miércoles, 1 de septiembre de 2021

Alberto Fernández se queda el tiempo que haga falta

 Por Pablo Mendelevich

Gracias a que el peronismo se esforzó por barrerla de la historia y a que Cristina Kirchner la terminó de extinguir para poder ufanarse de ser ella la primera presidenta mujer, pocos recuerdan ya a Isabel Perón. Como ferviente militante de la causa de su olvido, la propia olvidada puso lo suyo. Nunca antes alguien que había presidido la Argentina se había desentendido con semejante reciprocidad y fruición de su gente, de su movimiento, de la política, del país. Nadie se retiró tanto como la viuda de Perón, cuyo ostracismo de cuarenta y cinco años hoy supera la edad que ella tenía cuando llegó a la presidencia.

Pocos recuerdan, entonces, que cuando estaba en su peor momento, cuando el terrorismo de Estado que su gobierno inauguró secuestraba, asesinaba o mandaba al exilio a cinco o seis personas por día y ya se había dictado la orden de aniquilar a la subversión, en esos tiempos en los que Celestino Rodrigo se despachaba con el mayor ajuste en modo shock de la historia, la presidenta Isabel Perón (en aquella época se decía la señora presidente o la señora a secas) hizo saber que se postularía para ser reelecta.

Su mandato debía concluir el 25 de mayo de 1977. En medio del caos, el gobierno adelantó las elecciones para una fecha no precisamente aséptica que Ricardo Balbín alcanzó a reprochar: 17 de octubre. Los principales opositores y varios sectores del peronismo querían que Isabel Perón, de comprobada incapacidad, renunciara y asumiera Italo Luder, presidente provisional del Senado. Pero Luder, que se hincaba ante el apellido Perón como un devoto celebrante en una teocracia, no quiso saber nada, al compás de una Isabelita que haciendo gala de su pensamiento lógico decía: “no voy a renunciar aunque me fusilen”. Temía que su renuncia significara la división del Movimiento peronista y las masas obreras terminaran cayendo –también son palabras suyas- en manos del marxismo apátrida.

La idea de la reelección de Isabel Perón lanzada en aquella turbulenta y encerrada Argentina pregolpe pasó más o menos inadvertida. En gran parte eso se debió a que, independientemente de la importancia del tema, a su palabra casi nadie la tomaba en serio. Hay que recordar, por otra parte, que en la época no existían las elecciones intermedias. Habían sido suprimidas por la Enmienda Lanusse, que el gobierno peronista convalidó complaciente (por esa reforma, también, tanto la fórmula Cámpora-Solano Lima como Perón-Perón fueron elegidas para gobernar cuatro años y no seis).

Sería distinto hablar de reelección luego de ganar elecciones intermedias, siempre algo plebiscitarias, que hacerlo antes de que ellas ocurran o cuando no van a ocurrir. Y, ya sabemos, alguien habló de reelección justo ahora.

Aclaremos que el político profesional Alberto Fernández, con todos sus defectos, al lado de Isabelita es Churchill. Sonaría apocalíptico, por otra parte, compararlo con quien acabó destituida por los militares más sanguinarios de la era moderna. Pero, lamentablemente, el grotesco clamor reeleccionista que vienen de lanzar destacadas voces oficialistas a favor de un Alberto Fernández deshilachado reconoce como único antecedente aquella pretensión mágica de una gobernante que no acertaba una, no entendía dónde estaba parada y creía que blandir una vocación continuista le funcionaría como a Popeye la espinaca y les inocularía a los propios la certidumbre añorada.

Nada tiene que ver 2021 con 1975/76. Sin embargo, el sistema nervioso del peronismo, donde residen los nudos culturales que inspiran la acción política, no ha variado tanto. Como presidente vicario muchos han comparado a Fernández con Cámpora (aunque una cosa fue la nominación de “el Tío” y otra el ejercicio del poder), pero también Lastiri e Isabel Perón, cada uno a su manera, fueron portadores de un poder delegado que más tarde o más temprano los hizo lucir débiles.

Al parecer Alberto Fernández, agobiado por sus propias contradicciones y sus abrazos a las peores causas en los rubros más diversos (el vacunatorio VIP que no se apaga, el cumpleaños infeliz y los videos autoinculpatorios, el acuerdo con el FMI, la profesora militante) pensó que su palabra desgastada se volvería santa si en vez de informar el derrotero del barco a su cargo daba la buena nueva de que el día de mañana le gustaría seguir siendo el capitán.

