domingo, 9 de enero de 2022

La Argentina atrapada en el Jurassic Park bolivariano

 Por Jorge Fernández Díaz

El destino, el azar, los dioses no suelen mandar grandes emisarios en caballo blanco, ni en el correo del zar. El destino, en todas sus versiones, utiliza siempre heraldos humildes, advertía Francisco Umbral. Durante un verano de 2016, el heraldo en cuestión resultó ser efectivamente un modesto cubano de mediana edad que recogía la basura en un gran hotel “all inclusive” de la ciudad de Varadero. Un argentino de 15 años, que estaba allí de vacaciones con su madre, entró en conversaciones con el empleado a través de una pasión en común: el fútbol.

A poco de charlar, el adolescente se interesó por la vida en la isla y el hombre le preguntó al muchacho si podía guardarle en su mochila algo de comida para llevar a su casa. Cada noche, Agustín Antonetti le pasaba el plato clandestino en el baño, y el hombre lo recibía como si fuera un lingote de oro. Esos fueron los primeros retazos costumbristas que percibió Agustín acerca de la verdadera situación de la revolución cubana. Un imán lo llevó a confraternizar con otros chicos que trabajaban en ese mismo hotel, y enseguida con otros más con quienes jugaba a la pelota en la playa; pronto se vio atraído hacia los barrios y las zonas no turísticas, donde aprendió muchas cosas e hizo amigos. Al regresar a Pergamino, donde vive, Agustín Antonetti era otro. Comenzó a interesarse por esa sociedad que vive bajo un régimen militarizado e implacable, con severas limitaciones a internet, un solo canal de televisión y nula libertad de prensa, y donde campean el miedo, el castigo al disidente y una pobreza inexcusable y masiva. Abrió una cuenta en Twitter y mantuvo una intensa relación con algunos de esos amigos, y de inmediato con otros cubanos, venezolanos y nicaragüenses en estado de alerta y desesperación, y comenzó a publicar desde su tablet y su celular las noticias acalladas por esas mismas dictaduras y las atrocidades que cometían al amparo de la censura y de la repugnante complicidad de vastos segmentos de la izquierda caviar, que es una amante fiel del “socialismo del siglo XXI” a condición de que éste se practique en el tercer mundo y no amenace su confort europeo.

Desinteresado por la política partidaria, apenas un defensor de la democracia y con un sentido estrictamente humanista, Agustín recibía a diario informaciones dolientes enviadas por los camaradas o familiares de las víctimas de ese sistema totalitario: pibes de 15 a 20 años que alzaban la voz y caían presos y permanecían confinados en pésimas condiciones, que eran incluso torturados por asistir a protestas, o que recibían condenas larguísimas e injustas. Cuando aconteció la inédita y aluvional marcha del 11 de julio –ese domingo la juventud cubana salió a la calle como nunca antes–, Antonetti fue narrándola en tiempo real con palabras propias, y con imágenes y datos concretos que los manifestantes le enviaban sobre la represión brutal, las detenciones y los tormentos; intentaban romper así el cerco informativo y la consecuente impunidad, y lo consiguieron: los hechos documentados dieron la vuelta al mundo.

La rebelión se había iniciado en San Antonio de los Baños, una ciudad de treinta mil habitantes. En Pergamino, Agustín recibió un video, lo publicó y se viralizó de manera instantánea. A la hora, y como efecto imitación, miles de indignados se sumaron a la movida en Guantánamo, en Cienfuegos, en Santiago de Cuba, y finalmente en La Habana, donde hicieron historia. Fue un día muy intenso, y a la mañana siguiente, cuando Agustín se levantó de la cama, le avisaron que el mismísimo canciller de Cuba lo estaba nombrando por cadena nacional: se lo acusaba de ser “un político experimentado” y de estar “desestabilizando” al país. Una dictadura de sesenta años desestabilizada por un pibe de Pergamino; una casta despótica y todopoderosa amenazada por la solitaria acción amateur de un lejano internauta. Más tarde el programa televisivo Mesa redonda lo escrachaba, y la ministra de Telecomunicaciones deslizaba allí que Agustín Antonetti era un agente de la CIA. Gerardo Hernández Nordelo, exjefe de inteligencia y líder de la célebre red Avispa, inició una campaña global contra el adolescente argentino, y contó con la inestimable colaboración de un asesor de Podemos. El tuitero de Pergamino salió varias veces en Gramma por ser un abominable sicario de esta “ciberguerra”, y el excanciller de Venezuela Jorge Arreaza sugirió con cara de póquer que era un espía y que estaba protegido por grandes poderes del imperialismo. En Venezuela, tanto el gobierno como la cadena Telesur replicaron el libreto, y hasta el Foro de San Pablo firmó un comunicado de repudio contra ese maldito “influencer de la derecha”. En la Argentina, un diario progre tomó los párrafos de Gramma, los recortó y pegó en sus páginas interiores sin tener la mínima dignidad periodística de llamar al acusado para corroborar las versiones que le habría entregado como papilla la servicial embajada cubana en Buenos Aires. Por suerte, en paralelo Agustín Antonetti fue requerido por medios de comunicación de veinte naciones democráticas; lo entrevistaron desde la agencia Bloomberg hasta la televisión australiana. Hace 15 días fue condecorado en Rosario con la medalla de la Libertad, y transmitió tímidamente su enorme amargura por la protección que el cuarto gobierno kirchnerista tiende sobre aquellos violadores seriales de derechos humanos. Human Rights Watch asevera que 2021 fue el año con más presos políticos en lo que va del siglo. Hay niños arrestados por sedición y están confinados en cárceles infames; una antología seria de los horrores perpetrados por estos íntimos aliados de la cancillería argentina no cabría en un libro de tres tomos.

Esta historia personal, y a la vez colectiva, se inscribe inevitablemente en la actualidad más candente: esos mismos castristas de distinto pelaje que cometen crímenes de lesa humanidad en sus países visitaron alegremente Buenos Aires y celebraron el viernes la cumbre de cancilleres de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Fue un foro antinorteamericano y antieuropeo en un momento crucial, mientras Martín Guzmán intenta seducir a los Estados Unidos, principal accionista del Fondo Monetario Internacional, y retener al mismo tiempo los respaldos de la Unión Europea. Nuestro jefe de Estado selló con esa ceremonia teatralizada en el Palacio San Martín su asociación con la luctuosa tiranía de Daniel Ortega y con el resto de los dinosaurios del Jurassic Park bolivariano, y algunos de sus funcionarios tuvieron la osadía de deslizar en voz baja que le ofrecían a Washington ser “mediadores” y “contener dentro de este espacio a los más radicalizados”. Es interesante: Alberto Fernández no puede contener a Wado de Pedro, y propone tener cortitos a Maduro, Diosdado Cabello, Raúl Castro, Díaz-Canel, Rosario Murillo y otras almas bellas del nacionalismo sangriento. Para eso se ofreció como mascarón de proa de una nave que tiene por único objeto blanquear a los autoritarios y reemplazar algún día a la OEA, que los importuna con sus revelaciones. Durante la última campaña electoral, el matrimonio Ortega, que aportó el voto clave para coronar a Fernández como presidente pro témpore de este grupo tan simpático, ordenó el arresto de unos 40 dirigentes políticos –entre ellos, siete precandidatos de la oposición–, militantes de los derechos humanos, periodistas, empresarios y líderes estudiantiles y campesinos. El azar, el destino y los dioses nos asistan.

© La Nación

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