martes, 25 de octubre de 2022

¿El hecho maldito del país burgués?


Por Rogelio Alaniz

Que el peronismo será derrotado en las elecciones del año que viene es un presentimiento que alientan en primer lugar los propios peronistas. Lo presienten, lo intuyen, lo saben. Es verdad que les tocó gobernar en una coyuntura histórica difícil, pero no es menos cierto que con sus errores (para decirlo de una manera suave) agravaron las dificultades.

El balance económico y social es desolador. Cualquier duda al respecto, que el "dudante" salga a la calle y preste atención al humor social. O se dé una vuelta por un supermercado de barrio y preste atención a las ansiedades y angustias de la gente para satisfacer sus necesidades básicas.

Ser peronista en la actualidad consistiría en reclamar la representación de los pobres, pero vivir como ricos; detestar a los ricos tradicionales, pero esforzarse para acumular fortunas parecidas y vivir en sus barrios; por último, imputarle a la clase media los males del país, descalificarla social y moralmente, cuando la mayoría de sus dirigentes políticos provienen de esa clase media. Esa trama de privilegios, pulsiones, resentimientos y codicias se traduce con el título ampuloso y sugestivo de "cultura nacional y popular". Describo prácticas sociales y políticas desplegadas en la cúpula del poder. Por supuesto, para que estas maniobras puedan efectivizarse importa disponer, hasta donde sea posible, de aquello que Jorge Luis Borges calificó como el "crédulo amor de los arrabales", más la disposición de la buena fe y la pureza de corazón de quienes un sociólogo impiadoso alguna vez calificó como idiotas útiles de la historia.

El peronismo transita la hora de su crepúsculo. En términos de poder significa que lo están perdiendo, se le está esfumando de las manos. Una advertencia importa: su presencia en la política nacional siempre será gravitante, pero lo que se debilita es su pretensión de ser mayoría y, en particular, lo que parece agotarse es la corriente interna que lo hegemonizó en los últimos veinte años: el kirchnerismo. Se dice que Néstor y Cristina han secuestrado al peronismo. Algo parecido se decía de Menem.

Importa ser claro en estos conceptos: el kirchnerismo, sus jefes, robaron, corrompieron, degradaron, pero no secuestraron a nadie. Todo el peronismo: sus instituciones internas, sus símbolos, adhirió al kirchnerismo sin que nadie le ponga un revólver en el pecho. Algunos lo hicieron porque no tenían otra alternativa y otros lo hicieron por los beneficios materiales que esa adhesión incluía. No hubo secuestro. Hubo acuerdo, complicidad, componenda, pero no secuestro. La fórmula presidencial que ganó en 2019 fue y es peronista. Como en toda sociedad, lícita o ilícita, no todos piensan lo mismo, no todos juegan limpio y la palabra "traición" suele merodear en el aire.

No hay peronismo sin mitos, sin liturgia, sin pobrismo, es decir, sin el culto de la pobreza, como tampoco no hay peronismo sin los pasillos del Banco Central ocupados por lingotes de oro, como dijera en su momento "el primer trabajador". Tampoco hay peronismo sin líder con pretensión de eternizarse en el poder. Tampoco hay peronismo sin coyuntura económica favorable, porque de algún lado tienen que salir los recursos para repartir "en su medida y armoniosamente", es decir, no tan poco porque los pobres se pueden enojar, pero tampoco demasiado, porque los pobres se pueden independizar, empezar a pensar por cuenta propia, es decir, constituirse en ciudadanos, dejar de ser "masa", esa palabra que fascina al populismo. Habría que señalar, si la historia importa, que la identidad peronista incluye el recelo a la libertad de expresión y la independencia de la justicia.

Respecto de las clases populares, desde su origen el peronismo distinguió entre obrero y marginales. Unos, fueron los trabajadores; a los otros se los denominó cariñosamente "grasitas". Los sindicatos para los trabajadores; los "movimientos sociales", para los grasitas. Su ascendiente en estos campos es fuerte. No es la de los años cincuenta o setenta, pero sigue siendo gravitante. También lo sigue siendo la corrupción. El sindicato y el movimiento social. No todos son lo mismo, pero todos necesitan que haya pobres y necesitados porque ese es el principio de legitimidad del poder. Ser peronista es estar al lado de los pobres, atender sus necesidades y asegurar que nunca dejen de ser pobres.

El sindicato es un capítulo aparte. El modelo del sindicalismo peronista es fascista y se nota. Su acta fundacional es "La Carta del Lavoro" del duce. Sindicato, iglesia y ejército. El sueño del pibe peronista. "De casa al trabajo y del trabajo a la casa". La comunidad organizada en su esplendor. Con los años ha habido cambios e incluso disputas mafiosas por el poder del gremio. Es verdad que conocidos dirigentes sindicales perdieron su vida en el ejercicio de su gestión. Como también es verdad que los principales dirigentes sindicales abatidos a pistoletazos lo fueron por otros peronistas. Vandor, Alonso, Rucci, Coria, Kloosterman, por mencionar los más conocidos. Ironías del destino: Julio Troxler pudo sobrevivir a los disparos de la patrulla criminal que intentó exterminarlo en los basurales de León Suárez, pero no pudo sobrevivir a los compañeros de las Tres A organizados por el jefe luego de su retorno, por el que Troxler tanto había luchado.

Continuemos. No hay sindicato peronista sin trabajadores, pero tampoco lo hay sin matones y burócratas enriquecidos, multimillonarios en algunos casos. El origen de la fortuna proviene de las coimas a los empresarios, más los recursos generosos de las obras sociales otorgadas para su beneficio por la dictadura militar de Onganía. Si usted amigo lector quiere evaluar al dirigente sindical, investigue dos cosas: el monto de su cuenta corriente y los años que hace que ocupa ese cetro. Respecto de sus cuentas corrientes, son ricos y no lo disimulan porque un rasgo distintivo de la cultura populista es exhibir la fortuna, ostentarla con la procacidad, vulgaridad y grosería que los distingue.

Y respecto de su relación con el poder, alcanza con saber que su estadía en el sillón no se mide en años sino en décadas. Veinte, treinta, cuarenta años en el gremio. Los Borbones, los Windsor, son más discretos, aunque comparten con ellos la pretensión sucesoria. Un buen burócrata sindical peronista se preocupa para que su hijo lo suceda. Cualquier duda, hablen con Moyano.

Los tiempos que corren no parecen ser favorables para continuar con esta fiesta. Los actos del pasado 17 de octubre demuestran, por si alguna duda quedaba, que el mito ha degradado en rutina burocrática, publicidad oficial. El lunes pasado hubo tres actos, tres actos que expresan las disidencias internas del poder. También en este punto el peronismo se esmera en su excentricidad. Ningún dirigente opositor ha dicho palabras más ofensivas contra Alberto Fernández. El negocio no da los beneficios prometidos y comienzan las traiciones, las deserciones y la pretensión de reciclarse para la nueva etapa que se inicia.

Ser peronista en las actuales circunstancias del poder significa no hacerse cargo de las responsabilidades de las decisiones tomadas, pero al mismo tiempo no renunciar a ninguno de los beneficios y prebendas que otorga ese poder. Continuando con la retórica y el folclore populista, ser peronista incluye la posibilidad de renunciar a los honores, renunciar a los mitos, incluso renunciar a la lucha, pero jamás, ni ebrios ni dormidos, renunciar a los beneficios monetarios de las "cajas".

© El Litoral

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