Quién sabe cómo se planeó el arrebato reeleccionista. O siquiera si se planeó. Pasa con muchos estiletazos en el peronismo. Sin ir más lejos, la provocadora frase sexual de la candidata Victoria Tolosa Paz. ¿La planificó el equipo de campaña, la pensó con su esposo publicista, se le ocurrió a ella cuando la alarmaron con que no estaba llegando a los votantes más jóvenes, la improvisó? Alberto Fernández se colgó ayer del hilo toloseño. El presidente encomió el disfrute después del sufrimiento con la misma convicción con la que Perón disponía otra clase de rutina: de casa al trabajo y del trabajo a casa. ¿Se colgó Fernández de una ocurrencia ajena o siguió un sesudo libreto de campaña ajustado al slogan “la vida que queremos” y a la jerarquización de la felicidad mundana como categoría política hecha hace varios meses por Cristina Kirchner? Dada la desorganización discursiva que exhibe la campaña oficialista es difícil saberlo.

Como se dijo en los últimos días fue un kirchnerista de pura cepa, el ingeniero Jorge Ferraresi, vicepresidente del Instituto Patria, quien inauguró el clamor por la reelección. Después lo repitieron albertistas como Juan Zabaleta, Sabina Frederic, Daniel Arroyo Cecilia Todesca. Lo que tal vez pasó algo inadvertido fue el cambio de enfoque sobre la democracia que coló la argumentación del adelantado Ferraresi.

Para justificar sus planteos de perpetuación, el kirchnerismo usó toda la vida el argumento de la oposición diabólica. Néstor Kirchner hablaba de los que destruyeron al país, lo hicieron volar por los aires, lo arruinaron. Los presentaba como la antipatria, postulando al “proyecto” como la Patria, jactancia que su esposa no sólo mantuvo sino que la extendió a la marca de su facción.

Ese modo de entender la democracia es ni más ni menos el sostén de la grieta: los otros son execrables, de allí que nosotros, los salvadores, seamos imprescindibles. Sin embargo Ferraresi, un antimacrista de reconocido estilo confrontativo, no se refiere ahora a lo contraindicado de que la oposición gobierne. Es probable que en estos días de escándalos oficiales enganchados haya considerado poco cautivante insultar a la oposición para demostrar que justo Alberto Fernández, el protagonista central de tanto desaguisado, merece quedarse hasta 2027. Prefirió acudir a una conclusión de las ciencias políticas que por lo menos anida en su cabeza.

Para decir que Alberto Fernández tiene que ser reelecto inventó la teoría de los ciclos de ocho años. “Los procesos políticos se consolidan a partir de las políticas y las personas, y los procesos en Argentina son de ocho años”, nos enseña Ferraresi. ¿De qué está hablando? ¿De Yrigoyen? ¿Qué procesos son de ocho años? Roca gobernó dos períodos separados; sumó doce años. Perón, que fue echado a los nueve años y medio, había mandado hacer una Constitución que le garantizaba la reelección vitalicia. Menem, el siguiente reelecto, se quedó diez años y medio una vez que fracasó el intento de re-reelección para quedarse catorce años y medio. El kirchnerismo gobernó durante doce años y medio. Dentro de ese lapso no se puede decir ahora que los ocho años seguidos de Cristina Kirchner hayan conformado un ciclo después de haber machacado hasta el cansancio con el ciclo kirchnerista de Néstor y Cristina 2003-2015 o con la década ganada. Es de suponer que Ferraresi tampoco quiso ensalzar los ocho años no consecutivos de Yrigoyen (1916-1922 más 1928-1930).

La razón por la que no existe tradición alguna de octenios es bien simple: los mandatos presidenciales de cuatro años son algo nuevo y reelecciones consecutivas puntuales hasta ahora solo hubo una, la de Cristina Kirchner. También solo hubo hasta hoy un presidente (Néstor Kirchner) que pudiendo aspirar a la reelección no lo hizo, porque prefirió abdicar en favor de su esposa senadora con la idea de volver después, y uno solo que llegó a postularse para ser reelegido (Macri, gracias a que fue el primer no peronista que completó el mandato), pero perdió las elecciones. Modelos político-institucionales o “procesos” sostenidos es justo lo que no tenemos.

Fernández ayer pareció recuperar el impulso ferraresiano, o acaso se colgó, como con lo del disfrute. “Saquemos la militancia a la calle –exclamó- y digamos que estamos para gobernar el tiempo que haga falta para que la Argentina de una vez y para siempre cambie”. Lo de “el tiempo que haga falta”, desde ya, no pertenece a la cultura democrática y el profesor seguramente lo sabe. Pero a esta altura nadie se escandaliza.

© La Nación

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