viernes, 8 de septiembre de 2023

Una historia de Europa (LXII)

 Por Arturo Pérez-Reverte

Cuando Carlos V se quitó de en medio jubilándose, a su hijo Felipe, segundo de España, le cayó encima una herencia descomunal y envenenada: además de la península ibérica (completa, pues por su madre heredó el trono de Portugal, que fue español durante sesenta años) y de Nápoles, Milán, Borgoña, los Países Bajos y los territorios de América y el Pacífico; con lo que eso del imperio donde no se ponía el sol no tuvo nada de metáfora. Pero es que, para mejor capar el cochino, sus tíos, primos y parientes gobernaban el vasto imperio de Austria; así que entre las dos ramas de la familia Ausburgo tenían a Europa bien agarrada por el pescuezo. 

Imaginen la mala leche con que Francia e Inglaterra, todavía frágiles, amenazadas y tragando bilis, contemplaban el asunto. No es de extrañar que una y otra aprovecharan la inestabilidad de la Reforma y la Contrarreforma para conchabarse con los protestantes y con quien hiciera falta, currándose la vida; y lo cierto es que acabaron haciéndolo bastante bien. El mayor problema al que tuvo que enfrentarse Felipe II fue el de los Países Bajos, o sea, Flandes (el de los tercios y el capitán Alatriste): conflicto en el que ideología, religión y nacionalismo iban juntos y revueltos. Los flamencos no querían vivir sometidos a una potencia extranjera, y eran muy dueños de no querer. Además, la mitad eran protestantes; así que empezaron los disturbios y el dar por saco. Fiel seguidor de la política de su padre, religioso, prudente, culto, trabajador, convencido de que su misión era conservar la unidad del imperio y ser guardián de la fe católica, Felipe II fue maltratado por sus detractores (sobre todo por sus enemigos de entonces, que tenían papel e imprentas), presentado como un gobernante cruel, fanático, cerrado al influjo exterior. Pero eso es una mentira guarra. Felipe sólo fue un hombre de su tiempo con una enorme responsabilidad encima, que lo hizo lo mejor que pudo en una Europa endiabladamente difícil. Su mayor error histórico, en mi opinión, fue que en vez de olvidarse del maldito y levantisco Flandes, trasladar la capital del imperio a Lisboa, construir muchos barcos y dedicarse a ser potencia atlántica y americana (el Portugal heredado de su madre incluía la India y el África portuguesas, las Molucas y Brasil), se enredó en la sucia sangría de los Países Bajos, que tanto iba a durar y de la que el imperio español acabaría saliendo hecho polvo, o a punto de caramelo para estarlo. La cosa no tuvo marcha atrás cuando el ejército del duque de Alba emprendió allí una represión implacable, los tercios saquearon Amberes por la cara, los flamencos pidieron ayuda a Inglaterra, se armó la de Dios es Cristo, y al final (solución parcial, porque las guerras flamencas seguirían en el siguiente siglo) las provincias del sur, católicas de toda la vida (actual Bélgica), siguieron unidas a España mientras las siete provincias del norte, protestantes de nuevo cuño, se convirtieron en el estado independiente que hoy conocemos como Holanda. La factura gorda, todo hay que decirlo, la pagó Castilla, de donde salieron la mayor parte de los soldados y el dinero (Aragón, Cataluña y Valencia tenían sus fueros, así que no soltaban un puto maravedí) hasta el extremo de que hubo quien protestó porque España en general y Castilla en particular se comieran todos los marrones en la defensa del catolicismo mundial, vía impuestos y carne de cañón (A la guerra me lleva mi necesidad, cantaba el mancebo de El Quijote), mientras otras naciones católicas, incluidos los papas de Roma, que temían a España y la odiaban con toda su alma, pasaban del asunto o procuraban que Felipe no triunfara demasiado. Si los rebeldes contrarios a la fe santa quieren ir al infierno, que vayan, que ése es problema suyo y no nuestro, llegó a decirse en las cortes hispanas en 1593. El caso es que, una vez liberada del dominio español, la Holanda salida de aquel pifostio se disparó en lo económico y cultural hasta convertirse en primera potencia comercial de Europa. La Compañía de las Indias Orientales, creada a principios del XVII por comerciantes interesados en las riquezas de Asia, consiguió un imperio ultramarino propio que incluiría Ceilán, Java y Ciudad del Cabo. Pero no todo fue comercio, porque con su defensa de la libertad intelectual (a diferencia de los españoles y de otros, ellos podían estudiar en universidades extranjeras), Holanda contribuyó a la cultura y el pensamiento político de su tiempo. Hugo Grocio, por ejemplo, con su tratado De iure belli ac pacis (tan importante como el De legibus del español Francisco Suárez), fue uno de los padres del Derecho internacional moderno. En la Europa que alboreaba, la vieja idea de una comunidad cristiano-política se había ido al carajo, y los estados nacionales eran ya una realidad indiscutible.

[Continuará].

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