domingo, 22 de agosto de 2021

Morondanguismo

 Por Gustavo González

Cristina Kirchner se convirtió en una coleccionista de palabras en desuso que ella transforma en vintage. Antes fueron pindonga” y “cuchuflito. Ahora completó la trilogía con una más: “morondanga”.

Y algo de razón tiene la ex presidenta cuando habla del país de morondanga que dejó Mauricio Macri. Y tiene algo de razón el ex presidente cuando le respondió que país de morondanga es el que ella presidía y también el actual.

Según la Real Academia, morondanga significa de poca entidad, enredado, confuso. Que es lo que significa esta Argentina. El primer registro que existe del término data de 1790 y es de una obra titulada El celoso don Lesmes. Una comedia española de tres actos.

Tragicomedia. Hace una década que el país entró en una curva consistente de decadencia económica y crisis política. Ese estancamiento con inflación y aumento de pobreza tuvo su primer acto en el último mandato de Cristina, se agudizó en un segundo acto durante la gestión Macri y alcanzó una caída histórica durante el primer año de pandemia con Alberto Fernández, que es el tercer acto en desarrollo.

Esta campaña en la que participan los tres líderes de esta década denunciándose mutuamente deja al descubierto el costado más caricaturesco del morondanguismo nacional. El cruce de acusaciones termina pareciéndose a una competencia televisiva por ver quién hizo peor las cosas, teniendo en cuenta que la profundización del empobrecimiento atravesó a todos ellos. También los atravesó la construcción de la grieta, a la que Cristina le puso los cimientos, Macri la siguió escavando y Fernández prometió cerrarla, pero no quiere o no puede hacerlo.

Difícil que los políticos y economistas que lideraron esta década puedan levantar el dedo sin quedar expuestos ellos a cierto tono de comedia.

La comedia funciona cuando actores y audiencia son conscientes de que se trata de una puesta en escena farsesca y se ríen de ella. Pero en este caso, unos y otros no consiguen vivirla más que como un drama. Si no fuera por eso, la cantidad de gags involuntarios de esta campaña producirían gracia.

Una líder que enjuicia al Gobierno por envenenar a la población con una vacuna. Funcionarios y militantes que se vacunan antes de que les corresponda y algunos que publican las selfies para que se sepa. Oficialistas que denuncian que la oposición quiere mantener las escuelas abiertas porque no les importa que la gente se muera por covid. Opositores que afirman que el oficialismo quiere las escuelas cerradas porque le conviene que los chicos sean ignorantes. Una famosa conductora que toma en vivo dióxido de cloro.

Otros conductores exitosos que insultan y gritan contra el Presidente y la ex presidenta; y otros que hacen lo mismo con el ex presidente Macri. Macri que denuncia desde el extranjero que en su país se vive una suerte de dictadura en la que las personas no pueden salir a la calle. Alberto Fernández que lo denuncia a él por enviar armas a Bolivia para dar un golpe de Estado. Dos legisladores opositores que ejercen misoginia explícita sobre mujeres que concurren a Olivos. Alberto Fernández que participa de la fiesta de cumpleaños de su esposa; y que, además, deja testimonio en fotos y videos. Un funcionario que sale en su defensa preguntándose qué podía hacer con su esposa, “¿cagarla a trompadas?”.

Con la pandemia de fondo y al menos diez años de decadencia por detrás, este nivel de discusión electoral puede ser visto como una escenificación extrema de la degradación cultural y política argentina. O como el último acto de una tragicomedia que llega a su fin.

El teorema de Baglini

Estas semanas seguirán mostrando a dos tipos de dirigentes: los que son funcionales a la dramatización de la grieta y suponen que cuanta más polarización exista más chances tendrán de llegar al Congreso; y los que quieren gobernar la Argentina y entienden que, con tierra arrasada y una sociedad partida, cualquier gestión fracasará.

Los diez años pasados son un ejemplo de administraciones ideológicamente distintas, pero unidas por sus respectivos fracasos y por haber creído que se puede gobernar y generar confianza interna y externa con el apoyo del 40% de la sociedad y el rechazo cerrado de otro 40%.

Se podría aplicar aquí el clásico teorema de Baglini: el grado de responsabilidad de los políticos es directamente proporcional a sus posibilidades de llegar al poder. Hay dirigentes que están dispuestos a decir y hacer cualquier cosa para conseguir una banca y hay otros que pretenden ser presidente. Uno de estos es Horacio Rodríguez Larreta.

Para escozor de los halcones partidarios, esta semana declaró que la fiesta de Olivos no le parecía motivo suficiente para pedir el juicio político al jefe de Estado. Aunque dos días después no dudó en criticar la difusión de los videos de esa celebración como parte de una movida oficialista para atenuar el escándalo.

Está claro que su estrategia es la de mostrarse como una alternativa racional para 2023. Todavía no lo terminó de oficializar, pero planea un acuerdo que incluya a parte de quienes en estas elecciones compiten con su propio espacio. Está convencido de que para producir transformaciones cualquier futuro mandatario necesitará el respaldo de al menos el 60% de la población.

2023. Un cuidado similar se nota en otro de los dirigentes que no solo tiene en vista estos comicios sino los de dentro de dos años, Facundo Manes. También él cree que uno de los grandes errores de Macri fue encerrar a su gobierno y profundizar la grieta.

Tampoco es extraño que haya gobernadores que se mantengan al margen de la guerra política y mediática de esta campaña. No solo porque algunos tienen expectativas presidenciales, sino porque –siguiendo el teorema de Baglini– ya ejercen responsabilidades ejecutivas: a ninguno de ellos le sirve la tierra arrasada.

Dentro del oficialismo nacional, Sergio Massa pretende ese rol de moderado con la misma expectativa de llegar a la presidencia dentro de dos años sin ser visto como representante de los sectores más extremos. Aceptando lo complejo que le será a cualquier oficialista ganar en 2023 si al Gobierno le va mal. En ese sentido, el mayor problema lo tiene Alberto Fernández.

Su expectativa es mostrar que la incipiente recuperación económica concluirá dentro de dos años con índices de crecimiento que dejen al país mejor que como lo recibió en 2019, incluso habiendo atravesado la peor pandemia de la historia. Este es el mensaje que pidió empezar a transmitir a partir de esta semana.

Es decir, confrontar la caída del 4% del PBI que dejó la gestión Macri frente a un supuesto crecimiento del 6% que habría al final de sus cuatro años: -9,9% en 2020, +7% en 2021, +5% en 2022 y +4 en 2023, según las estimaciones extraoficiales de Guzmán (las proyecciones privadas también indican crecimiento en el cuatrienio, pero del 2%). Además, intentará hacer el mismo ejercicio de comparación con los índices de pobreza, inflación y endeudamiento del macrismo.

Lotería. Pero antes, el Presidente deberá atravesar los resultados de los próximos comicios. Esperando que la escandalosa revelación de la fiesta en Olivos solo repercuta en aquellos ciudadanos que igual no lo hubieran votado.

Son cálculos electoralistas, loterías políticas. Hoy Alberto Fernández parece apostar a la confrontación y a los gritos de campaña como forma de responder a las críticas y de mantener el poder.

Quizá lo logre. Pero retomando la misma estrategia agrietada de la última década lo único que conseguirá será seguir presidiendo un país de morondanga.

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