viernes, 28 de abril de 2023

El hombre que leía en el ‘Titanic’

 Por Arturo Pérez-Reverte

Desde hace tiempo y una vez al año, cuando se acerca el momento en que largo amarras e izo todo el trapo que el viento me permite, veo de nuevo aquella obra maestra que Roy Ward Baker rodó en 1958 basada en el libro A Night to Remember, de Walter Lord, con un guión firmado por un enorme Eric Ambler que ya había escrito, entre otras, La máscara de Dimitrios. La película se llama en inglés igual que el libro original, y en versión española es conocida como La última noche del Titanic —no confundir con Titanic, bodrio protagonizado por Clifton Webb, ni con el colorido Titanic de DiCaprio y compañía, que son otra cosa—. 

La veo por varias razones: lo hice en el cine siendo niño, con mi padre, que me llevaba a todas las películas que tenían relación con el mar, la volví a ver muchas veces a lo largo de mi vida, y la sigo viendo porque, aparte su perfección, es un buen recordatorio de que, como diría el marino Coy, protagonista de La carta esférica, los seres humanos vivimos entre estachas de ballena. Al filo del abismo, vamos. O de las impasibles reglas del caos. Y de vez en cuando, el caos impone sus reglas.

Hay diálogos de la película que me sé de memoria —«¿No va a intentarlo, señor?»— y escenas que, después de haberlas visto veinte o treinta veces, espero con extrema atención que se repitan en la pantalla, pues cuanto más las conozco más las disfruto. Hay situaciones y personajes que me siguen impresionando hasta la emoción. Porque en esa película, en el microcosmos abocado al desastre del barco moribundo, se concita todo lo bueno y lo malo del ser humano: el valor y la cobardía, la dignidad y la vileza, la lealtad, el egoísmo, el amor y la muerte. Sobre todo, la muerte. Porque, entre otras muchas cosas, La última noche del Titanic es una lección de cómo sobrevivir y de cómo, llegado el caso, saber morir.

Supongo que muchos de ustedes la habrán visto; de no ser así, la recomiendo vivamente. Quizá, como me ocurrió a mí, algunas escenas de esa película se les queden grabadas para toda la vida: el Californian a pocas millas, cuya tripulación no sabe interpretar las señales de la tragedia; los tenaces radiotelegrafistas que hasta el último momento lanzan a la noche los inútiles mensajes de socorro; el capitán abrumado por la magnitud del desastre; la orquesta que sigue tocando en cubierta, heroica y digna hasta el final; los humildes pasajeros de tercera clase que intentan sobrevivir; el mayordomo que abraza hasta el fin al niño abandonado; los jugadores que siguen impasibles su partida de cartas mientras la cubierta se inclina cada vez más… Y, sobre todo, el hombre de barba blanca que lee sentado en la cámara, concentrado en el libro que tiene en las manos, mientras el caos se desata alrededor.

Ese hombre silencioso que lee —un breve plano en un par de secuencias— es, para mí, la verdadera clave de la película. Lo comentaba ayer por teléfono con Jorge Fernández Díaz, el periodista y escritor argentino que es casi mi hermano bonaerense —siempre lo llamo ‘cuchillero’ y él a mí ‘capitán’—, que acababa de verla por primera vez y estaba fascinado. El hombre de la barba blanca, insistía, y yo estaba de acuerdo. Ahí está la esencia, ahí está la imagen. Tienes que escribir un artículo sobre eso, capitán. Y, bueno. Aquí estoy, escribiéndolo, porque Jorge tiene razón. Mientras el barco se hunde, cuando se va perdiendo el control, y de la subida lenta y ordenada a los botes se pasa al desconcierto, las carreras y el pánico, el anciano de la barba blanca sigue sentado en la cámara, desdeñosamente ajeno a todo, enfrascado en la lectura de un libro. No vemos el título, y lo mismo puede tratarse de la Biblia, las Meditaciones de Marco Aurelio, La Divina Comedia, los sonetos de Shakespeare, la Odisea, el Quijote, Justine del marqués de Sade o un libro de problemas de ajedrez. Qué más da. Lo que importa es su actitud: la calma estoica con que un ser humano lúcido y culto, consciente de su destino y por tanto indiferente a él, resuelve afrontar el momento en que casi todos pierden los nervios, buscan salvarse a toda costa, corren de un lado para otro, se agolpan y empujan para subir a los botes donde no caben todos. Por eso me agrada verlo imperturbable, con su barba blanca y su libro en las manos; e incluso lo imagino alzando un momento la cabeza para dirigir una tranquila mirada en torno antes de pasar página y sumergirse de nuevo en la lectura que consuela, confirma y explica todo: incluso la trampa cruel, siempre al acecho aunque los pasajeros no eran conscientes de ello, del barco inclinado hacia el abismo. Para qué tanto escándalo, me gusta imaginar qué piensa el hombre admirable que lee mientras el Titanic se hunde. Al fin y al cabo, sólo se trata de morir.

© XLSemanal

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