domingo, 29 de enero de 2023

Gerentes en crisis de una “orga” que se volvió vieja

 Por Jorge Fernández Díaz

A los trece años se fugó de su casa de Pontevedra y viajó de polizón en un barco que cruzó el océano y lo depositó en Buenos Aires, donde se hizo militante anarquista y redactor de panfletos y proclamas. 

Luego de propiciar una huelga salvaje, le cayó encima la ley de residencia, lo apresó la policía y lo deportó a Barcelona. Julio Camba buscó trabajo en las salas de prensa y se convirtió con el tiempo en uno de los articulistas más célebres de España. 

Apenas se lo conoce en la Argentina, pero fue una pluma ejemplar y una verdadera leyenda debido a su prosa sorprendentemente moderna y punzante; sus inolvidables crónicas de viaje, sus notas impresionistas sobre las costumbres; también su inconformismo cómico, cambiante y no pocas veces arbitrario, y su rebelión contra las diferentes imposturas de toda época, contra la vanidad y contra la pompa. “A mí todas las pompas me parecen fúnebres”, decía. Escribió hasta su muerte en un cuarto del hotel Palace de Madrid, y durante la segunda república, arremetió también contra el “progresismo” triunfante de aquellos años: “Hay quien se ríe de los magnates del socialismo español o les dirige insultos soeces y groseros al verles predicar la destrucción de una sociedad en la que se encuentran tan a gusto, sin comprender la grandeza trágica de esta contradicción –escribió–. Es innegable que estos señores ocupan en la sociedad burguesa una situación de privilegio, pero ¿cómo la han conquistado? Pues, sencillamente, combatiendo los privilegios de la sociedad burguesa. Y ahora, cuando la sociedad burguesa se les ha entregado ya por entero, ¿qué remedio les queda más que seguir atacándola si quieren seguir gozando de sus dulzuras?”. La ironía de Camba me hizo acordar a la “crisis existencial” de La Cámpora, que reseñó el domingo pasado el columnista Jorge Liotti. En esa crónica reveladora, un alto dirigente de la Orga se mostraba preocupado por el “envejecimiento” de sus cuadros políticos, algo que por cierto hacía juego con el reciente informe de Le monde diplomatique, donde se advertía que los jóvenes repudiaban al kirchnerismo, entre otras razones, porque consideraban a sus referentes como mandarines del privilegio y actores decisivos del fracaso nacional.

El cacique camporista agregaba una caracterización antológica: “Nacimos como una organización al estilo de los años 70, revolucionarios y con cuadros territoriales, estructurada verticalmente y pensada desde la ocupación del Estado”. Nos encontramos en la era de la autopercepción, y entonces parece que cualquiera puede autopercibirse cualquier cosa; aquí el uso de la palabra “revolucionarios”, sin embargo, parece un tanto excesivo, sobre todo en boca de patrones feudales que no vinieron a eliminar a la oligarquía ni a los barones sino simplemente a sustituirlos. Como parece que nos encontramos también en la era de la desfachatez, resulta que a nadie escandaliza ya esta tardía admisión: ser un ejército de ocupación de un templo sagrado que no le pertenece a ningún jeque o partido y que solventamos con nuestros impuestos: el Estado argentino. Al que, dicho sea de paso, fundieron con sus políticas regresivas, mientras muchos dirigentes peronistas se convertían en felices propietarios y potentados con barniz sensible. “Hoy apoyamos –se lamenta por último el vocero de la Orga– un capitalismo con buena onda”. Como los socialistas de Camba, estos magnates deben seguir atacando el sistema para poder seguir gozando de sus dulzuras.

