va mucho más allá de un billete
extranjero. Aquello que explica la decadencia argentina es como todo lo
esencial a lo cual Saint Exupery – a través de El Principito -, le otorgó una
cualidad muy peculiar: la invisibilidad. Y es verdad. Lo
esencial que debe modificarse en la Argentina parece no percibirse a simple
vista.
Restablecer
la escala de valores, recomponer la pirámide social, respetar la autoridad,
priorizar la educación, y volver a categorizar las jerarquías son asignaturas
pendientes que se saben o deberían saberse indispensables para pensar una
Argentina realmente distinta. De lo contrario, lo que vaya a cambiar tras un
comicio será meramente el decorado. Nada de ello, sin embargo, está siendo
demandado por los argentinos.
Ahora
bien, ¿en qué estamos? Estamos sumidos en una interna política
peronista donde el gobernador de Buenos Aires se ofrece como garante de la
institucionalidad, y el intendente de Tigre hace lo propio como paladín del
diálogo. Ambos coinciden en algo: la moderación. Saben que la
paciencia ciudadana para soportar la confrontación fútil y cotidiana es la que
está diciendo basta.
Sin
embargo, mantener la “cordialidad” que ostentan hoy les será
dificultoso cuando observen que de heredar, heredarán un país arrasado donde el
ajuste no será una opción sino algo obligado.
Mientras
tanto, la ciudadanía sigue compulsivamente cegada en su perspectiva,
imposibilitada de ver más allá de la puja electoralista. Viviremos dos años no
como una etapa final de mandato sino como una sumatoria de “ahoras” que nos
mantendrán “distraídos” de escándalo en escándalo.
Los
funcionarios seguirán compitiendo por ver quién es el más original a la hora de
hacer el ridículo, la Presidente oscilará entre la acusación falsa, la denuncia
de complots y sus realidades inventadas, tratando de mostrarse como lo
que ya no es: una mandataria fuerte aún cuando un dato no puede ser
menospreciado: sigue detentando el poder.
En
consecuencia, cabe advertir que la capacidad de daño sigue estando a la
orden del día. Cristina siempre entendió la política desde una visión
belicista. Creó enemigos que no existían, dividió la sociedad como hace mucho
tiempo no sucedía. Perdió las internas, perderá las legislativas, para
ella no son derrotas definitivas sino batallas de una guerra más decisiva. La
debilidad, lamentablemente, potencia la violencia.
En
ese trance, en lugar de observar el surgimiento de verdaderas alternativas,
veremos al gobierno acallando voces y redoblando afrentas. Presiones,
aprietes y descalificaciones será en lo sucesivo la política de Estado del
kirchnerismo.
Mientras
eso suceda, apenas 24 o 48 horas será el plazo de cualquier expectativa. El
cepo al porvenir es el que más lastima. Borges acertaba en su sentencia: “El
futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer.”
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