jueves, 23 de febrero de 2023

Quién cancela a quién

El verdadero desafío es vencer las tentaciones retrógradas 
desde todas las ideologías. Sería una pena que el espíritu emancipatorio se tradujera en el miedo de hablar 
o de escribir.


Por Gisela Kozak Rovero (*)

Recientemente, las escritoras argentinas Ariana Harwicz y Clara Obligado, junto con la activista y escritora anarcofeminista boliviana María Galindo, participaron en un encuentro auspiciado por el diario El País en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, dedicado al espinoso tema de la cancelación, palabra que alude al conjunto de acciones ejercidas sobre individualidades u organizaciones que atenten contra los derechos de sectores históricamente marginados. 

Las tres coincidían en su decidido apoyo a las mujeres, la población LGBTQ o cualquier otro sujeto excluido en razón de su raza, clase u origen nacional; sin embargo, el registro del encuentro indica tirantez, lo cual no deja de llamar la atención porque se trata de tres mujeres identificadas con causas similares. Incluso, Harwicz comentó en su cuenta de Twitter que los términos en que quedaron al terminar el encuentro no fueron exactamente cordiales, sino al contrario.

¿Por qué? Al fin y al cabo, no se trató de un debate entre una nacionalista conservadora, el estilo de la primera ministra italiana Giorgia Meloni, y una globalista “progre”, nombre inventado por los sectores más conservadores para designar cualquier idea que huela a feminismo o activismo LGBTQ. Harwicz insistió en que el arte, el cine y la literatura deben ser lugares de libertad radical, a menos que solo se vean como decoración y entretenimiento; en otros terrenos, en cambio, la libertad de expresión no es ilimitada, verbigracia la política. Galindo subrayó que la perspectiva patriarcal y racista ha predominado, confiscando la palabra y obstaculizando la agencia política, la expresión estética y la participación de las subjetividades excluidas; por ende, el racismo o la transfobia son condenables y no debatibles en cualquier terreno. Por su parte, Clara Obligado rechaza lo que denomina la “cultura de la cancelación” pero defiende, desde una perspectiva feminista, la pertinencia de un debate cuyas ambigüedades y contradicciones le parecen profundamente creativas.

Se podría estar de acuerdo con las tres escritoras sin caer en complacencia alguna: no podemos dejar a un lado el combate de siglos contra la censura, que ha permitido la emergencia de voces antes silenciadas por el poder, como es el caso de las mujeres; al mismo tiempo, no ha habido lucha política e intelectual contemporánea que no haya generado posiciones encontradas dentro de su propio campo. El problema es otro: quién decide qué es ofensivo o no y qué hacer con las o los ofensores. Universidades, partidos políticos, movimientos sociales y medios de comunicación, por no hablar del arte, el cine y la literatura, están lidiando con un asunto relacionado con los derechos humanos fundamentales: el alcance de la sanción moral proveniente de la opinión pública en la vida de las personas acusadas.

La cancelación sustituye la acción jurídica del Estado en relación con determinados delitos para adentrarse en los terrenos de la sanción moral, determinada por los valores socialmente aceptables en un momento dado. De este modo, la cancelación puede ser exigida por las víctimas y por la opinión pública; las empresas, el sector público y las instituciones educativas toman las medidas correspondientes, como ocurrió con la industria del cine que dejó fuera de juego al actor Kevin Spacey por acosador, y con la editorial Almadía que dejó a la escritora colombiana Carolina Sanín fuera de su catálogo debido a sus opiniones en contra de las trans.

También se pueden ejercer medidas en contra del ofensor u ofensora a través del escrache (repudio colectivo) en redes sociales y en manifestaciones callejeras, como ocurrió con la escritora J. K. Rowling, quien escribió un tuit en el que opinaba que no se debía olvidar la importancia del sexo biológico de cara al feminismo. La feminista Ayaan Hirsi Ali no pudo impartir una conferencia en la Universidad Brandeis porque los estudiantes la vetaron por “islamófoba”. Otro ejemplo es el del poeta venezolano Willy Mckey, denunciado por mantener relaciones sexuales con una menor de edad. Mckey, quien se quitó la vida, fue expulsado de su trabajo; incluso, los organizadores de un importante premio para poetas jóvenes pensaron seriamente en retirarle la distinción al acusado, ganador años atrás. La seducción de menores de edad es un delito, sin duda, pero no se juzgó en un tribunal sino en redes sociales, situación a todas luces inconveniente.

