Ginzberg. “Desde el principio los nazis demostraron ser unos
campeones del insulto”, advierte.
Por Sergio Sinay (*)
Cuanto más se miente y más reina el sectarismo, más se alardea de contar la verdad y nada más que la verdad”. Esta es apenas una de las muchas comprobaciones que el periodista italiano Siegmund Ginzberg desliza a lo largo de Síndrome 1933, un libro cuya lectura, a medida que avanzan las páginas, provoca pasmo y escalofríos. Ginzberg muestra en su obra cuál era el clima en Alemania y en Europa en aquel año nefasto en el que Hitler sería designado canciller y aceleraría en dirección de la Segunda Guerra Mundial, que se inició seis años más tarde. El libro es un trabajo lúcido y enjundioso, una alerta inquietante que teje tanto hechos conocidos, como otros olvidados y desconocidos, para ilustrar cómo anidó el huevo de la serpiente a la luz de ojos cómplices y de ojos que, a pesar de ver, prefirieron mostrarse ciegos.
Se discute si la historia se repite puntualmente, si lo hace una vez como tragedia y otra como comedia o si no hay que extrapolar de modo automático el pasado para ilustrar el presente. Sin embargo, es imposible leer Síndrome 1933 sin la angustiante sensación de que no es solo historia, sino el registro de una atmósfera que se respira hoy. Por cierto, el presente nunca es un calco del pasado en cuanto a los hechos específicos. Los personajes son otros, muchas circunstancias y lugares cambian, si hay una repetición no es literal. Lo que persiste a través del tiempo, eso sí, es una matriz que se adapta a cada presente y a cada país. Si se advirtiera esto, sería posible impedir desventuras dolorosas e irreparables, con un final anunciado que, siguiendo el mecanismo de la tragedia, sus protagonistas se niegan a ver. Para repetir estos ciclos de la historia (que se dan en los países en particular y en el mundo en general) habría que explorar la historia, recordarla y reflexionar sobre ella, demasiado pedir a una especie, la humana, cuya memoria es cada vez más breve y leve.
“Desde el principio los nazis demostraron ser unos campeones del insulto, de la hipérbole polémica, de las groserías lanzadas contra los opositores, los judíos y cualquiera ajeno al ‘pueblo’ con el que se identificaban”, advierte Ginzberg. “Acompañó su ascenso un ‘a la mierda’ incesante, reiterado, silabeado, infinito (…) era una representación estudiada, deliberada. Ya había mucha violencia, también verbal, en las continuas campañas electorales, los comicios y los debates políticos de los tiempos de Weimar”.
No existían internet ni redes sociales entonces, pero sí la radio, el gran medio de comunicación de esos tiempos. Y en ella convergieron masivamente los trolls de Goebbels, el siniestro ministro de propaganda nazi, que hizo de la mentira un arma de destrucción psicológica masiva. “El público participaba alborotando, aplaudiendo, coreando consignas”, sigue Ginzberg. “Gritos, abucheos, silbidos, insultos, blasfemias e imprecaciones a los adversarios formaban parte del repertorio”. Las noticias falsas de entonces nacían del gobierno. Un inevitable déjà vu llega a la mente cuando el mismo mecanismo asoma aquí y en países con los que la Argentina libertaria se alinea. El calificativo insultante, el chiste ofensivo y grosero, los videos falsos y las ediciones tramposas de entrevistas y discursos de opositores nacen de las entrañas del poder. El síndrome que advierte Ginzberg incluye el desenfado y la impunidad de los fabricantes y difusores de la mentira, que van desde presidentes hasta voceros oficiales, pasando por impresentables legisladores o funcionarios menores. Cuando admiten ser los autores no se disculpan, redoblan la apuesta con una respuesta de habitual mal gusto, y a la mentira se le agrega entonces la irresponsabilidad. Ya ocurrió, no son originales.
(*) Escritor y periodista
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