sábado, 19 de febrero de 2022

Ir de mente

 Por Carlos Ares (*)

Ah, por favor, qué bien hace ir un poco de mente. Tanto como de cuerpo. Alivia. Enfoca. Ordena. Quita el culo de la cara. Abre los ojos. Dilata las aletas de la nariz. Deja correr el aire. Respira. Dispersa la nube de gases malolientes. No te digo que despeja completamente la bruma, la ansiedad, el malestar general que se acumula al caer la tarde, pero al menos limpia la cañería, hace lugar a nuevos sueños, ilusiones, ideas locas.

Si cada mañana te tomás unos mates, le das al cuerpo el espacio necesario para que no se atrase el ritmo de la descarga, ¿por qué no aprovechar el sereno nocturno, cuando por fin afloja un poco el trámite de sobrevivir, para sentarte también en un algún sitio inodoro de la casa a liberar angustias? El procedimiento es similar. Leer lo que tenemos a mano. La etiqueta del champú. Boludear con el celular. Mirar la noche. Esperar. Dejar la mente vagar hasta que ella, solita, relaje sus esfínteres.

Si un mandato familiar, un dogma político o religioso, una ideología, se resisten a abrirse por un fracaso atravesado, beber algo lubricante, fumar, escuchar música que da paja, tipo canto gregoriano, estimula el sistema. Vale darse un bife, cachetada, manotazo, lo que haga falta para descolgar las telas de araña tendidas entre las neuronas. Hay que mantener desatascada la sinapsis. Pasarle vaselina a los bornes. Nadie sabe todavía cómo, ni cuándo aparecen, en qué formato, los deseos reprimidos. Una vez llena la taza, la bolsa de restos tóxicos, botón o cadena, adiós, saludos, hasta mañana.

Paciencia. Así como el cuerpo avisa, pide, llegado el momento, escuchando declaraciones de Alberto, ponele, la mente hará sentir su punzada: “Quiero irme”. El retortijón cerebral no debe ignorarse. Es necesario evacuar cuanto antes la basura del día. Noticias descompuestas, personajes que apestan, puteadas inútiles, huesos sin carne de riesgo, desperdicios de tiempo a la espera de lo que nunca sucede. Soplar el hedor, el tufo que dejan al paso tipos como Aníbal Fernández, capaces de pudrir todo lo que hacen, dicen, tocan.

Las acciones fisiológicas son incomparables. Ir de cuerpo viene de fábrica en el modelo humano base. Un bebé no se hace preguntas. Se caga encima sin necesidad de activar la voluntad, como si el destape sucediera por ley de gravedad. No se reprime. No disimula. No se avergüenza. No acusa. No mira a otro si el olor nauseabundo se esparce por la casa. No confirma, ni niega. No quiere ser políticamente correcto. No tiene pudor, dudas, temores, prejuicios, culpas, conflictos con la urbanidad, límites morales. Se hace y ya. Todos contentos.

Deben pasar todavía algunos años para que ese impune cagador en pañales comprenda el sentido higiénico de ciertas normas. Las indispensables para mantener una convivencia razonable. Ya adulto, le dará a la función el valor que le corresponde en la escala de cuidado personal, al nivel del colesterol, o la presión sanguínea. No va a demorar la aplicación de un remedio casero para remojar las tripas si nota sequía, o estreñimiento. Las baldea con jugo de ciruelas deshidratadas puestas en remojo la noche anterior.

La dolida, castigada, perdida mente, requiere su masaje. Las terapias analíticas funcionan bastante bien como sopapa. Una, dos o más sesiones por semana según el tamaño del tapón de mierda asentado desde la infancia, el que impide ver los quilombos tal como son sin quitar ni poner, ayudan a ser feliz con lo que hay. La mecha larga de un taladro de preguntas que entran y salen en sesiones de rehabilitación demuele las rocas duras. Reduce a polvo eslóganes, consignas, prejuicios, relatos de fanático. No da para milagro, pero recupera el espíritu crítico, basado en los hechos de una historia que conocés.

Cerrar, apagar, abrir, recordar, aceptar, lleva tiempo. Reiniciarse cuesta un huevo. Implica andar a los codazos con los giles de adentro, los que fuiste y serás. A la vez, hay que apartar, ignorar, a los boludos de afuera que opinan sobre las vidas ajenas porque no se animan a meter mano en su propio pozo ciego. Ahora bien, amigo, cuando al fin se logra ir a la par de cuerpo y de mente, ahí sí que se disfruta.

Te reís encima de todo.

(*) Periodista

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