El escrache, junto con el posterior ostracismo y silenciamiento que lo acompañan, constituyen condenas sumarias. Coincido con María Galindo en reivindicar la potencia crítica de intelectuales como Pier Paolo Pasolini, pero no está de más decir que el italiano fue cancelado políticamente desde los valores superiores del proletariado representados por el Partido Comunista de Italia. Si se reivindica desde la izquierda el dolor de la discriminación para justificar la agencia política, infligir dolor a través del ataque a la reputación es un tema sumamente delicado y resulta incompatible con la lucha por los derechos humanos y la dignidad de las personas. En este sentido, no es cierto que la cancelación no traiga consecuencias, por supuesto que las trae. Las feministas hemos de cuidarnos del punitivismo, palabra usada por la feminista decolonial argentina Rita Segato para denominar las condenas a diestra y siniestra. El argumento de que nuestras cancelaciones son justas pero las de otros no cae en el terreno del punitivismo o por lo menos se le acerca.

¿A quién(es) cancelamos? ¿Cuál debe ser la pena al expresarse una opinión considerada sancionable desde la perspectiva de una empresa, institución pública, institución educativa o del llamado tercer sector? ¿Un comentario racista, misógino y transfóbico lo es porque efectivamente apoya la conculcación de derechos o porque calificarlo así impide el debate a profundidad? Por ejemplo, la polémica entre el activismo “trans” y un sector del feminismo que reivindica el peso de la biología como fuente de desigualdad se ha desarrollado en este terreno, resbaloso como ninguno. ¿Quién o quiénes son culpables en este caso? ¿No leemos más a Amelia Valcárcel o a Paul B. Preciado, que opinan distinto respecto a la definición del género? ¿Hay que proceder a la expulsión del trabajo de los partidarios de una u otra posición desde la premisa de que no se cumplen las políticas de la empresa? ¿Las políticas de una empresa, centro educativo u oficina gubernamental están por encima de los derechos humanos? ¿Quién decide cuál opinión es ofensiva o no? ¿Las redes sociales, el liderazgo político, los consejos directivos, el sector intelectual, los medios, el activismo o la opinión predominante en un momento dado?

Me temo que el miedo a la opinión pública tendría la última palabra. No otra razón justifica que los directivos de la Universidad Brandeis, en Estados Unidos, hayan retirado la invitación a una feminista que defiende la laicidad y las libertades de la mujer. Si no debatimos con todo rigor estos temas, nos conformamos con ejercer la condena sobre aquellos que tengan menos poder relativo. Cuando Donald Trump o Jair Bolsonaro exhibieron durante sus gobiernos su patanería infinita contra minorías y mujeres, no pasó nada más allá del escándalo en redes sociales; de hecho, contaron con un enorme respaldo popular, con poder y con dinero. En cambio, un escrache por redes sociales constituye una fortísima sanción moral sobre una individualidad, cuyas consecuencias personales y laborales pueden ser grandes. Quienes compartimos el marco común de los derechos humanos estamos obligados a la deliberación constante, disposición democrática ajena a la cancelación; además, es irracional tratar a las opiniones en los mismos términos que a las acciones. Ciertamente las matanzas y las persecuciones contra sectores discriminados suelen comenzar en los prejuicios y opiniones sin fundamento, pero los debates sobre aspectos polémicos no deben confundirse con incitación al odio.

Como feminista, escritora, docente universitaria y activista lésbica, me preocupan sobremanera estos temas. No se puede permitir que una sanción moral obedezca a caprichos porque dividimos a quienes defienden nuestras causas con una emoción poderosa y letal para la política: el miedo. El verdadero desafío es vencer las tentaciones retrógradas desde todas las ideologías; sería una pena que el espíritu emancipatorio –tan presente en las democracias y tan ausente en las autocracias estilo Rusia, Irán, China y Venezuela– se tradujera en el miedo de hablar o de escribir.

Sigamos discutiendo lo decible y lo indecible, sin cancelaciones que pueden estar dirigidas a aliados o aliadas con diferencias de criterio, como en el caso del enfrentamiento entre sectores de feministas y activistas trans. En definitiva, no podemos silenciar y, mucho menos, eliminar a los millones y millones de personas convencidas de que el feminismo, la lucha LGBTQ o la crítica del racismo son una pérdida de tiempo, una mentira gigantesca o un pecado instigado por el demonio. Cabe ejercer la deliberación, el arte de lidiar con las diferencias, con sus límites efectivos y con los conflictos de difícil o imposible resolución que marcan el destino de la política.

(*) Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.

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