Una organización contestataria y estatista se vuelve bruscamente anacrónica cuando sus gerentes triunfan y se constituyen en el statu quo, y cuando la cultura digital crea generaciones de individuos jóvenes, atomizados y emprendedores, para quienes el Estado no es un cobijo sino una amenaza y un grillete. El kirchnerismo no fue revolucionario, pero adoptó la rigidez setentista, y la opuso a esa plasticidad pragmática que le permitió al peronismo clásico amoldarse y sobrevivir a cualquier metamorfosis externa. El acero se impuso a la arcilla, y esto hace imposible por lo tanto que La Cámpora vire y acomode su kiosco a la demanda; el kirchnerismo debería, para eso, fundar “La Domingo Cavallo” y reivindicar al neoliberalismo que sus padres fundadores abrazaron y que luego demonizaron para inventar un relato progre. Su crisis existencial tiene que ver con esta imposibilidad: pensaron que poseían la fuente de la eterna juventud y que podrían vivir para siempre de su capital simbólico, pero los vientos de la historia cambiaron y soplan en la dirección contraria.

Esta novedad intragable se inscribe, a su vez, en una crisis más amplia, porque en verdad le cuesta muchísimo a toda la izquierda latinoamericana lidiar con dos fenómenos que la salpican: la corrupción y el fascismo. Para la primera tiene la delirante vacuna del lawfare, que a esta altura nadie con dos dedos de frente puede tragar, y también una cierta solidaridad de reos: unos terminan protegiendo a los otros para asegurarse en el futuro fondos y respaldo internacional o un eventual refugio para ellos cuando las papas quemen y lluevan fallos adversos. Otros blanquean, por las mismas razones, a regímenes autoritarios y ocultan sus crímenes de lesa humanidad. El progresismo regional, salvo honrosas excepciones (Boric es una de ellas), se mueve como una asociación ilícita y queda así en la vereda de enfrente de la transparencia y la democracia. Aunque, felizmente, a la hora de la verdad, cuando el partido se juega por los puntos y está en riesgo no el mito sino la supervivencia, vuelve la sensatez y caen las tonterías. En la chacra de Pepe Mujica se vivió un rato de crudo realismo, cuando este dijo sin pestañear lo que había hablado con Lula: “Hay que hacer muchas cosas y no nos tienen que separar entre izquierda, derecha y centro, porque de lo contrario somos boleta (estamos muertos)”. Pusieron como máximo ejemplo el acuerdo con la Unión Europea, que impulsó en su momento el gobierno de Cambiemos frente al desprecio militante del kirchnerismo, y que es ahora una prioridad “progresista” para el Mercosur. En esa misma chacra se habló también de la delgada lámina de hielo por la que camina en Brasil el propio Lula da Silva; algo para recordar: 50 millones de personas votaron contra el PT por considerarlo corrupto; la gobernabilidad es algo que actualmente no se gana solo en las urnas: se debe pelear por ella día a día, porque nadie tiene la vaca atada en este mundo socialmente convulso y con un fuerte malestar. Se puede decir, sin temor a equivocarnos, que Jair Bolsonaro es un repugnante populista, pero no resulta tan evidente que semejante electorado pueda ser despachado con el estigma reduccionista de ser la “ultraderecha”. Julio Camba nos advertía, en medio de euforias y autopercepciones equívocas, que las votaciones masivas no siguen tantas sofisticaciones ideológicas. Al analizar, en tiempo real, el cambio de régimen instaurado el 14 de abril de 1931, levantó polvareda: “El pueblo no votó la República precisamente por entusiasmo republicano –escribió–. Más que un voto en pro, fue un voto en contra de todo un sistema que le tenía harto y que equivalía, en política, al pollo de los hoteles en gastronomía o el tango argentino en música. Era un sistema que se repetía a sí mismo con una monotonía desesperante. Un sistema chabacano y ramplón de tópicos, de frases hechas y actitudes estudiadas, en el que entraban por igual monárquicos y republicanos de izquierdas y derechas. Un sistema, en fin, del que se había escamoteado por completo la realidad y en el que no quedaba más que eso que los franceses llaman métier, es decir, los trucos, las artimañas del oficio”. Salvando su crítica al tango argentino, que se basaba no en su apogeo sino en la prehistoria que él escuchaba en piringundines, lo que Camba hace aquí es evitar contaminarse con los discursos de superficie y bucear en las pulsiones reales del “sentir popular”, que suele negarse siempre a los corsets conceptuales del “círculo rojo”. Este momento, quizá mucho menos dramático que aquel, plantea igualmente un desafío: decodificar sin prejuicios ese “sentimiento” y darle un cauce democrático.

© La Nación

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