miércoles, 11 de enero de 2023

La tibia posición del Papa sobre Brasil

 Por Pablo Mendelevich

La tibia referencia del Papa argentino al fallido golpe de estado brasileño del domingo podría ser vista como la más clara demostración de la dificultad de hallar respuestas concretas a la crisis de las democracias.

Dijo Francisco: “Es preocupante el debilitamiento, en muchas partes del mundo, de la democracia y de la posibilidad de libertad que esta consiente, aun con todos los límites de un sistema humano”. Enseguida mencionó las polarizaciones “que no ayudan a resolver los problemas urgentes de los ciudadanos”. 

Y en un tercer párrafo enunció “las numerosas crisis políticas en diversos países del continente americano, con su carga de tensiones y formas de violencia que agudizan los conflictos sociales. Pienso especialmente en lo que sucedió recientemente en Perú y en estas últimas horas en Brasil y a la preocupante situación en Haití”.

Desde ya que el Papa no es un analista internacional ni un politólogo dedicado a estudiar el mejoramiento de los sistemas políticos. Tampoco se puede pretender que ofrezca una solución para cada problema estructural que lo aflige. Pero sucede que su referencia a los sucesos en Brasil, luego laudatoriamente inflamada por medios de todo el mundo al presentársela como la condena del pontífice a un golpe de estado, se dio en el contexto de una exposición ante los diplomáticos acreditados en el Vaticano durante la cual fijó un estándar de involucramiento más alto del que usó para hablar de la polarización y la democracia.

Sobre Ucrania, por ejemplo, fue rotundo. Pidió “que cese inmediatamente este conflicto insensato”. Si bien sin nombrarlos, cuestionó a Putin y a Rusia. Al hablar sobre Irán condenó las ejecuciones y llamó a abolir la pena de muerte. Pero a Brasil lo empaquetó con Perú y con Haití. Del debilitamiento de la democracia apenas dijo que le preocupaba. Un diagnóstico más bien amplio, para nada nuevo.

Si uno pone “debilitamiento de la democracia” en el buscador de Academia.edu, la red social que suelen usar los investigadores para compartir sus trabajos académicos, aparecen 61.400 papers. La expresión tanto podría abrir un reciente ensayo del decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Oxford como haber sido 47 años atrás un trozo de las diatribas del general Albano Harguindeguy contra los partidos políticos. O, en la tribuna, una frase rutinaria de Cristina Kirchner contra las corporaciones mediáticas y “el partido judicial” cuando repite que el verdadero poder está oculto, que la democracia liberal ni lo roza.

Si uno tuviera oportunidad de conversar con el eufórico brasileño que el domingo se mostró en las redes adentro del edificio del Tribunal Supremo mientras mostraba las nalgas como si estuviera defecando también escucharía una queja, probablemente enunciada con lenguaje menos repujado, de cómo a su juicio la democracia se fue debilitando, y hasta agregaría que ya es hora de pasar a la acción.

Todos parecemos estar de acuerdo: la democracia se ha debilitado. Otra cuestión, la que de veras importa, es qué se hace con eso. La gran pregunta quizás ni siquiera sea cómo sigue Brasil sino cómo siguen las democracias polarizadas.

Como etiqueta descriptiva la democracia ya no es el ideal histórico que legaron los griegos, pero a falta de algo mejor, reiteraría Churchill, conserva la aureola más sagrada del templo cívico. Esa paradoja resplandeció esta semana en las condenas efectivas al golpe de estado brasileño, variopintas por las tinturas ideológicas añadidas en muchas de ellas (desde la izquierda con la infantil adjudicación monopólica del golpismo a las derechas malvadas; desde la centroderecha, con repudios al doble estándar), pero todas veneradoras del tótem. La democracia como bien supremo. Es un buen principio, hay que celebrarlo, pero ahora es necesario asegurarse de que el aggiornamiento no resulte un fiasco. En la era de las posverdades una posdemocracia no sería garantía de ninguna evolución.

Muchos estudiosos toman la llegada de Trump a la presidencia de la primera potencia mundial como punto de partida del fenómeno de las polarizaciones. Pero basta ser argentino (y el Papa lo es) para saber que a la polarización no la inventó el inspirador de la toma mortal del Capitolio. Entre nosotros fue restaurada en 2003 luego de haber marcado al sistema político a mediados del siglo XX con la antonomía peronismo-antiperonismo. Podría decirse que este 25 de mayo la nuestra, gracias a Jorge Lanata familiarizada con el nombre de grieta, cumple veinte años ininterrumpidos. Con la extemporánea idea de destruir a la Corte Suprema después de que ésta dictó dos sentencias que le disgustaron, el Gobierno acaba de poner la grieta en fase de máxima tensión.

Entre una cosa y la otra hay que recordar que las polarizaciones se expandieron por Europa. En el Reino Unido con el Brexit, en otros países con el crecimiento de la ultraderecha, síntoma irrefutable de descontento social. Francia, donde Le Pen consiguió altísimo apoyo en la segunda vuelta presidencial y en las legislativas, es hoy una sociedad polarizada.

Hace 40 años las ultraderechas europeas estaban en el orden de los cuatro puntos porcentuales. En la primera década del siglo XXI se duplicaron. Hoy la ultraderecha gobierna por primera vez en la historia moderna un país de Europa occidental, Italia. En su momento formó parte de los gobiernos de Austria y Finlandia. En Países Bajos y Dinamarca consiguió enorme capacidad de presión política. Ahora mismo la ultraderecha forma parte de los gobiernos de Polonia, Hungría (donde lleva doce años) y Eslovenia. En Suecia fue el segundo partido más votado.

Las causas de estos ascensos, combinados a su vez con el abstencionismo, según los expertos varían de un país a otro, más allá de que el descontento pueda tener un predominio de clases medias deterioradas o partidos tradicionales erosionados. Tampoco en América latina las crisis responden a un nítido patrón común. La realidad política del país más pobre del continente, Haití, tiene poca relación con la proverbial inestabilidad peruana, que a su vez difiere en muchos aspectos del problema brasileño.

Sin embargo, es cierto que hay una observación común en casi todos los análisis que se hacen: lo que está ocurriendo en todos estos países, también en las democracias europeas, es el resultado de decisiones anteriores. Cabe para Brasil y, desde luego, para la Argentina. Lo novedoso en Brasilia fue el intento de arremeter contra un presidente que ni siquiera había llegado a cobrar el primer sueldo.

Ahora bien, ¿por qué el Papa, que como corresponde hace valer su inmensa influencia para incidir en conflictos y desviaciones que advierte con preocupación en el mundo, apenas dice de las polarizaciones que “no ayudan a resolver los problemas urgentes de los ciudadanos”? ¿No son las polarizaciones plantadas hace ya varios años algo mucho más dañino para el sistema político que un mero remedio ineficaz para los problemas urgentes de las personas?

La democracia es un sistema basado en la representación y en la negociación. Era más o menos previsible que si se demonizaba al adversario y se lo trataba como enemigo, si se aborrecía la alternancia (con el elocuente boicot a las trasmisiones de mando), el diálogo sucumbiría, la negociación honesta quedaría herida de muerte y la democracia empezaría a irse al demonio.

Tanto en su escuchada palabra señera dicha desde el púlpito como en los inagotables diálogos que mantiene en privado con actores políticos, Francisco cuanto menos podría aprovechar para refrescarle al mundo que el método democrático sustituye el uso de la fuerza para solucionar los conflictos sociales y que las polarizaciones intencionadas son muy infecciosas y al cabo, letales. Esa es, tal vez, la más obvia lección de los sucesos del domingo en Brasil.

© La Nación

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