jueves, 16 de septiembre de 2021

La vieja historia de las peleas peronistas que arrastran al país

 Por Pablo Mendelevich

Con dos días de demora respecto del calendario institucional, el Frente de Todos finalmente desplegó ayer sus internas. El domingo, dentro de las PASO (casualmente un invento peronista, diseñado por Cristina Kirchner y Florencio Randazzo) las había esquivado mediante la profusión de candidatos únicos y listas armoniosas, acordes con el ritual de venerar la unidad y honrar el juramento fraternal: “los medios no nos harán pelear”. Eso si es que a lo ocurrido ayer se le quiere decir, con terminología cívica, interna, y no con rigidez académica, golpe palaciego.

“Más peronismo” pedían el lunes algunos gobernadores e intendentes para salir con la mayor urgencia del atolladero en el que el resultado categórico de las PASO puso al gobierno. Su deseo no tardó en cumplirse. Tal vez no estrictamente en el sentido del reclamo.

Nadie explicó demasiado qué significaba más peronismo (en el peronismo, se sabe, la ambigüedad puede ser usada como brújula). Hubo quien precisó: “más gobernadores, más sindicalismo”. Otro dijo: “más justicia social, más cercanía con los pobres”. Pero lo que sacudió ayer al país no fue, como se decía durante la década ganada, una profundización del modelo, un matiz programático mejorado -en el supuesto de que esas generalidades describieran honduras ideológicas-, sino un rasgo de comportamiento identitario: la enorme propensión del peronismo a que sus disputas estallen en el momento inapropiado, destruyan el propio discurso y envuelvan en la volteada a la nación entera. La renuncia orquestada, súbita, de los funcionarios kirchneristas de un gobierno que llevaba dos años negando estar parcelado retrotrae a otros legendarios, inolvidables terremotos políticos intraperonistas.

Nunca la previsibilidad fue un rasgo distintivo del peronismo. Todo lo contrario. Podría decirse que hasta su piedra fundamental -la irrupción de las masas obreras suburbanas el 17 de octubre de 1945 en la capital- tuvo la marca de lo inesperado. En sus tres cuartos de siglo el Movimiento registra una nutrida colección de golpes de timón de un solo día, o golpes a secas. Bruscos cambios de rumbo, blanqueos de efectos traumáticos, frenéticas disputas facciosas que llegaron a ser tan francas y protagónicas como violentas. La violencia, felizmente, ya no manda. Pero la impiedad de arrastrar al país a los abismos de una institucionalidad debilitada perdura.

Algunas de esas fechas podrían ser calificadas de pateaduras de tablero destinadas a sincerar guerras políticas larvadas, como la de ayer. En otras hubo giros inesperados que se consumaron de repente en el campo ideológico, donde las hospedó el espectro generoso.

Ejemplo de lo primero: 1° de mayo de 1974, día en que Perón echó a los Montoneros de la Plaza de Mayo. Luego de fogonear a las “formaciones especiales” contra el anteúltimo gobierno militar, cuando el peronismo retornó al poder con Héctor Cámpora, un peronista obsecuente y conservador que se entregó a los brazos de los Montoneros, el líder entendió que “la juventud maravillosa” estaba fuera de su control. Perón tenía gran experiencia en defenestraciones (Cipriano Reyes, Domingo Mercante y muchos otros la padecieron), pero esa vez lo hizo en frente de todos, en la Plaza de Mayo. Llamó estúpidos e imberbes a los Montoneros, quienes enrollaron sus pancartas y se retiraron, lo que culminaría un ciclo societario de dramáticas consecuencias. De los casos en los que el peronismo usó a personas o a grupos y después buscó desecharlos, este fue, probablemente, el más oneroso.

El año anterior ese formato le había tocado precisamente a Cámpora, destituido por Perón a los 49 días de gobierno mediante un golpe de palacio que ejecutó el multiservicial José López Rega (quien puso de presidente a su yerno).

El propio López Rega, devenido hombre fuerte del gobierno de Isabel Perón y a quien se sindicaba como la cabeza de la Triple A que casi a diario asesinaba disidentes, sólo acabó entregado por la presidenta cuando se lo exigió el 27 de junio de 1975 en Plaza de Mayo el sindicalismo peronista, encolerizado por el colosal ajuste de Celestino Rodrigo, a quien López Rega había encumbrado.

La cumbre de las internas peronistas nacionalizadas y obviamente, en sentido institucional, mal procesadas, fue la del 20 de junio de 1974, día del regreso definitivo de Perón al país, cuando sucedió la Masacre de Ezeiza. Gobernaba Cámpora, el peronismo había vuelto al poder tras 17 años de proscripción y el líder volvía para quedarse, pero nada pudo más que las cuentas pendientes entre los sectores antagónicos internos más descollantes (y más armados) de la época.

Verticalista en su esencia, el peronismo también dio otra categoría de sorpresas inconsultas que afectaron la marcha del país, para bien o para mal, como cuando Menem le entregó el Ministerio de Economía a Bunge y Born, un ícono del capitalismo al que se decía combatir. Pero Menem venía de ganar las elecciones. El kirchnerismo, en cambio, sincera ahora la pretensión de un cambio de políticas –y da la sorpresa a través del método- luego de haber perdido, paradójicamente, la gran interna nacional “obligatoria”, que el peronismo inventó y desacató.

© La Nación

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