viernes, 20 de agosto de 2021

Una historia de Europa (IX)

 Por Arturo Pérez-Reverte

Cosa de unos setecientos años antes de que naciera Jesucristo, siglo más o menos, Grecia seguía sin ser un país ni un estado propiamente dichos. Eran varias ciudades autónomas llamadas poleis, cada una a su aire, independientes unas de otras, que a veces se hacían la puñeta entre sí. La economía de cada una funcionaba razonablemente bien, la peña viajaba y negociaba por mar y por tierra, trincaba dinero, descubría nuevos modos de hacer las cosas. 

Fue entonces cuando las clases dirigentes aristocráticas de toda la vida empezaron a perder aceite, siendo sustituidas las monarquías locales por otras formas de gobierno más adecuadas a tales tiempos y situaciones. Los ciudadanos, además, participaban activamente en la defensa de su ciudad sirviendo en el ejército, lo que les daba una serie de privilegios. Fueron imponiéndose así formas de gobierno más o menos populares, como las figuras del legislador y el tirano (esta última es una palabra que ahora tiene mala prensa, pero entonces incluía tanto a malvados de película como a gente muy decente). Hubo, en fin, de todo. Pero lo importante, lo decisivo, es que en esas ciudades-estado, y sobre todo en la llamada Atenas, acabó por instalarse un sistema político nuevo en la historia de la humanidad: la democratia, o gobierno del pueblo. Simplificando mucho, el truco del almendruco consistía en que todos los ciudadanos tenían obligación de prestar servicio, en caso de guerra, en las llamadas falanges de hoplitas, que eran soldados equipados con armadura y escudo (el hoplon que les daba nombre). En esa infantería de élite no había privilegios, y servían por igual los ciudadanos ordinarios y los de las clases altas que podían costearse una armadura (Sirva al bien general, al estado y al pueblo, el hombre que, de pie en la vanguardia, pelea tenaz, olvida la huída infamante y arriesga la vida, escribía en el siglo VII antes de Cristo el poeta Tirteo). Y dato fundamental: para ser ciudadano como los dioses mandaban no era suficiente tener viruta y propiedades. Podías ser un millonetis total, podrido de pasta, pero no tener derecho al voto y no comerte una rosca. Era la función militar, la disposición a servir en caso de guerra (ahí donde lo ven, el filósofo Sócrates combatió en tres batallas como hoplita ateniense, el tío), la que daba al ciudadano un prestigio y un estatus especial, convirtiéndolo en parte de una fuerza política con voz y voto en la asamblea de la ciudad. Ser hoplita en caso de zafarrancho y tener una propiedad rural era ya la pera limonera: acceder a lo máximo en derechos y libertades, hasta el punto de que perder la ciudadanía (a perderla se le llamaba atimía) se consideraba una deshonra (atimía y estar deshonrado eran sinónimos). Vista desde el siglo XXI, claro, aquella democracia, limitada a unos fulanos con derechos mientras otros más tiesos carecían de ellos, parece imperfecta. Lo de gobierno del pueblo no era del todo exacto: se beneficiaba sólo una parte de la ciudadanía; y el resto, esclavos incluidos, quedaba fuera. Sólo en los momentos de democracia radical de Atenas (que todo iba a llegar con el tiempo) se dio cuartelillo ciudadano a los que no tenían donde caerse muertos. Pero lo que importa, pues no conviene juzgar el pasado con criterios del presente, es que nunca hasta entonces en el mundo antiguo se había logrado que la gente manejase su propio destino. O sea, en la puta vida. Para hacernos idea, fíjense, mientras hacia el siglo VI antes de Cristo en Atenas o Tebas se debatía ya en asambleas ciudadanas, en la Europa oscura del oeste y el norte se consolidaban, todavía para un rato largo, groseros sistemas aristocráticos basados en la riqueza y la fuerza bruta, dirigidos por verdaderos animales analfabetos (y algunos todavía lo siguen siendo). Lugares éstos, futuros países y naciones europeos, la mayor parte de los cuales, ojo al dato, no conocería la democracia hasta dos mil seiscientos años después. El caso es que esas modestas ciudades griegas empezaron de ese modo, tacita a tacita, casi sin proponérselo, a construir un mundo que hoy llamamos clásico y que generó la política, la filosofía, la ciencia, la literatura y el arte que acabarían definiendo la Europa de los siglos posteriores. Su alma, vaya. Nuestra riqueza cultural y nuestra inteligencia política. Pero no fue fácil, por supuesto. Costó muchos sobresaltos, muchas discordias y mucha sangre. No todo lo arreglaba la democracia. Aquellas ciudades griegas se aliaban o enfrentaban entre sí, y en ese juego de fuerzas del que Atenas acabaría saliendo vencedora moral, dando base ideológica a lo que hoy llamamos Grecia clásica, otra ciudad llamada Esparta tuvo un papel decisivo. Y de ella y sus ciudadanos (los tipos y tipas más duros de la antigüedad clásica, ríanse ustedes de Clint Eastwood y Chuck Norris), hablaremos en el próximo capítulo.

[Continuará]

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