miércoles, 17 de noviembre de 2021

Pobrismo, una ideología de ricos para aliviar el sentimiento de culpa

 Por Loris Zanatta

Andrés Manuel López Obrador es un “hombre sin tarjeta”. Nunca he tenido una, se jactó el presidente mexicano. La primera reacción instintiva es: ¡a quién le importa! Pero la segunda, más meditada, es: ¿por qué lo cuenta? Vale la pena reflexionar sobre ello, porque hay frases que esconden un universo moral, un legado cultural. Y esta, “no tengo tarjeta”, es una de ellas.

Si lo hace público, se ve que quiere comunicar algo. ¿Pero qué? A ojo, que es mejor que nosotros, de una calidad humana superior a la nuestra. Porque está más cerca de los pobres, es más parecido a ellos. 

Y acercarse al pobre es acercarse a Dios, volver al estado de naturaleza. Tiren las tarjetas de crédito, ¡serán más puros! Como predicaba el padre Carlos Mugica, “deben ascender a la clase popular, deben hacerse pobres”.

Pasemos por alto algunos aspectos triviales. El hecho, por ejemplo, de que la tarjeta hace tiempo que dejó de representar un estatus. Es una herramienta útil y práctica que, como el teléfono móvil, usa todo el mundo, directores de empresas y agricultores africanos. Vanagloriarse de no tenerla es, por lo tanto, bastante esnob. Y además de esnob, una ficción. De hecho, una cosa es ser pobre y otra muy distinta hacerse el pobre: el primero espera poseer algún día su tarjeta, señal de que por fin tendrá algo en el bolsillo; el segundo puede prescindir de ella porque no le cambia nada. Desde que el mundo es mundo, el pobrismo es una ideología cultivada por los ricos para aliviar el sentimiento de culpa de serlo. Y para salvarse el alma pensando compensar así a los pobres. Hacia los cuales prueban un amor sincero, que sin embargo a veces recuerda al de los pedófilos por los niños.

Pero lo que más importa es el universo ideal pobrista al que aludía. Un universo que AMLO comparte con la vasta y variada galería de populistas latinos de América y Europa. Cuando Fidel Castro tomó el poder, por nombrar a uno famoso, arremetió contra las tasas de interés: lo escandalizaban. Igual que a los teólogos medievales, le parecían inmorales. Y pensar que hacía ya siglos que los comerciantes flamencos o florentinos habían encontrado la manera de eludir el tabú religioso inventando instrumentos financieros que permitían el comercio y alimentaban la prosperidad europea. Cuando era niño, recuerdo las quejas de los militantes comunistas el día en que en las fiestas del partido los viejos bancos de madera comenzaron a dar paso a mesas adornadas con manteles: preferían Esparta a Atenas, la ruda autarquía a la frívola elegancia de la actividad comercial.

Hijos más o menos conscientes de siglos de cristiandad, educados en una lectura pobrista del Evangelio, los populistas como AMLO encuentran que manejar una tarjeta de crédito equivale a ensuciarse las manos con el estiércol del diablo. Es un poco como montar en el famoso camello que, todos lo sabemos, nunca pasará por el ojo de esa maldita aguja. Tienen una relación enfermiza con el dinero. Les da pudor, les causa vergüenza. Como el sexo, es pecaminoso. No conocen su valor, no aprecian su utilidad. Entonces hacen mal uso de él. No hablo del suyo personal, no sería relevante, sino del público. Piensen en Hugo Chávez, en sus gastos faraónicos, en Eva Perón, en sus dádivas, en Evo Morales, en su manía por los estadios, en el propio Castro, cuyo derroche clama venganza. El tema valdría un libro, sería best seller.

Y como odian el dinero, odian a los bancos que se benefician de él y maldicen las finanzas. Busquen allí y encontrarán una de las raíces más importantes del antisemitismo. No entienden su lógica. Y si la entienden, no la aceptan: el antiguo estigma sigue gozando de excelente salud. Cualquiera que conozca el magisterio papal o los clásicos del marxismo no puede dejar de deducir que los papas y los comunistas están mucho más obsesionados con el dinero que la mayoría de los ciudadanos de a pie. Será que velan por nuestra probidad, que aspiran a moralizarnos, que quieren enseñarnos qué es el bien y qué es el mal. Sin embargo, tengo la impresión de que la mayoría de nosotros tiene una relación más serena con el dinero que la de ellos: lo usamos sin abusar, lo ganamos sin ansiarlo, hablamos de él cuando es necesario hacerlo, distinguimos entre actividades remuneradas y relaciones gratuitas, dinero y afectos.

Este legado cultural plantea cuestiones fundamentales. Si los “defensores de los pobres” desprecian el mercado porque es contrario a la ética evangélica, si en sus instrumentos –por ejemplo, la tarjeta de crédito– ven el humo de Satanás, si no tienen una teoría del capital porque el capital ensucia las manos, si en la propiedad ven un robo y en la prosperidad, un pecado, ¿son creíbles cuando prometen erradicar la pobreza? Si creen que los ricos son ladrones y los pobres, víctimas a resarcir, ¿crearán condiciones favorables para la producción de más riqueza o simplemente distribuirán la existente hasta secar sus fuentes?

La economía mercantil no posee el don de la perfección ni pretende tenerlo. Es un orden espontáneo a través del cual durante siglos una infinidad de seres humanos que no se conocían intercambiaron bienes e ideas que de otro modo no habrían estado disponibles. Por mano de esta forma no planificada de cooperación, miles de millones han ido mejorando sus condiciones de vida, que en el pasado habían sido pésimas para todos. La mentalidad liberal aspira a liberar estas energías de rentas y monopolios, privilegios y constricciones, para que el mayor número posible de personas puedan subirse a la escalera del “escape de la pobreza”. La mentalidad pobrista pretende aplicar su plan ético al mundo y obligar a todos a seguir su objetivo moral, a costa de serrar los peldaños de esa misma escalera y hacer caer a los que la están subiendo hasta que todos puedan escalarla juntos al mismo tiempo. Es decir, nunca. En términos históricos y lexicales, la primera es progresiva; la segunda, regresiva.

La amenidad de López Obrador, una de las tantas expresadas por los muchos dirigentes verborrágicos de nuestra época, explica así una regularidad histórica latinoamericana: llegados con la promesa de combatir la pobreza y promover la prosperidad, los populistas terminan combatiendo la prosperidad y promoviendo la pobreza. No lo hacen a propósito. Es que las ideas cuentan y las suyas producen esos resultados. Pero como son dogmas, les importa que sean “justas”, no que funcionen.

© La Nación

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