jueves, 7 de julio de 2022

Miccionando, que es gerundio

 Por Arturo Pérez-Reverte

Estoy hasta la bisectriz de que en todas las campañas a favor de los abueletes –entre los que, a mis 70 tacos de almanaque, sin duda me cuento– para facilitar su vida en el mundo moderno, o sea, cajeros electrónicos, atención personalizada, viajes del Imserso y otros etcéteras, nadie mencione los urinarios públicos. Me refiero a los de bares, restaurantes, aparcamientos y demás. Cierto es que las señoras, por razones evidentes, lo tienen todavía peor.

Pruebe usted si no, caballero, a tener que usar los servicios como ellas, o sea: a hacer pipí entre juegos de contorsionismo en lugares que no siempre son los chorros del oro, encaramadas como pueden con el abrigo en una mano, el bolso en la otra, y allá a su frente, Estambul. Los varones lo tenemos más fácil; aunque, como digo, en los últimos tiempos las cosas se ponen cuesta arriba. Y no sólo para los de edad provecta como el arriba firmante, sino también para los bajitos. Y los niños. Y si me lo permiten los talibanes y talibanas de la lengua y el lenguo, para los enanos.

Vamos a los antecedentes. Yo mido 1,78 –o medía, pues con la edad encoges como la ropa lavada con agua caliente– y nunca tuve problemas a la hora de manipular mi bragueta en lugares así. Llegabas, te ponías en posición de combate ante el recipiente de porcelana adosado a la pared, y en menos de un minuto quedaba todo resuelto. Es cierto que a estas alturas de la edad, con las cosas de la próstata y demás, un pavo de mi quinta, e incluso más joven, debe andarse con cuidado, porque la potencia del chorrito ya no es la que era.

Aquellos tiempos en que al salir del cole competías con los amigos a ver quién alcanzaba más quedan demasiado lejos. Ahora la potencia impulsora se reduce mucho, las últimas gotitas pueden jugar malas pasadas, y si no eres cauto puedes acabar con llamativas humedades en el pantalón. Que, no importa a qué edad, quedan feas. Pero es que, además, a ese molesto inconveniente hay que añadir la altura monstruosa a que algunos sádicos arquitectos, diseñadores cachondos o fontaneros hijos de la gran puta sitúan los urinarios masculinos. Es cierto que las jóvenes generaciones tienen estaturas más elevadas que las precedentes, y para ellos casi no hay problema. Pero, por favor, un poquito de consideración. Los veteranos de las precedentes seguimos vivos todavía. Y coleando.

El caso es que, como en los últimos tiempos y por inevitables razones de edad soy más asiduo visitante de tales lugares, he tenido ocasión de fijarme y acumular fascinantes experiencias. En lo personal, con ponerme de puntillas suelo apañar el asunto, aunque cada vez me lo ponen más arriba y más difícil. Pero les juro por el mingitorio de R. Mutt que en esos lugares he visto arder naves más allá de Orión: fulanos de corta estatura que tras inútiles intentos acaban, resignados, dirigiendo el chorro hacia el suelo bajo el recipiente, incapaces de encestar como es debido; ciudadanos desesperados al comprobar que les salpica en los zapatos; padres abnegados que, sosteniendo al niño en brazos con una mano, intentan con la otra dirigirle el pitorro en la dirección adecuada… Incluso, no hace mucho, vi a un caballero de corta estatura y bien vestido que, tras intentarlo varias veces mientras blasfemaba entre dientes, acabó aliviándose en el cubo de fregar del personal de la limpieza, que estaba cerca. «Que se jodan», dijo al irse, dejando algo confusa la identidad del destinatario.

Pero es que encima de todo eso, y para mayor recochineo, hace tiempo que se eliminan aquellos paneles que, antes, separaban un mingitorio de otro preservando la intimidad y el decoro del actuante. Ya no los ponen, supongo que para ahorrar. Ahora nos colocan sin nada de por medio; de modo que cuando estás en plena operación puedes atisbar de reojo cómo tus compañeros de infortunio, pegados a ti hombro con hombro, hacen virguerías para dirigir el cauce como es debido. La parte positiva es que eso crea complicidades solidarias y hasta lazos afectivos: una vez cumplidos los 60, nada une tanto a dos tíos como intercambiar miradas de comprensión desolada mientras asisten a los esfuerzos de cada cual por situar el asunto a la altura necesaria. Hasta puede ocurrirles lo que a mí, cuando un vecino de epopeya se volvió a mirarme, exclamó: «coño, si es Pérez-Reverte» y extendió la diestra que tenía libre para estrechar la mía. Y, bueno. A ver qué podía yo hacer. Así que allí nos dimos los dos la mano, de puntillas, hermanados en la desdicha.

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